Columna de Pablo Ortúzar: Cristianismo y ciudadanía excluyente
Hoy, con la resurrección de Cristo, celebramos una ciudadanía divina que es inclusiva en el sentido de que todos estamos llamados a ella, sin distinciones raciales, sexuales o sociales (Gálatas 3:28), pero que también es excluyente, ya que no todos los llamados podrán habitar el Reino de Dios. Muchos, al parecer, arderán en el infierno.
En el plano temporal, en tanto, la revelación cristiana ha impuesto límites a la exclusión social: hoy reconocemos que todos los seres humanos somos iguales en dignidad. También reconocemos que la autoridad política tiene límites: no puede disponer libremente en aquellos asuntos que sólo le competen a Dios. Es en consideración a ello que la brutalidad de los procedimientos y los castigos penales han retrocedido en el mundo.
La pregunta pendiente es respecto a las exclusiones legítimas que quedan en manos de la ciudad terrena. Este asunto, en el plano internacional o externo, es abordado en el debate respecto de la guerra justa. Agustín de Hipona es un autor para los tiempos que corren. Él consideraba que las guerras imperiales o de saqueo eran siempre injustas, pero que la guerra defensiva u orientada a restaurar la paz estaba justificada como último recurso. La agresión contra el agresor o contra quien quebranta la paz, una vez agotados otros recursos, es justa.
A nivel nacional o interno, los criterios planteados por Agustín son parecidos a los de la guerra justa, tal como refleja su política contra los donatistas y el terrorismo rural (circunceliones). Pasado el punto de la corrección fraterna, debe intervenir la espada. No es injusto usar la fuerza contra los abusadores y los quebrantadores de la paz, sino que es una obligación de las autoridades temporales, que deben proteger, en lo posible, la integridad de quienes peregrinan por este mundo. La fuerza pública, por cierto, debe usarse de manera suficiente a la neutralización del peligro y la capacidad de daño del agresor.
Teniendo esto en mente, la idea de tratar como iguales en derechos ciudadanos a quienes han abrazado como profesión el crimen y la alteración de la paz parece un error. Tal como en una guerra se busca anular la peligrosidad del agresor, a quien se le reconocen derechos humanos pero no ciudadanos, en la política interior debe buscarse la neutralización del potencial de daño del enemigo interno. Sabiendo que todo derecho ciudadano que le sea otorgado será usado en contra de la propia ciudad y sus habitantes, el trato respecto a su persona debe ser estratégico (tal como el suyo con la ciudad) y no basado en un supuesto reconocimiento recíproco. Notificación presunta, penas efectivas y acumulativas, régimen penal sin visitas, reclusión lejos del domicilio, así como menos derechos procesales son ejemplos de técnicas de neutralización.
Una ciudadanía temporal que excluya a criminales de profesión y terroristas, en suma, no va contra la revelación cristiana. Es deber de la autoridad temporal resguardar la paz, usando la fuerza si es necesario (Romanos 10-13). Esto demanda distinguir entre un derecho penal del ciudadano, que norme y castigue al ciudadano leal que comete una infracción, y un derecho penal del enemigo, que administre al agente agresor cuyo objetivo persistente es dañar. Reconocer igual dignidad en ambos en tanto hijos de Dios limita la violencia que se puede ejercer contra el enemigo, pero no obliga a tratarlo igual que a un ciudadano infractor. Nadie pensaría tratar de esa forma a un combatiente enemigo capturado en una guerra.
El actual debate sobre seguridad interior en Chile enfrenta a una izquierda que teme que el ciudadano infractor sea tratado como enemigo público y una derecha que teme que el enemigo público se beneficie de las garantías que otorga ser tratado como ciudadano infractor. La única manera de resguardar a unos y anular a otros es definirlos y tratarlos de modo abiertamente distinto en la ley: establecer un punto luego del cual el criminal será administrado sólo con las garantías que tiene un combatiente enemigo. Esta distinción entre ciudadano infractor y delincuente, que el Presidente Boric -aunque errado- usó para defender sus indultos, es patente en la realidad y de pleno sentido común.
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