El asalto al Capitolio
Cuando la United Press absorbió a la International News Service, de la que mi padre había sido gerente por varios años en Lima, mis padres partieron a Estados Unidos, un país que él admiraba sobre todas las cosas: la frase, o filosofía, del hombre que se hacía solo -”the self-made man”- se la oí repetir mil veces los años que viví con él.
No les fue bien. Lo supe muchos años después, porque cuando invitábamos a mi madre a Europa, donde yo vivía desde hacía algunos años, ella era muy discreta y nos ocultaba el vagabundeo que había tenido con mi padre, de Nueva York a Chicago y finalmente a Los Angeles, con empleos cada vez más mediocres, hasta trabajar allí, primero en una fábrica y finalmente cuidando una sinagoga. En la familia siempre creíamos que mi madre detestaba la vida americana y que se había resignado a vivir allí por mi padre, a quien amaba casi tanto como él a Estados Unidos. Por eso, cuando mi padre murió, que ella decidiera volver a Los Angeles nos dejó desconcertados. Y, sobre todo a mí, que decidiera adquirir la nacionalidad estadounidense, algo que él nunca quiso hacer. Fui a verla a Los Angeles, donde vivía sola, en un departamentito minúsculo en el centro de la ciudad. Estaba muy contenta de haber pasado el examen, en inglés, y me mostró orgullosa su pasaporte norteamericano. Años después, cuando estuvo ya muy viejecita para vivir sola, volvió al Perú y dejó instrucciones de que, a su muerte, devolviéramos a la embajada de EE.UU. el pasaporte, cosa que cumplimos rigurosamente.
Me he preguntado mucho estos días qué hubiera dicho mi madre sobre el asalto al Capitolio que protagonizaron el 6 de enero, luego de escuchar su frenético discurso, los partidarios de Donald Trump que invadieron el Congreso, pasearon por sus salones, y pegaron algunos tiros (hubo cinco muertos), a la manera más típicamente sudamericana. Se hubiera indignado, por supuesto. Ella admiraba en Estados Unidos lo que no había en el Perú: el respeto a la legalidad, a la prensa libre, a la pureza de las elecciones. Jamás entendió mi entusiasmo por Ronald Reagan: ella votaba a los demócratas porque, a su parecer, los republicanos siempre fueron “el partido de los ricos”, a pesar de Lincoln y de Jefferson.
En un excelente artículo (pero algo apocalíptico) que apareció en The New York Times el 9 de este mes, “The American Abyss”, el profesor de historia de la Universidad de Yale, Timothy Snyder, acusa al presidente Trump de ser un fascista y a los asaltantes del Capitolio los compara con los hitlerianos que creían que Alemania había perdido la Primera Guerra Mundial porque “los judíos le clavaron un puñal en la espalda”, como les recordaba Hitler en sus discursos. Yo creo que exagera y que las locuras y demagogias de Trump no significan el progreso del fascismo y el nazismo en EE.UU., sino muestran lo precarias que son las democracias en el mundo de hoy, incluso en los países que, como EE.UU., no han conocido dictaduras en su historia y han vivido siempre en libertad. Son muy pocos.
No hay duda, por otra parte, de que la elección de Trump en 2016 fue una verdadera catástrofe para EE.UU. Rebajó a este país a la condición de una nación tercermundista por la cantidad de mentiras que propaló desde la Casa Blanca, la inestabilidad institucional que propició y que no había conocido en toda su historia, y, sobre todo en la última elección, con su enloquecida propaganda de que había habido una “trampa monstruosa” que dio la victoria a su adversario, algo que ninguna jurisdicción legal, ni demócrata ni republicana, amparó, salvo sus dementes partidarios, un puñado de los que, precisamente, asaltaron el Capitolio hace una semana.
El fascismo es el racismo, la demagogia, el espíritu guerrero, el nacionalismo frenético, y Estados Unidos, aunque sobrevivan prejuicios raciales en la comunidad blanca, por la variedad de razas, religiones y culturas que lo habitan y que han forjado la grandeza americana, no puede ser fascista en contra de todas sus leyes y costumbres. Lo que no impide, por supuesto, que haya gente allá estúpida, pero, acaso, debido a aquella legalidad de que estaba tan orgullosa mi madre y que la inmensa mayoría de los norteamericanos respeta, más que en otras partes, haya menos que entre los que han vivido siempre rodeados de la brutalidad política. Por lo menos 170 de los asaltantes al Capitolio han sido detenidos y setenta de ellos ya están enjuiciados. Esto no quita que la demagogia desalada que Trump vertió desde la Casa Blanca en todos estos años haya elevado el resentimiento y la división social y racial a unos extremos que EE.UU. desconocía. Y no será fácil que se restauren las buenas relaciones del país con sus aliados tradicionales, algo que Trump destrozó desde el poder, declarando, nada más asumir la presidencia, entre otras barbaridades, que la figura que más admiraba como estadista en el mundo de hoy era Vladimir Putin, es decir, otro demagogo y mentiroso como él mismo.
He estado muchas veces en EE.UU. y admiro mucho ese país, por las razones que lo admiraba mi madre, aunque también admito las que prefería mi padre. Creo que allí la democracia siempre ha funcionado, y que ella ha ido perfeccionándose con el paso de los años y perfeccionando a la sociedad gracias a las constantes reformas, y que se trata de un país verdaderamente libre, uno de los más libres del mundo, como lo descubren y empiezan a vivir en consonancia, en el respeto a sus leyes, esos millones de inmigrantes que lo han construido y a los que en buena parte debe sus altos niveles de vida y su poderío militar.
Esas cosas, como el amor a la libertad, no se destruyen de la noche a la mañana con la demagogia de ese triste personaje que ha ocupado la presidencia del país en estos años. Por eso es tan importante que triunfe el proceso de impeachment (destitución) que han iniciado los demócratas en la Cámara baja, que dominan por treinta y cinco votos, y los diez republicanos que se han sumado a ellos. Lo que impediría a Trump ser candidato en las próximas elecciones, pues, incluso sólo como candidato, volvería a hacer daño, repartiendo, a manos llenas, como lo ha hecho esta vez, el resentimiento y las mentiras que mucha gente ingenua y poco preparada se tragó.
Una última reflexión sobre la democracia. Como ha demostrado Donald Trump, todas -sí, todas, hasta las que creíamos las más antiguas y sólidas- son precarias. ¿El triunfo de Boris Johnson en Inglaterra no lo ha demostrado acaso? Que haya un voto libre no significa que los ciudadanos siempre voten bien. Muy a menudo votan mal y eligen no lo mejor sino lo peor. Quizás esa sea la mejor enseñanza que nos ha dejado Trump. Los norteamericanos eligieron mal -votaron más contra la señora Clinton que a favor de Trump- y eso ha sido una tragedia para EE.UU. Pero, no hay duda, sobre todo después del asalto al Capitolio, que llevará a muchos a reflexionar, el país se reconstruirá desde esos abismos en los que lo ha hundido Trump, y volverá a ser lo que fue hasta el año 2016: el líder de los países libres, que salvó al mundo entero de caer en brazos de Hitler y luego de Stalin, y que, aunque haya cometido desafueros y abusos en su historia, en América Latina sobre todo, está siempre allí, como una esperanza para aquellos -y son muchos millones- que en el mundo de hoy siguen soñando con la libertad, no sólo de leer en un periódico y escuchar en la televisión las críticas al gobierno de turno, sino de poder decidir su vida de acuerdo a sus propias convicciones, y de labrarse un porvenir gracias a su esfuerzo. Tal como han ocurrido las cosas, hay sitio todavía para la esperanza.
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