Un número de fe
El trío islandés Sigur Rós agota pronto porque sus recursos argumentativos se revelan de inmediato sin guardar mayores sorpresas
Catedrales de sonido cristalino se elevan y el público permanece en silencio, expectante, testigo humilde y sigiloso de la construcción en tiempo real de unos paisajes que remiten a la contemplación. Sigur Rós, el trío islandés de post rock, debuta en Santiago y el Movistar Arena casi repleto sigue atento sus movimientos el viernes por la noche. No hay saludos ni frases de buena crianza, solo sonido a tope por parte de una banda empecinada en copar cada rincón con decibeles, retroalimentación y un sobrecogedor espectáculo visual.
Hay 15 temas en el set list y un decorado consistente en unas barras que instalan un punto de fuga, evocativo de los montajes de Radiohead y Nine Inch Nails la década pasada. En Sigur Rós el escenario tiene un rol clave. Las imágenes en la pantalla gigante y la perfecta sincronía de las luces con cada tema contribuyen en todo momento a crear el ambiente necesario para cada pieza con ambición de edificación destinada a la liturgia. El sonido que emana de "Jónsi" en guitarra y voz, "Goggi" en bajo y y Ágúst Ævar Gunnarsson a cargo de la batería, los tres desdoblados además en sintetizadores, es sencillamente notable. Increíble que solo tres músicos sean capaces de montar tamaño ruido con oficio ceremonial desde una perspectiva rock.
La guitarra crece exponencialmente porque en gran parte del concierto es ejecutada con un arco y volumen al máximo. En algunos pasajes el bajo replica el efecto mediante E bow, una cápsula que al ser aplicada a las cuerdas crea un voluminoso efecto de retroalimentación. La batería aplica patrones atípicos generalmente basada en fraseos organizados sobre los toms, desechando las métricas regulares. La voz de "Jónsi" es un tono cristalino y agudo con reminiscencias corales que hilvana en una jerigonza indescifrable. Aquí no hay espacio para los coros ni la complicidad. Es absolutamente imposible tararear una composición de Sigur Rós.
Todo aquello que maravilla e impresiona durante los primeros minutos de espectáculo -el sonido portentoso, las imágenes y juegos de luces conjugados para hilvanar paisajes desoladores y fantásticos consonantes a la música-, pronto se torna repetitivo, carente de giros, finalmente predecible. Las formas se imponen a un fondo anémico y chato. El trío islandés agota pronto porque sus recursos argumentativos se revelan de inmediato sin guardar mayores sorpresas. Después de un rato ya sabes que la construcción melódica solo depende de la voz, que la guitarra alternará entre la languidez y el estallido a través del arco sobre las cuerdas, y líneas de bajo pastoso con escasos dibujos. Irremediablemente las introducciones dependen de escasas notas de piano y un mullido colchón sonoro emanado desde la guitarra.
Sigur Rós encanta a sus seguidores como el feligrés de una iglesia se siente cobijado bajo el reducto de su credo. Para los que no profesan encanto por la reiteración como recurso artístico es un culto como todos, mecánico y carente de significado.
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