¿Qué hay de nuevo en la política chilena?
Quizás más que en cualquier otro país latinoamericano, hablar de recambio político generacional en Chile es como hablar de la ciudad perdida de los Césares.
Quizás más que en cualquier otro país latinoamericano, hablar de recambio político generacional en Chile es como hablar de la ciudad perdida de los Césares. Hay expectativas, hay ilusiones, hay datos aislados que dicen que viene y que de un momento a otro se va a producir, pero el tal recambio se posterga o se desvanece una y otra vez. Igual que los protagonistas de Esperando a Godot, llevamos más de una década en Chile haciendo cábalas en torno al tema y, tal como en la pieza de Samuel Beckett, todavía seguimos aguardando que llegue.
La culpa no es del destino. Es nuestra. Un país que elige a Sebastián Piñera como sucesor de Michelle Bachelet, la primera mujer presidenta de la República, y que después vuelve a elegirla a ella en reemplazo de él y que -tal como van las cosas- se apronta otra vez a elegirlo a él en reemplazo de ella, es por decir lo menos un país pegado. Preferimos por lo visto girar en círculos que caminar en línea recta. Eso, que puede hablar bien de la prudencia nacional, porque de los arrepentidos es el Reino de los Cielos, la verdad es que coloca muchos interrogantes sobre la calidad de la brújula que estamos utilizando como país para ir adonde queramos llegar.
Parece que no sabemos muy bien qué queremos. O que somos demasiado volubles. El mismo país que se cansó de veinte años de Concertación eligió el 2010 a Piñera para sacudir el árbol y volver a poner la economía en movimiento. Cuando su gobierno estaba en eso, se tejió una leyenda mesiánica en torno al regreso imparable de Michelle Bachelet, gran triunfadora, y cuando al año de su segundo mandato esa leyenda se vino abajo, Piñera ha vuelto a reaparecer. No hay vuelta que darle: en Chile los liderazgos se repiten y, sin querer queriendo, la discusión sobre el recambio de las dirigencias políticas queda un poco descolocada, si es que no derechamente en vergüenza.
Chile tuvo a partir del retorno a la democracia una dirigencia política robusta y muy estable que en gran medida se apernó en sus responsabilidades, posiciones y cargos por obra del sistema binominal. Efectivamente el sistema electoral restringió durante décadas la competencia, le dio poco tiraje a la chimenea y congeló en el tiempo una nomenklatura que, para bien o para mal, pasó a convertirse en una prueba irrecusable de la falta de representatividad de nuestra democracia.
Ese factor, unido al anquilosamiento y al financiamiento irregular de los partidos políticos, hizo el resto. Con todo, las normas sobre transparencia y democracia interna de las colectividades políticas en alguna medida están ayudando a desbloquear el sistema. A lo mejor no precisamente en la dirección que se esperaba, pero sí, en cualquier caso, librando a los partidos del control fáctico que ejercían sobre ellos sus caciques y trenzas de poder más tradicionales.
Así y todo, si se pusiera a un lado una imagen de la sociedad chilena y al otro una imagen de los partidos sería bastante fácil establecer que en los últimos veinte años la imagen de la sociedad ha cambiado muchísimo más que la de los partidos. No hay duda que eso tiene una parte buena, puesto que indicaría que en Chile los partidos corresponden a sensibilidades y corrientes de opinión que se entroncan con la historia, que son proyectos que tienen representatividad y que no se arman o desarman de la noche a la mañana ni en función de coyunturas bastardas. Pero ahí, en ese inmovilismo, también se incuba un problema porque un sistema de partidos disecado y poco receptivo a los cambios que experimenta la sociedad corre el serio riesgo de terminar representando poco y pedaleando en banda.
La discusión sobre la falta de renovación de los liderazgos políticos en Chile da literalmente para todo: da para la lírica del servicio público, da para la épica de una juventud que se acerca a tomar en sus manos el destino del país, da para recriminar a los viejos que se eternizaron en los partidos y da también buenas razones para amonestar a jóvenes timoratos que tampoco se atrevieron a corretearlos a palos.
