El tranquilo pueblo en medio de la zona roja

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Los Choros, a 94 kilómetros de La Serena, está cada cierto tiempo en el ojo del huracán. La mina Dominga, si se aprueba, se ubicará a sólo 12 kilómetros. Y entre las personas que han comprado parcelas en esta tierra se encuentra la hija menor de la presidenta Bachelet. Pero en este pueblo de viejos, dos museos y muchas aceitunas, nadie pierde la calma.




Si uno le cree a lo que dice uno de los murales a la entrada del pueblo, Los Choros tiene 231 habitantes. En un muro está escrita esa cifra, junto a coloridos dibujos que son la mejor sinopsis de lo que se vive aquí, a 94 kilómetros de La Serena. Esas imágenes, pintadas a mano, muestran la vida en calma, recolectando aceitunas, cuidando cabras, desconfiando de lo que es un tema ineludible en todas las conversaciones: la mina Dominga que podría instalarse en estas tierras.

Los Choros es un pueblo antiguo. Según Melania Morales, quien administra la única iglesia del lugar, fue fundado hace 470 años. Casi en la misma fecha de La Serena. "En ese tiempo, el rey Carlos V le regaló este pueblo a los soldados que fundaron esa ciudad. Se llamó Villa de San José, pues los españoles son muy devotos de ese santo", dice.

Y no sólo los españoles. En Los Choros también lo veneran. Lo tienen presidiendo el altar de la iglesia que lleva su nombre y celebran en grande, con procesión su día en marzo. En Los Choros, San José tiene cabello humano. Lo cuenta Melania: "Una madre del pueblo, Demetria Álvarez, como una muestra de gratitud a San José le donó el pelo de su hijo, Abel Ossandón. Le dejó crecer el pelo al niño y cuando ya estaba largo se lo cortó, lo donó y se lo instalaron al santo. Fue hace como 100 años". Desde entonces, el patrono del pueblo luce una cabellera castaña clara que le cae por la espalda.

San José le da también el nombre al único camino pavimentado del pueblo. Que, en realidad, no es más que un pedazo de la carretera que une la Ruta 5 Norte con la costa y que divide en dos a Los Choros. Las casas a lado y lado forman una fachada continua de puertas y ventanas en colores encendidos: verde, amarillo rojo. Ahí está todo lo central del pueblo, desde la iglesia, el minimarket más grande y la plaza hasta la escuela, los dos restaurantes y la posta. En los inviernos es una ruta tranquila. En verano, con la llegada de turistas que van hacia el mar, hacia la solicitada Punta de Choros, a 20 kilómetros, el camino se llena y es un peligro para peatones distraídos.

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El aceite y África

Los Choros ha sido siempre un paso hacia la costa. La gente ni siquiera se detenía aquí. Pero eso está lentamente cambiando.

La primera razón son las aceitunas. Casi todos los habitantes del pueblo tienen huertos generosos en olivos. Recolectan las aceitunas y las venden tal como lo anuncian en los carteles en la entrada de sus casas: aceitunas sajadas. Les hacen cuatro cortes a cada una -lo cual puede ser una labor titánica- y las dejan remojando varios días en agua con sal. Así pierden su amargor.

Manuel Zarricueta tiene 90 años y vende aceitunas sajadas. Las trabaja él mismo. Todas las tardes deja abierta la puerta de su casa -pintada de terracota intenso- y se sienta en la entrada con un balde azul lleno de aceitunas. Vende a dos mil pesos el kilo. Y tiene éxito; muchos autos paran aquí y se las llevan. Además el hombre ofrece buena conversa. Le gusta hablar desde política -defiende a brazo partido a la Presidenta Bachelet, cuyo rostro tapiza las paredes de su hogar- hasta fútbol.

En Los Choros dicen que Manuel Zarricueta es como las lagartijas. Que siempre anda buscando el sol. Por eso cuando sobre el portal de su casa sólo cae sombra, él cruza la calle pavimentada y se sienta al frente, apoyado en un muro albo, bien iluminado por el sol. Y sin quitarle los ojos de encima al balde azul en la entrada de su hogar.

