Cineasta de la transición
Sólo por esa escena de los hombres bailando solos en un bar en "La frontera", Ricardo Larraín, quien murió esta semana, debería entrar con honores a cualquier historia del cine chileno.
Ricardo Larraín ha muerto y una parte de nosotros también. Eso pasa cuando los artistas conectan con su generación y su tiempo, y eso es lo que pasó cuando en octubre de 1991 se estrenó La frontera, su debut como director que coincidía con un país que volvía a la democracia y que se sacudía de sus temores.
La frontera era un eco de ese entusiasmo que suponía el regreso a la democracia, ese mismo espíritu que casi al final de los 90 mutaría en un país satisfecho de sí mismo, arribista incluso, que Larraín quiso retratar en la fallida y ambiciosa El entusiasmo. Este intento por hacerse cargo de la realidad no era aislado. Su película más personal y desconocida, el documental Pasos de baile, en que entrevistaba a ganadores del programa ochentero Baila domingo, era un puente entre el Chile de la dictadura y el Chile de esta democracia reciente.
Con su honestidad y sus desaciertos, y sin proponérselo, Ricardo Larraín se convirtió en el cineasta de la transición. Su carrera terminaría un poco como la transición chilena. Con gusto a poco, con un gran fracaso como fue El entusiasmo, tras lo cual Larraín se replegó en documentales y en telefilmes sin volver a alcanzar nunca ese primer éxito inicial.
Y aún así, la partida de Larraín ha dejado en evidencia que La frontera sigue siendo un referente ineludible del cine nacional. No sólo puso a Chile de nuevo en el mapa del cine mundial, sino que fue una bocanada de aire fresco. Recuerdo haberla visto en una función en el verano, en algunos de esos extintos cines de la calle Huérfanos, a sala llena y un poco asfixiada, pero aún así la película era un respiro y funcionaba como una extraña forma de terapia colectiva. Una experiencia única, sólo comparable a lo que fue ver años más tarde Palomita blanca y Machuca.
La película ponía en escena un rostro menos visible de la dictadura, el de los relegados políticos y los exiliados, conceptos ambos, para los que nacimos y nos criamos en ese tiempo, que eran casi teóricos, lejanos. Esos, que por tanto tiempo nos habían machacado que eran los enemigos del país, ahora tenían un rostro cercano y amigable, de un profesor de matemáticas, un tipo con inconfundible cara de chileno, como era Patricio Contreras.
Pero La frontera también tenía otros logros. Era un respiro también por esa escena de sexo catártico, con gozo y sin culpa, pocas veces visto en el cine chileno —incluso hasta ahora—, entre Patricio Contreras y Gloria Laso. Y era enigmática y desoladora a la vez por ese paisaje salvaje y desconocido —fotografiado por el gran Héctor Ríos—, con un Puerto Saavedra mítico, que había sido arrasado por un maremoto y que era la metáfora de lo que había pasado en el país.
Pocos han podido retratar —y filmar— la tristeza del chileno como Larraín. Sólo por esa escena de los hombres bailando solos en un bar, Ricardo Larraín debería entrar con honores a cualquier historia del cine chileno. La frontera representaba la soledad en que vivimos los chilenos, una vida protegida por una naturaleza agreste y tan traicionera como sus mismos habitantes. Esa soledad del sur, de las casas de madera, de la lluvia y la humedad. Una soledad que penetra y que cala los huesos. Porque más que una película política, La frontera era una travesía personal, una soledad más existencial que física, donde ese baile de los hombres solos era un momento de cine puro, una epifanía que pocos, muy pocos, llegan a filmar alguna vez en la vida.
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