La derecha tradicional
El último quinquenio ha sido un período duro para las maquinarias de poder instaladas en los partidos. Posiblemente las de la UDI fueron las que en un momento se llevaron la peor parte, cuando diversos desencuentros internos golpearon a los coroneles que estaban a cargo de la colectividad desde el asesinato de Jaime Guzmán y cuando luego la bomba del caso Penta estalló en la sala de máquinas del partido. Para sorpresa de todos, sin embargo, la UDI, bajo la contenida conducción del senador Hernán Larraín, terminó resistiendo el embate y no tuvo un mal desempeño en la elección municipal del año pasado. Después cambió democráticamente su directiva y por un instante pareció que el diputado Jaime Bellolio, uno de los parlamentarios jóvenes con mayor futuro político en opinión de la cátedra, iba a ser capaz de abrir de par en par las puertas de la renovación. Al final ganaron con holgura los viejos tercios y ahí está Jacqueline van Rysselberghe proyectando una imagen de dureza comisaria no muy diferente de la que tuvo el partido en los largos períodos en que prefirió atrincherarse.
El cuadro en Renovación Nacional es más difuso. La mala relación que tuvo el partido con el gobierno de Piñera mientras lo presidió Carlos Larraín tuvo costos que se hicieron sentir durante y después. Durante, porque la colectividad -que en principio era heredera del tronco de la antigua derecha liberal- se desperfiló. Y después, porque por muy fracasada que haya sido la deserción de los parlamentarios que se fueron a Amplitud, la tienda de Antonio Varas igual tuvo que resistir el golpe. Hoy todos reconocen que hubo culpas de lado y lado en los encontrones con La Moneda. El diputado Cristian Monkeberg, que sucedió a Larraín, que es joven y tiene más carácter del que se cree, ha estado haciendo control de daños y jugándosela por poner orden en Chile Vamos. En eso le ha ido bien. Pero su tarea no ha sido fácil. Un partido del que se sale un senador porque se le ocurre y al que vuelve semanas después como si nada, corre el serio peligro de la ingravidez. Transmite una mala señal: fuera, no es mucho lo que se pierde; dentro, tampoco es mucho lo que se gana.
La centroizquierda
En la Democracia Cristiana el tiempo ha profundizado la distancia entre las distintas facciones. Si el mapa interno de la colectividad durante largo tiempo se explicó a partir de una pugna entre "gutistas" y "chascones", hoy las cosas son bastante más complicadas que eso. Una parte del alma de la DC todavía está en la vieja Concertación y hay otra, de matriz bacheletista, que se niega a dar por fracasada la experiencia de la Nueva Mayoría. Probablemente en ningún otro partido la sombra de los mayores -de Foxley a Pérez Yoma, de Genaro Arriagada a Andrés Zaldívar, de Cortázar a Soledad Alvear- es tan potente como en la DC. En ningún otro, también, la generación de reemplazo -de Claudio Orrego a Ignacio Walker, de Aldo Cornejo a Carolina Goic- es más deslucida. La DC anda en busca de su identidad. Le incomoda el gobierno de Bachelet pero sigue ahí. Se cansó de la Nueva Mayoría pero no sabe muy bien hacia dónde ir.
Fue en el Partido Socialista donde tuvo lugar con el G-90, el grupo de fuerzas especiales que comandó Rodrigo Peñailillo desde el Ministerio del Interior, el experimento más arriesgado de renovación del partido. Más que en un reemplazo de las cúpulas, el operativo consistió en un rito de abjuración de lo que significaron los 20 años en que la colectividad constituyó con la DC el eje de la centroizquierda concertacionista. El desenlace es conocido: aunque ese proyecto no terminó bien, de todos modos desembocó este año en la elección de Alvaro Elizalde en la presidencia del PS y facilitó las cosas para que el comité central de la colectividad le clavara un puñal por la espalda a la candidatura de Ricardo Lagos. ¿Era esa la renovación que el partido estaba esperando? Quizás no. Para muchos, la salida del ex presidente Lagos del escenario político representa el capítulo final de la declinación política de la generación que llevó a cabo la transición, pero un político que bastante sabe de eso, como Andrés Zaldívar (81 años, hombre de siete vidas, ministro tanto de Frei Montalva como del primer gobierno de Bachelet, dos veces senador y candidato de nuevo al Senado por la región del Maule), podría tener muy buenas razones para poner en duda tanto dramatismo.
