Sobrevivientes de Santa Olga: relatos de un incendio feroz
Literalmente de la noche a la mañana, cuatro mil personas quedaron con sus casas reducidas a cenizas. Santa Olga se convirtió en el símbolo de un megaincendio inédito en la historia de Chile. Y sus habitantes intentan ponerse de pie en medio de la desolación de ver cómo todos sus bienes se perdieron en cosa de minutos.
La calle Los Robles es larga, empinada y atraviesa gran parte del cerro Santa Olga. Hoy, es oscura. Es hedionda. Es desastrosa. Al recorrer, se pueden ver lozas reventadas, rejas, sillas perfectamente ubicadas en lo que antes, quizá, eran patios delanteros y escombros. También se observan algunos que otros perros sobrevivientes que caminan por el lugar mientras a su lado pasan decenas de voluntarios a los cimientos de las casas para reubicar escombros, o encontrar algo concreto que haga recordar que ahí vivió gente antes de ser una zona de catástrofe por haber sido consumida por un feroz incendio.
Casi al llegar a la cima hay un hombre sentado en lo que parece ser el umbral de una puerta. Está solo. Lleva una polera celeste, blue jeans, zapatos color café y al lado de él hay leche, jugos y galletas sin consumir. Él se soba la cabeza, se refriega los ojos y apoya sus brazos cruzados entre las rodillas mientras esconde la cabeza. Pablo Valenzuela (52) está llorando. "Me vine para acá porque no hay nada mejor que estar en casa. Se quemó, pero sigue siendo mi hogar y estando acá siento el calor de familia que siempre tuvimos", dice. A su lado hay un perro negro y largo apodado por rescatistas como el "Negro Triste". Le pasa el lomo entre las piernas mientras Valenzuela calla.
Hace tres noches, el hombre combatió el fuego junto a su esposa y sus hijos de 14, 18 y 20 años. Dos días antes, partieron resguardándose de las llamas con palas en las laderas del cerro sin imaginar que el viento soplaría en contra y llegaría a ellos. Fue en la madrugada del 25 cuando vieron que el fuego los atacó por la parte izquierda y derecha del cerro. Con algunas botellas de agua que habían logrado llenar, trataron de mojar su espacio y de combatir las llamas que estaban cerca. "Cuando vi que no había nada que hacer, le dije a mi señora que bajara con mis hijos. Yo me quedé con un vecino arriba", recuerda. Eso fue a la una de la madrugada.
Cuarenta y cinco minutos después, un cuarto para las dos de la madrugada, no había más que hacer. Junto a su vecino, arrancaron a una cancha que se encuentra justo abajo del cerro -hoy utilizada para reunir aportes de voluntarios, carpas y resguardar a animales- y donde no alcanzó a llegar el incendio. Antes, Valenzuela miró su casa y tuvo un rango de ilusión que lo hacía pensar que se podría mantener en pie si es que el viento cesaba. Al bajar, buscó a su familia y se fueron a Constitución, a la casa de su hermano esperando un milagro.
La mañana siguiente encendió la televisión y se enteró que las casi mil viviendas que había en el lugar se quemaron.
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La casa de Valenzuela era de dos pisos y de color verde agua. Fue entregada hace dos años por un subsidio entregado por el Estado. En el suelo se puede ver la loza quebrada y alguno que otro plato que se salvó. Hay restos de adornos, pedazos de vasos y de espejos que explotaron, pero que no alcanzaron a desintegrarse totalmente. Valenzuela se levanta del umbral principal y recorre las paredes de concreto que siguen en pie. Con el pie derecho mira las cosas que le hacen recordar lo que hasta días antes miraba con poca atención, porque eran parte de su día a día. "Ya no me quedan más que estas paredes, pero siento que es mi casa todavía", dice.
Mientras el hombre se da vueltas en su cubículo, hay una lluvia de cenizas. El cielo está rojo, el aire espeso. Hierve todo. Incluso se siente el calor que sube por la suela de los zapatos.
