Historia personal de Londres

Iain Sinclair es el narrador que mejor ha escrito, en las últimas décadas, sobre la capital inglesa. La ha recorrido en largas caminatas, ha registrado sus distintas mutaciones y se ha convertido en uno de sus observadores más lúcidos y críticos. Su obra, que ha empezado a traducirse al español, es una de las más originales y elogiadas del Reino Unido. Lo visitamos en su casa en Hackney y salimos a caminar por un Londres nevado junto a él.




El cuarto, dice, estaba tomado por pilas y pilas de libros que llegaban hasta el techo, en un desorden que sólo él, su dueño, podía entender. Las repisas blancas que ahora los cobijan le entregan una sensación de control sobre ellos que está aprendiendo a disfrutar.

Las piernas largas, eternas, empiezan en unos blue jeans gastados y terminan en unos calcetines de lana verde, gruesos como zapatos. Unas chalas de cuero los protegen de nada.

Iain Sinclair (Cardiff, 1943) dice que fue su mujer la que encargó la construcción del librero. Le gustaba su desorden, pero acomodar los libros le sirvió para encontrar algunos que pensaba perdidos, desaparecidos, como aquel Londres al que llegó a finales de los 60 y del que, con la publicación de su último libro The Last London, dejó de escribir para siempre.

Su casa está en Hackney, un barrio del nordeste de la capital inglesa que, como la mayoría de la zona, ha sido transformado por la gentrificación. Sinclair prende su MAC de escritorio y muestra un pequeño extracto del documental sobre su vida que está filmando Grant Gee (autor también de Patience (After Sebald), sobre el mítico escritor alemán y Meeting People is Easy, sobre Radiohead). Es un jueves de marzo y la Bestia del Este, el peor frente de mal tiempo que ha llegado en décadas al Reino Unido, tiene las calles cubiertas de un manto blanco poco común para una ciudad acostumbrada a las veredas mojadas pero no a las pistas de hielo.

—La nieve ha creado unas condiciones extrañas en Londres que me han dado la sensación de que las cosas volvían a ser como alguna vez fueron.

¿Cómo así?

—Ayer, por ejemplo, tenía que dar una charla en el museo Victoria and Albert, pero, debido a la nieve, se canceló. Me devolvía caminando por el barrio de Spitalfields, cuando comenzó a aparecer un aroma muy victoriano. Era el olor del humo, de la madera quemada: la gente había empezado a quemar cosas en las casas para calentarse. Y, por ese momento, pude oler Londres como alguna vez lo olí. Cuando llegué y trabajaba como jardinero, ese era el olor que sentías en invierno.

La charla ha sido larga y el clima está terrible. ¿No prefiere que salgamos a caminar otro día?

—No, mañana viajo a grabar a Escocia, por el documental, y luego tengo otras cosas que hacer. El tiempo apremia. Vamos—dice Sinclair, abrigando sus pies, cuyo kilometraje es incalculable, con unos gruesos bototos negros. Se pone un abrigo del mismo color, un jockey, también negro, y salimos.

Este es Hackney, el barrio donde vive Sinclair y del cual ha escrito innumerables veces.

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Si un lector hispanoamericano recién descubriera a Iain Sinclair (1943), se encontraría que en librerías se pueden conseguir tres libros traducidos de él recientemente:La ciudad de la desapariciones (2015), American Smoke. Viajes al final de la luz (2016) —ambos publicados por Alpha Decay en España— y Los ríos perdidos de Londres... (2016), que apareció en argentina por Fiordo. En esos libros nos encontramos con algunos de sus textos más importantes. Decimos textos a propósito, pues en ellos Sinclair mezcla la crónica con la poesía, el relato de viajes, la autobiografía, el ensayo, la crítica cultural, la psicogeografía y la vanguardia. No hay que olvidar eso: que su escritura viene del situacionismo, del punk, de la contracultura de los 60, de los beat, y sin embargo mucho de sus libros vanguardistas han encontrado numerosos lectores y se han convertido en superventas en Reino Unido. Libros en los que ha escrito en contra de las tranformaciones capitalistas de Londres, pero también sobre el gozo que le significó recorrer Estados Unidos en busca las huellas de la generación beat, o su deriva por Blanes mientras el fantasma de Bolaño lo ronda todo.

Leer a Iain Sinclair es comprender que las ciudades —y las largas caminatas que hacemos por ellas— siempre terminan hablando sobre nosotros: sobre lo que fuimos, sobre lo que quisimos ser y sobre lo que inevitablemente somos.

