Siria es un polvorín

En Siria van 10 meses de guerra civil. Con el Ejército leal al gobierno peleando sin tregua con las fuerzas rebeldes. A riesgo propio, estuvimos tres días metidos en el campo de batalla. La vida y la muerte están separadas allí por un línea muy delgada.




Un grupo de periodistas extranjeros visitamos Sabka un viernes. Es uno de los barrios periféricos de Damasco, la capital, donde los rebeldes del Ejército Libre de Siria han instalado sus checkpoints: rústicas barricadas para controlar el ingreso y salida de los vehículos y mantener así a distancia a los francotiradores del Ejército leal al gobierno y a los matones de los servicios de inteligencia que entran a asesinar personas para dejar sus cuerpos en las calles como advertencia.

En Sabka fuimos bien recibidos por un grupo de rebeldes, que nos invitaron a un funeral de un combatiente. Después del rezo de mediodía y en sólo pocos minutos, la plaza y calles aledañas se llenaron con miles de hombres furiosos que llevaban el cuerpo sin vida cubierto con la bandera de la oposición. Los gritos eran ensordecedores,  la rabia era evidente. Imágenes del Presidente Bashar al-Assad fueron quemadas en el centro de la plaza. De pronto, un disparo provocó una estampida, y muy luego una turba atacó a golpes a dos agentes infiltrados que, ya mal heridos, fueron apresados por hombres armados. 

Escenas como éstas se repiten en Siria, donde la crisis es cada vez más profunda.  El Ejército se abre paso en los suburbios con graves violaciones a los derechos humanos, lo que provoca cada vez más deserciones en sus filas.  Por otro lado, las divisiones sectarias se están radicalizando, lo que sumado a la furia por las atrocidades arrastran al país a una guerra civil que ya ha dejado más de 5.500 muertos en 10 meses de conflicto. Estuvimos con los observadores de la Liga Arabe, cuya misión, además de frustrante, era casi imposible debido a las dificultades en terreno; entre ellas, las amenazas del gobierno de que si cruzaban a territorio enemigo podían ser asesinados. Por eso, los tours se limitaban a zonas más o menos controladas, donde se reunían manifestantes a gritar a favor de Assad. Pero basta apartarse 15 minutos de allí y aparecen situaciones como la de Sabka.

En otra ocasión seguimos a los observadores de la Liga Arabe a ver un pueblo controlado por los rebeldes: Rankous, 40 kilómetros al norte de Damasco. Poco antes de llegar, el camino estaba cerrado por el Ejército. Todo se veía tranquilo: campos de cultivo, montañas, silencio. Pero ellos nos advirtieron que más allá había hombres armados, criminales que luchaban entre ellos. Los observadores regresaron. Nosotros seguimos. Logramos hacer contacto telefónico con activistas en el pueblo, quienes dieron aviso que iba un auto blanco con periodistas. 

El pueblo estaba casi desierto. En las calles se movían unos pocos civiles, que no se atrevían a hablar. De los 23.000 habitantes, sólo quedaban 60 familias; el resto había huido. Luego llegaron los hombres armados, que nerviosos nos escoltaron hasta su base. Un carismático comandante, Abu Khaled, nos recibió con un abrazo. Aliviado. Todos los días son bombardeados por los tanques del Ejército, ataques que se suspendían sólo cuando había observadores. Todos los combatientes en Rankous son sunitas, ex soldados del Ejército. Ellos nos contaron cómo un general asesinó a una mujer a sangre fría; otro contó que lo habían obligado disparar a una multitud durante un funeral. Mientras, el combate a nuestro alrededor recrudecía. Los tanques del Ejército comenzaban nuevamente a atacar. Nos llevaron a una casa mejor protegida, donde aún vivía una familia. Allí, una mujer lloraba desesperada, hablaba de las atrocidades del Ejército y de las casas y autos quemados en represalia. No tenía cómo salir del pueblo, nosotros tampoco: en medio del combate, temíamos ser asesinados por el Ejército para luego poder culpar a los rebeldes.

Después de llamadas telefónicas al Ministerio del Interior y a los observadores de la Liga Arabe -supimos por ellos mismos que ese día habían cancelado su misión en Siria-, se acordó un breve cese al fuego para permitir nuestra retirada. Cuando nos despedimos, la mujer desesperada nos intentó entregar a su hija de dos años para que la lleváramos con nosotros. A la salida de Rankous fuimos encañonados por jóvenes y temblorosos soldados del Ejército esperando a su oficial. Se estaba poniendo el sol. Más adelante, desde el mismo camino tranquilo por donde habían caminado los observadores, pudimos ver los tanques que habían reanudado el ataque. Ahí estaban. Sólo se habían escondido cuando pasaron las autoridades.

Esa misma noche recibí la orden de mis editores de salir del país al día siguiente, junto a un periodista. Cuando nos preparábamos a salir por tierra hacia el Líbano, supimos que había fuertes combates en y alrededor de la capital. El camino al aeropuerto estaba cerrado y la electricidad cortada en varios sectores. Dejamos Siria con esa sensación: que la paz era y es cada vez más lejana.

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