Valenzuela es un hombre delgado, moreno y menudo. También habla bajo y se disculpa cada cierto rato por llorar. Dice que es un signo de debilidad. "Como jefe de familia no puedo mostrarme frágil ni emocionado. Por eso estoy solo aquí y por eso le dije a mi señora que no viniera, porque no quiero que me vea así", explica.
-¿Qué recuerda del barrio?
-Que era de gente humilde y pobre. Que como nunca nos unimos para hacer cortafuegos con motos y no resultó. Que era, por primera vez, mi lugar propio y el de muchos de los que vivíamos aquí.
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Santa Olga es un monte ubicado a casi 15 kilómetros de la ciudad de Constitución, en la Región del Maule. Si bien comenzó a poblarse hace más de dos décadas con la llegada de Celulosa Arauco, el mayor contingente se constituyó de habitantes de casas que fueron subsidiados por el Estado en plan de viviendas sociales y, luego, por damnificados del terremoto de 2010. Desde entonces, según el concejal Carlos Segovia, "comenzó a poblarse y a extenderse", así como también a mejorar las condiciones sociales en cuanto a infraestructura y seguridad en las calles del pueblo.
El lugar no es amplio. Tiene calles de tierra de mediano tamaño y estar en la cima basta para tener una media sobre la dimensión de las casas que, en su mayoría, tenía dos pequeñas habitaciones en su interior, una cocina, un baño y un patio. "Eran casas chiquititas, por eso se facilitó el que se quemaran unas tras otras. Además que eran de material ligero", dice Roberto Cáceres, hijo de una pareja de ancianos afectados por el incendio.
Antes del incendio, la comunidad especulaba con la celebración de la Semana Maulina organizada en febrero de cada año. Santa Olga era un pueblo de calle, donde los niños jugaban en los pasajes, las actividades estaban a cargo de la junta de vecinos y el único colegio del sector, Enrique Mac Iver -que tiene casi 50 años de funcionamiento-, se preocupaba de la mantención de actividades extraprogramáticas para estimular a varios de los 615 alumnos con los que contaban antes de este incendio. Muchos de esos estudiantes han vuelto al lugar para remover las sillas, mesas y escombros que dejó el incendio.
El agua que recibía el pueblo era parte del programa Agua Potable Rural, que consistía en la utilización del agua de pozos de grandes dimensiones, ríos o vertientes que luego, tras ser debidamente potabilizados, eran entregados por cañerías a la comunidad. Según Joaquín Vera, afectado por el incendio, eso pudo haber dificultado en alguna medida "tener medios para apagar más rápido el fuego o hacer que no avanzara. Llegó un momento en que no teníamos agua, luz, nada". Según Segovia, esa situación correspondía a una sequía por la que atravesaban desde finales de 2016.
Para este 2017 había planes dentro de la comunidad que iban en marcha. Existía la intención de pavimentar las calles principales, estaban trabajando para que el flujo del agua no tuviera la intermitencia que tuvo hasta antes de incendiado el pueblo y también estaba la petición de mejorar el alumbrado eléctrico de la localidad.
Cuando empezó el primer foco de incendio, hace cinco días, algo más alejado del lugar que hoy figura con mil familias sin hogar, fue la primera vez que los habitantes empezaron a especular sobre la llegada de las llamas a sus casas. Nadie se quería convencer del todo que el fuego cruzaría la carretera que los dividía de los otros bosques que estaban siendo consumidos por el incendio y, cada cierto rato, controlados por el cuerpo de bomberos y la comunidad.
Pablo Valenzuela lo dice así: "Quizás eso nos jugó en contra: que estábamos confiados".