Otros vecinos, además de aceitunas, venden aceite de oliva. Antes, las mujeres lo fabricaban moliendo a mano las aceitunas sobre unas piedras. Hoy lo hacen en máquinas. El único certificado de manera industrial es el aceite Santo Sazón. Es sabroso, levemente amargo. Está en los tres almacenes del pueblo.

Pero no sólo de aceitunas y de aceite vive Los Choros. Al menos en lo que se refiere a atraer turistas. Este pueblo pequeño, en medio del desierto, tiene dos museos.

En 2011 se inauguró el museo Casa de la Esquina, donde muchos años atrás funcionó la escuela. Era una casa de adobe, como todas las tradicionales del pueblo, que se estaba cayendo. Susana Claro, quien veranea hace más de 40 años en esta zona, la compró. Uno de sus hijos arquitectos la restauró y levantaron este museo de arte. En sus salas está hasta fines de agosto una instalación del artista Marco Bizarri y antes había una muestra fotográfica con paisajes de la zona. En el gran patio, donde crecen libremente los olivos, hay una exposición de dinosaurios reconstruidos a tamaño real. Los 25 alumnos de escuela, que llega a sexto básico, pasan muchas veces aquí sus recreos.

Pocas cuadras más allá, donde el pueblo termina, también al lado del camino principal, está el museo Casa Barrioalegre. Cuando en este pueblo vivía más gente, aquí estaba la cantina. Se organizaban bailes sobre una pista de madera, y los asistentes desplegaban pasos de valses, corridos y rancheras. También cuecas, con guitarra y acordeón. Cuando eso se acabó y la casa quedó en el abandono, Susana Claro entró de nuevo. La compró, la restauró y hoy funciona allí una muestra con 120 objetos de África, que ella ha ido trayendo de sus viajes a ese continente. Parece algo tan extraño en medio de Los Choros, pero funciona. Los habitantes del pueblo y los turistas llenan esta sala donde hay collares, máscaras y hasta artículos de vudú.

Inés Zarricueta es vital allí. Es una guía entusiasta. Conectada a internet, ha aprendido la cultura de un continente que nunca ha visitado. Llena cuadernos con información, se aprende historias lejanas de memoria. En las mañanas es la encargada del aseo de la plaza; pero a mediodía está puntual para abrir este museo que quiere como si fuera suyo. Inés tiene 29 años y es de los pocos jóvenes que siguen en el pueblo.

Los que quedan

Los Choros ha ido envejeciendo. Los jóvenes se van a terminar el colegio a otras localidades y no regresan, porque allá afuera encuentran más trabajo. Los viejos que quedan salen poco. Este es un pueblo de pocas personas caminando en las calles, y muchas dentro de las casas acumulando recuerdos.

"Ahora somos pocos en el pueblo. En mis casas vecinas no vive nadie", dice Sabina Álvarez, 87 años. Dice que cuando era niña, el pueblo estaba lleno de gente. Que en el colegio había 180 alumnos, que iban de paseo y tomaban leche de cabra con harina tostada. Que las huertas eran un vergel y no sólo de olivos: daban peras, duraznos, brevas, cebollas, papas, zapallos, choclos. Que eso era cuando había agua, porque ahora cuesta encontrarla. El río Choros se secó y hoy es una huella al borde del pueblo. "El agua se ha ido escondiendo, hay que sacarla a metros de profundidad", cuenta.

Antes, dice, no había agua potable ni luz. Que en los 80 tuvo su primer refrigerador. Que la salud corría por cuenta propia. Que los hombres trabajaban en los antiguos yacimientos mineros de la zona o cuidando cabras en los cerros; mientras la mujeres parían solas en las casas, ayudadas por una partera. Sabina tuvo sus ocho hijos en la cama de su pieza.

Graciela Trujillo dice que su carné le asigna 94 años. "Pero sé que tengo más, al menos 96", dice, alzando la voz; porque una sordera es lo único que afecta su impecable salud. Antes, explica, la inscripción de los niños se hacía con retraso, más aún en una zona aislada como era Los Choros. Recuerda que costaba salir del pueblo. Muchos optaban por caminar o hacer el trayecto en caballo a La Serena, en una travesía de días. A veces, los pocos camiones que aparecían por aquí adaptaban unas tablas en la parte delantera como asientos. Hoy una liebre particular hace el trayecto diario a La Serena.