***

El viento es lo que mejor se escucha. Hoy no sólo silba: grita, empuja, exige. Las veredas están llenas de nieve y la gente intenta caminar por la calle para no resbalarse. Los ciclistas se pelean con los choferes de las micros. Las manos sin guantes se congelan. Sinclair camina, camina y señala.

—Salgo a caminar todos los días, a las 7 de la mañana. Recorro el barrio por una hora, siempre las mismas calles de Hackney. Así empiezo a hacer que mi sistema funcione de a poco. Lo prendo. Luego de un rato, el cuerpo y la mente están listos para empezar a trabajar.

Sinclair se detiene y señala una casa grande de ladrillos, que ocupa una esquina completa.

—Cuando me vine a vivir a este barrio, esta fue mi primera casa, la compartíamos entre varios.

¿Cuántos eran?

—No sabría decirte, dependía del día. A veces seis, otras quince. La mayoría venía de Irlanda del Norte a estudiar, a empezar una banda de rock, a comenzar un sueño.

¿Y eran todos artistas?

—Mmmm… mejor decir que intentaban serlo. Y eso nos unía: todos nos sentíamos fuera del sistema.

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Sinclair llegó a Londres desde Cardiff, Gales, con la idea de convertirse en cineasta. Para eso, se inscribió en la escuela de cine de Brixton. En sus ratos libres salía a caminar. Como vivía al sur del Támesis, caminaba hacia el otro lado, hacia el norte. Ahí se dio cuenta de lo inabarcable de la ciudad y, también, de que se escuchaba un latido: ese río que dividía la ciudad funcionaba también como su corazón, el corazón de una ciudad que estaba viva.

¿Qué es una ciudad para usted?

—Una alianza entre la codicia, el miedo y la necesidad. Un accidente que toma sentido. Un instrumento de control. Londres creció porque los romanos crearon la ciudad y fueron poniendo atractivos para atraer a las tribus que no se interesaban en su modo de vida. Construyeron un imán para traer a los que estaban al otro lado y, una vez que lo lograron, constituyeron un gobierno central. Una especie de ilusión. Londres se convierte en este lugar, y una vez que lo tienes, todos los que quieran triunfar en esta isla entera tienen que venir a acá y sobrevivir.

¿Cómo nace la idea de escribirla?

—Como la mayoría de lo que me ha pasado: por accidente. Terminé viviendo en este barrio con una comunidad de personas a la que le pareció interesante explorar el vecindario. Grabarlo, registrar sus cambios. Luego me cambié a esta casa, en 1970, y empecé a sacar fotos, a grabar pequeños videos sobre el diario vivir.

En ese tiempo, combinaba sus impulsos artísticos con distintos trabajos. El que más recuerda es el de jardinero, sobre todo porque le permitió conocer y escribir sobre la Christ Church, una iglesia anglicana erigida por el urbanista Nicholas Hawksmoor en el siglo XVIII, la que, según dice el mito, es parte de un pentáculo satánico trazado sobre el suelo de la ciudad. Mientras cortaba el pasto y fertilizaba las plantas, se dio cuenta de que esta iglesia, junto con otras, parecían conectadas entre sí. Una energía fluía entre estas construcciones llenas de signos arcanos.

The Last London es el último libro de Sinclair, su despedida de Londres. "Habla del fin de un ciclo de la ciudad. No es que Londres vaya a desaparecer, pero hoy es una entidad distinta", dice.

Se interesó entonces, en aquellos que habían intentado planificar la ciudad como una estructura social, cultural, arquitectónica, donde todo fluyera. Así nació Nicholas Hawksmoor, sus iglesias (1975), ese primer texto en el que describía la historia de estas construcciones, las teorías de su creador, y su obsesión por darle a Londres una estructura, puntos de referencia.

Fue el punto de partida. Siempre con Londres como telón de fondo, luego escribió sobre los gemelos Kray, dos mafiosos que gobernaron el este de la ciudad en los 70, y otros personajes que, para él, merecían un rol protagónico en la narrativa de la ciudad. Después vino un período donde escribió ficciones, aprovechando los horrores de la época victoriana, para hacer un paralelo con lo que veía que le estaban haciendo a su ciudad: comparaba los actos de Jack el Destripador con los de Margaret Thatcher, quien descuartizaba Londres a través de sus políticas de privatización y capitalismo salvaje.

—Con la irrupción de Margaret Thatcher, que burocratizó todo, los costos se dispararon. Un joven no puede vivir en Londres, a no ser que tenga padres ricos o algo así. Y eso te cambia radicalmente la naturaleza de la ciudad. Hoy es más desigual que nunca. Nunca había visto más gente durmiendo en las calles, y si vas a los suburbios, verás que todos los penthouses y mansiones nuevas están vacías. Estamos llenos de edificios sin utilizar.

