Columna de Francisco Pérez Mackenna: Crisis de la luz: culpas compartidas
“Afortunadamente, el planteamiento de una empresa estatal ha sido descartado por el gobierno. Proponer que se haga cargo del suministro eléctrico ese mismo Estado que en julio todavía no había entregado todos los útiles escolares esperados desde marzo en los colegios públicos, suena a quimera. Dicha propuesta, eso sí, nos recuerda que estamos frente a un problema espinudo (”wicked”), donde las personas incorporan sus valores morales y políticos subjetivos”.
A dos semanas de desatada la crisis por la interrupción del suministro de electricidad que afectó a cientos de miles de personas en el país, llama la atención la falta de mea culpa por parte de las empresas frente a la prolongada ausencia de reposición del servicio. Esta ausencia de autocrítica da cuenta, o de una completa indolencia por la situación de sus clientes, o de temor legal por eventuales contingencias civiles, o de la autopercepción de que no son ellas las causantes del problema. Sin embargo, aunque hay también responsabilidades del regulador y otras autoridades, ciertamente hacerse cargo de su parte en la crisis y resolverla es tarea medular de las compañías.
Hay cinco pasos esenciales detrás de una genuina actitud responsable (“accountable”) frente a un problema operativo que ha provocado un daño a terceros: reconocer las faltas, informar a los afectados, disculparse, reparar el mal causado y modificar el comportamiento futuro. Hacerse cargo no se limita a una confesión ni mucho menos al acto de buscar a otros para transferirles la culpa. La responsabilidad es un ecosistema proactivo que requiere de autorreflexión para entender qué se ha hecho mal y cómo corregir.
Nada más lejos de ello es lo que se desprende de las declaraciones de una compañía perteneciente a una gran empresa estatal extranjera, que en Chile atiende a 3,2 millones de usuarios, cuando, frente al drama de miles de clientes sin servicio, afirmó que se querellarán contra los privados “dueños de los árboles” que cayeron sobre redes eléctricas, bajo el supuesto de que habiendo sido notificados debieron haberlos “retirado” y no lo hicieron. Creer y afirmar, en medio de la crisis, que basta notificar un riesgo para eludir responsabilidades, solo refuerza innecesariamente el sentimiento de rabia ciudadana.
Lo propio ocurrió con la acción de otra empresa, cuando anunciaba a través de distintos canales de atención una pronta normalización de servicio a clientes, la que nunca llegaba, decepcionándolos una y otra vez, alargando por varios días la agonía. Según la literatura sobre gestión de crisis, ello refleja una elemental falta: el desconocimiento del nivel del daño y de la gravedad de la situación, y una completa incapacidad de cumplir sus promesas básicas de servicio, lo que impidió que los propios afectados tomaran acciones paliativas efectivas producto de esa desinformación.
Lo anterior no significa que toda la culpa de la crisis sea de las proveedoras. Que los cargos de la autoridad hayan sido ampliados a muchas empresas del sector da cuenta de un problema generalizado y, por tanto, sistémico. Primero, por lo inédito y extremo que resultó el fenómeno climático, de rara ocurrencia en nuestro medio y, segundo, por lo frágil de nuestra infraestructura y la aparente insuficiencia de los estándares de servicio definidos en la regulación vigente respecto de las expectativas de los usuarios. En ese sentido, una industria regulada, como la eléctrica, conlleva una responsabilidad también en la autoridad fiscalizadora.
Estándares de servicio más exigentes modifican la definición de empresa modelo y, consecuentemente, las tarifas necesarias para asegurar una rentabilidad mínima requerida a los inversionistas que se hagan cargo de otorgar un suministro más seguro. Ello no se ve tan simple de implementar en el caso de una industria que, por consideraciones políticas, desde la pandemia vio atrasados los reajustes tarifarios que la regulación indicaba.
Es mucho lo que se puede hacer en lo técnico para evitar nuevas experiencias amargas. Ellas van desde soterrar los cables, proyecto en extremo costoso, hasta la incorporación de medidores inteligentes y redes que permitan rápidamente mapear los puntos de corte. Ambas medidas elevarían las tarifas, por lo que definir dónde está el equilibrio entre seguridad y costo es una materia de política pública a resolver por las instituciones. Lo mínimo exigible, en cualquier caso, es que las empresas hagan un pronto diagnóstico de su situación de servicio, que lo comuniquen a la población y les informen confiablemente del tiempo que les demandará restaurarlo.
Afortunadamente, el planteamiento de una empresa estatal ha sido descartado por el gobierno. Proponer que se haga cargo del suministro eléctrico ese mismo Estado que en julio todavía no había entregado todos los útiles escolares esperados desde marzo en los colegios públicos, suena a quimera. Dicha propuesta, eso sí, nos recuerda que estamos frente a un problema espinudo (“wicked”), donde las personas incorporan sus valores morales y políticos subjetivos. Así los consensos no son simples, ya que el dilema no es entre alternativas verdaderas o falsas, sino mejores o peores, y todas implican costos relevantes.