Los Choros, en todo caso, no es sólo un pueblo que acumula años. También arte. Impresiona la cantidad de artistas que pueden existir en una población tan pequeña. Hay un grupo de danza folklórica, formado por jóvenes que crecieron aquí y regresan cuando hay celebraciones, sobre todo la más popular: la Fiesta de la Aceituna, a mediados de julio. Hay otros que bailan en las procesiones de la virgen y de los santos, frecuentes en un pueblo tan cristiano como éste. Hay cantantes y poetas. Y está Manuel Zarricueta: el hombre que saja aceitunas y ama el sol, toca la armónica. "Lo hacía en las fiestas del pueblo y en esas que se hacían en los boliches que funcionaban en la parte de atrás de la casas", dice. También recita. Entonces, toma aire y se larga con un largo poema de su autoría sobre el aluvión de 1997 que hizo estragos aquí tras dos días seguidos de lluvia.

Nuevos vecinos

Los viejos de Los Choros reconocen que mientras sus jóvenes se van, llega de a poco una población afuerina. Eso porque hace unos años varios comuneros de Los Choros -la tierra aquí pertenece a una comunidad agrícola, dueña de unas 60 mil hectáreas- empezaron a vender sus tierras. En parcelas de media hectárea.

Una de esas parcelas fue la que la hija de la Presidenta Bachelet, Sofía Henríquez, compró en 2014 y que en marzo pasado causó revuelo cuando se supo en la prensa. Se la vendió su cuñada Natalia Compagnon, que era dueña de varios paños en la zona.

A los habitantes de Los Choros eso no les inquieta. Ellos sólo consideran que son parte de las caras nuevas que se empezarán a ver en la zona cuando esas parcelas, ubicadas a la salida del pueblo, a ambos lados del camino, en medio de un suelo árido, empiecen a ser habitadas. Hoy sólo son terrenos marcados por cercas.

Lo que sí tiene dividido al pueblo es la posibilidad de que la mina Dominga se instale aquí. A 12 kilómetros de Los Choros. Unos opinan que la contaminación será enorme y que llenará este lugar tranquilo de gente. Otros dicen que es una alternativa para generar empleos que podrían traer de regreso a la juventud y generar dinero. No se ponen de acuerdo. Se reúnen sin éxito en la sede social y son cada vez más las murallas con rayados contra esta mina de hierro y cobre. Mientras, el comité de ministros en Santiago debería responder en las próximas semanas sobre la reclamación que hicieron los dueños de Dominga tras el rechazo ambiental sufrido en marzo.

Ajena a todo eso, metida en la iglesia levantada en el 1600 y que ella gobierna, Melania Morales prefiere hablar de otras cosas. Es una tarde de lunes y por las calles de Los Choros penan las ánimas. Corre un viento frío, pese a que el cielo está despejado. Melania Morales explica que la figura de madera policromada que es San José posiblemente se hizo en El Cuzco. Que la corona que tiene en la cabeza y la azucena en su mano son de plata. Que cada vez que un chorero se muere, esté o no en el pueblo, aquí se tocan las campanas.

Antes de cerrar la iglesia e ir a trabajar sus aceitunas, se despacha el dicho que es también la esperanza de un pueblo que se está quedando sin gente: "Cuando uno visita Los Choros y come choros o aceitunas, entonces regresa".

Museo de fósiles

La idea es que Los Choros tenga un tercer museo. La Fundación Cordilleras, entidad privada donde participan chilenos y argentinos, está enfocada en eso. El Ministerio de Bienes Nacionales ya les dio en concesión una hectárea en la parte alta del pueblo, desde donde se ve el mar. Allí hay una casa abandonada, donde alguna vez hubo un retén, sobre la cual se empezará a armar el nuevo museo. Esta vez el tema es la paleontología.

En esta zona, tanto en el interior como en la costa, hay fósiles interesantes para el estudio técnico y la difusión científica. Entonces se requiere un lugar permanente para exhibirlos. Porque ocurren cosas como ésta: hace un tiempo, un habitante de Punta de Choros encontró y guardó unos huesos que, sin siquiera imaginárselo él, terminaron siendo parte del esqueleto de un megaterio, que es un perezoso gigante y prehistórico.

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