Querer nuestras ciudades o despreciarlas
No era habitual que en décadas pasadas la ciudad tuviera el protagonismo que tiene hoy. Eso cambió; ella ocupa el lugar clave que le corresponde en el debate. Por un lado, sus problemas son más críticos, pero también se entiende mejor su incidencia en la calidad de vida.
Pero la ciudad es central no solo porque sepamos más, ni porque se necesiten más profesionales para resolver sus crisis, sino porque aprendimos a quererla. Aprendimos que no hay protección ni cuidado sin que antes la hayamos descubierto, fotografiado y admirado. SantiagoAdicto, iniciativa del periodista Rodrigo Guendelman, nos movió con su lema “no es que la gente quiera a las ciudades porque son bellas; las ciudades son bellas cuando la gente las quiere”. Su aporte ha sido clave, porque contribuyó a generar otro discurso, uno de orgullo por sus espacios y formas de vida. Junto a él, hoy varias cuentas en redes sociales promueven ese cariño. Aparecen los SantiagoLovers, ConceAdicto, ValparaisoPoh o ValpoStreetArt; EnTerrenoChile y otros archivos de fotos históricas y anécdotas; columnas en prensa hablan de ella; las universidades la ponen como tema central; las radios dedican programas a analizarla.
Pero mientras hemos sido testigos de este auge del cariño por nuestras ciudades, vemos también hoy por ellas un desprecio inconcebible. Sus espacios notables, sus estaciones de metro, sus iglesias y equipamientos, sus universidades, todo se destruye a vista y paciencia de espectadores atónitos que poco pueden hacer para detenerlo. Despreciar, “considerar que algo no merece aprecio o atención”. Ocurre en esos grupos que destruyen e incendian, pero también en el discurso ilustrado de varios que consideran que esta violencia puede justificarse a la luz del proceso que vivimos; o que es una parte indisociable de una movilización social con motivaciones justas; o que debe aceptarse porque es el resultado de una violencia anterior ejercida por el sistema. La ciudad y su patrimonio, vistos así, no tienen valor per se, y determinadas causas justificarían arrasar con ella. Esto es inaceptable.
A lo largo de la historia siempre ha habido quienes piensan así: los destructores de ciudades suelen tener, a sus propios ojos, buenas razones para hacerlo. Pero el paso del tiempo nunca ha sido benévolo en su juicio hacia ellos. No hay más que ver a los vándalos, ese antiguo pueblo que asoló Roma, y que nuestro idioma asoció para siempre con devastación. Decir hoy “vándalo” no es evocar a ese pueblo, ni a sus causas, justas o no; vándalo quiere decir “persona incivilizada que comete acciones destructivas contra la propiedad pública”, quien tiene un “espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna, sagrada ni profana”. Así de duro es el juicio de la historia hacia quienes destruyen el patrimonio urbano, y no hay ley del empate ni causa justa que valga.
Tiempos tristísimos los que vivimos, en los que aprendimos a querer nuestras ciudades, y nos acostumbramos a verlas al mismo tiempo así de despreciadas.
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