Junto con el Partido Comunista, donde nada de fondo puede cambiar, pero donde convive la inexpresividad de Guillermo Tellier con la simpatía irresistible de Karol Cariola, el Partido por la Democracia fue probablemente el que salió más indemne de las turbulencias del último tiempo. Pudo hacerlo porque, al margen de los cambios de directiva, las llaves de la colectividad nunca cambiaron de mano. Las sigue teniendo el senador Guido Girardi, uno de los más fuertes parlamentarios de las últimas legislaturas. Nada lo tumba. Los analistas podrán lamentar que un partido que nació por propósitos puramente instrumentales para el plebiscito del 88 haya malogrado la relajada promesa de liberalismo cívico que en algún momento llegó a encarnar desde la izquierda. Era una gran novedad entonces y probablemente habría seguido siéndolo después. Pero, sea por clientelismo, sea por olfato electoral, sea por saber reclutar oportunamente cacicazgos locales, el partido de todas maneras terminó calificando en su sector, en el parlamento y en el aparato público. Del PPD quizás nunca saldrán candidatos presidenciales de gran convocatoria, pero en sus bodegas hay materiales e insumos de control territorial que todo abanderado de izquierda en algún momento necesitará. Es cosa que golpee la puerta y vaya preparado para negociar.
Dos novedades
Descontados los casos del viejo Partido Radical en el oficialismo-que está teniendo un segundo, un tercer o un quinto aire con Alejandro Guillier, por haber sido la colectividad que lo apoyó en su campaña senatorial y la primera que lo proclamó como abanderado presidencial- y del PRI, en la oposición, partido centrista, regionalista, inspirado por Adolfo Zaldívar y de historia muy acontecida, al punto que estuvo disuelto y volvió a salir a flote, nada muy fresco ni muy importante, entonces, se ha movido en la política chilena reciente. Pero hay dos grandes excepciones. Son dos nuevas fuerzas prometedoras. Una es Revolución Democrática. Y la otra es Evópolis.
Liderada por el dirigente estudiantil de la UC y actual diputado Giorgio Jackson, Revolución Democrática dio sus primeros pasos en el Municipio de Providencia y cursó sus preparatorias en el Ministerio de Educación. Después el movimiento se sintió muy poco interpretado por el gobierno de Bachelet, se constituyó como partido y se transformó en uno de los principales ejes del Frente Amplio. Su gran objetivo es canalizar la indignación y las aspiraciones que levantaron el movimiento estudiantil y los movimientos sociales del 2011 y el principal reto que tiene -materia sobre la cual está en deuda- es incorporar a la institucionalidad política la participación de una juventud que desde hace años viene mirando con escepticismo, con distancia y con ciertos grados de aversión lo que ocurre en el espacio público. Si lo logra hacer, RD debiera ser una fuerza política importante en los próximos años. Pero para eso deberá trabajar en serio bastante más allá del espacio mediático y del mundo digital.
Evópoli vino a reivindicar en Chile Vamos un nicho que estaba vacante. El de un partido resueltamente liberal y que quiere lubricar con ideas, con testimonios, con discusión franca y con instrumentos más modernos los pesados engranajes de la derecha política chilena. Tuvo un desempeño auspicioso en las primarias -Felipe Kast prácticamente igualó la votación de Beatriz Sánchez-, hizo una campaña que motivó a un buen contingente de jóvenes en los distritos clásicos de la derecha, pero no cabe duda que requerirá de trabajo, energía y de mayor diversidad social y territorial para llegar donde quiere. Tendrá que cuidarse además de un pronóstico secuencial que suele ser fatal: primero Piñera, después Kast. De esos vaticinios están llenos los cementerios de la política chilena.
En la renovación generacional de la política chilena no llueve. Pero algo gotea. Ahora que el país irá por primera vez a una elección parlamentaria sin los cepos del sistema binominal podría ser el momento en que comiencen a aparecer caras nuevas. Podría: en absoluto hay que darlo por seguro. En estas materias a veces valen las verdades contraintuitivas. Por ejemplo, no deja de ser extraño que, no obstante haberse desmontado el sistema binominal, el centro político -para el que no hubo mucho espacio antes y que ahora están reivindicando la DC, Ciudadanos, el PRI y varias otras fuerzas entusiasmadas por el camino del medio- esté por estos días muy desdibujado. Mala cosa para esas expectativas. Hay que advertirlo: loterías como la que se sacó en Francia Enmanuel Macron y su gente no se ganan todos los días.
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