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La casa de Ema Jaque (42) quedaba en Los Robles 209. En 2010, su vivienda de entonces se derrumbó completamente para el terremoto. "Era lo peor que me había tocado vivir", recuerda. Su casa era de madera y no soportó los 8,8 grados: se partió en dos. Lo mismo le ocurrió a su hermana y a la case de su madre en Constitución. Empezar de nuevo, con una familia ya formada era un desastre y generó un quiebre a nivel emocional. A raíz de esa pérdida estuvo deambulando de lugar en lugar durante un año hasta que en 2013 le entregaron una casa propia en la cima de Santa Olga, coincidentemente, junto a su madre y hermana. En el pueblo vivían en la misma calle, a solo pasos de distancia.
Jaque está frente a los cimientos de su casa en Santa Olga. Les da la espalda mientras mira el cadáver de un robusto perro café que se ve herido y muerto a sus pies. "Era del vecino de allá -apunta-, de más arriba", dice. Su esposo y sus dos hijos sacan escombros, mientras ella recorre el lugar y va indicando qué familias vivían en el sector. Señala lo que queda de una casa que, pareciera, era rosada. Y dice: "Ahí vivía una abuela. No sé si alcanzó a arrancar".
En el recorrido que hace se escuchan las latas que suenan con el viento, se ve humo de focos que son cenizas que a ratos se encienden, y decenas de animales muertos por calle. Hay gatos, pollos, gallinas y perros. La mayoría de los canes, tienen cadenas en el cuello y se ven amarrados a estructuras de metal que hoy están desvanecidos. Los humanos no les dieron chance de arrancar arrancar. Junto a Jaque pasea silencioso el "Negro Triste" que, según dicen algunos de los habitantes de la extinta Santa Olga, vivía en una casa naranja a la que el perro a ratos entra, huele, se sienta y mira.
También se ve una estructura que llama la atención por su tamaño. Son paredes altas que insinúan muchas subdivisiones. Romilio Guajardo, pastor de la Iglesia Evangélica Pentecostal, aclara: es la iglesia que había en el sector. "Muchos de los evangélicos que perdieron sus casas están siendo acogidos por nosotros en nuestros hogares", señala.
Dentro del lugar hay doce personas tomadas de las manos. Miran el suelo, luego el cielo y dicen oraciones en conjunto. La mitad de ellos, fue a hacer voluntariado. Entregaron pan, jugos, agua y abrigo a quienes iban, como ellos, a ayudar, a quienes perdieron sus casas, a la prensa y a los animales. "Esto es lo peor que he visto y no puedo quedarme de brazos cruzados", dice Estefanía Montecinos, esposa de Guajardo.
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Durante los cinco días que fueron acechados por el incendio, Ema Jaque y su familia decidieron no sacar las cosas de su casa ni evacuar. "Un día pensábamos que el viento nos favorecía, y al otro día pensábamos que no, pero no teníamos cómo saber que el fuego avanzaría tan rápido", recuerda. Fue cerca de las dos de la madrugada cuando, al igual que Pablo Valenzuela, trataron de combatir con lo que les quedaba de agua el fuego que venía subiendo por las casas.
Las llamas los rodearon. Antes de que se formara un círculo alrededor de ellos, tenían fuego por el lado derecho e izquierdo, hasta que las llamas se juntaron y solo quedó un círculo. Ella cerró los ojos y salió de la mano junto a toda su familia corriendo hacia un costado del cerro en el que se encuentra una cancha que estaba llena de humo, pero libre del desastre. Ahí estuvieron durante largos minutos antes de tomar la decisión de salir a la carretera para dejar atrás Santa Olga. "Tratamos de sacar a las personas postradas y mayores, pero a ratos se hizo imposible", relata". "Además, nadie quiere dejar sus casas solas. Algunos tomaron la decisión de quedarse".
La madre de Ema Jaque tiene más de 80 años. Actualmente está en Valparaíso de vacaciones. Le tienen prohibido ver televisión y leer los diarios, y tienen a sus familiares totalmente pauteados para que no digan nada que la pueda alterar. La anciana está resguardada.
Tanto que, por orden de sus hijas, todavía no sabe que por segunda vez su casa fue reducida a cenizas en cuestión de minutos en medio de un desastre.
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