¿Es peor el panorama de Londres en comparación al que lo recibió?

—Es crítico. Por eso mi último libro se llama The Last London, porque habla del fin de un ciclo de la ciudad. No es que Londres vaya a desaparecer, pero su naturaleza está tan conflictuada, que se ha convertido en una entidad completamente distinta. Las nuevas tecnologías te ofrecen alternativas. Pero es una manera distinta de pensar. Para mí es alienante, porque te separa de la ciudad sustancial. Me explico: hoy caminas googleando y haciendo cosas en tu teléfono. No miras los edificios, no miras a la gente, los detalles de las calles. Todas esas cosas que para mí crean la narrativa de una ciudad, hoy se están volviendo redundantes.

Pero también tiene ventajas.

—Claro. Es una ciudad más fácil, porque toda la información está ahí, no tienes que hacer ningún esfuerzo para conocerla, lo que creo que es fundamental para crear cualquier cosa. No digo que volvamos a las máquinas de escribir, no es eso… Pero ojo, que hoy hay gente que las está volviendo a usar por un tema de estilo, de onda retro. Quieren ocupar discos de vinilo, que las revistas luzcan como las de los 60… Hay una nostalgia de ese tiempo, de la libertad de esos años, cuando la vida era más barata y a la gente se le ocurrían ideas mejores, más radicales, por el contexto en el que vivían. Hoy hay una sensación de que todo está hecho, entonces hay que volver atrás. Así que lo único que podemos hacer es ocupar máquinas de escribir e intentar que se vean cool.

¿No es un poco ridículo?

—Es un poco ridículo, sí. Pero también divertido. Hasta tierno, te diría.

Estos son los tres libros de Sinclair que se tradujeron recientemente.

***

Sinclair sigue parado fuera de la primera casa que habitó en Hackney. Para él, una de las cosas buenas del barrio es que permite ver el paso del tiempo por la ciudad. Están las casas que aún muestran signos de los bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, y están también los edificios nuevos.

¿Cómo ha cambiado la ciudad desde que comenzó a escribirla?

—Brutalmente, y cada vez más rápido. La ciudad que yo comencé a escribir estaba en escombros, se estaba armando luego de la Segunda Guerra Mundial. Ese era el espíritu. Todavía quedaban rastros del bombardeo, sobre todo en las zonas alrededor del río.  Y aunque todo ha cambiado, aún quedan pequeñas pruebas; al final de la cuadra, por ejemplo, hay unas pequeñas cabañas que aún sobreviven, y que funcionaron como refugios temporales en esos tiempos. Pero claro, hoy hay una energía distinta.

¿En qué se nota?

—En que ya no somos esa ciudad que recibía a todos, en la que podías hacer lo que te propusieras. Es cosa de ver los nuevos edificios esparcidos a ambos lados del río. Poco a poco construyen una ciudad de bloques a lo largo del Támesis. Y, la mayoría, vacíos.

¿Y eso es parte de una burbuja inmobiliaria o corresponde a una ética, a la visión de mundo de los que toman las decisiones?

—Londres terminó clasificándose a sí misma como un comercio, una industria, como el epicentro de un mundo de conexiones y finanzas, una lavandería de dinero, básicamente. Los oligarcas rusos saben que no hay mejor lugar para venir, que acá nadie los molestará.

¿Se siente el biógrafo de Londres?

—No, eso sería ambicioso. Yo intento escribir una especie de historia personal alineada con la historia de la ciudad, definiéndome a mí mismo en relación con ella. Londres es una entidad demasiado grande, no se puede pretender mostrar su pasado como un museo. No es así como la veo.

¿Y cómo la ve?

—Como una bestia peligrosa con la que estás discutiendo constantemente, que te intenta escupir, echar. El tema es que hay víctimas de esta bestia que son muy interesantes, con las que intento entrar en diálogo. Está la figura del poeta William Blake, de Daniel Defoe. Si caminas unas cuadras, de hecho, te encuentras con sus tumbas. Era gente que no estaba de acuerdo con cómo se hacían las cosas, y que lucharon contra ello. Eso es lo que me interesa de Londres, darles protagonismo a estas figuras.

J.G Ballard decía que las ciudades terminarían siendo containers de personas, sin personalidad. ¿Eso le pasó a Londres?

—No tengo idea. Creo que la personalidad de la ciudad se fue filtrando, de a poco. Pasamos por algún punto crítico, en un punto determinado de la historia, donde la personalidad de Londres, perversa y difícil, pero también emocionante, cambiante, brutal, se fue, claramente.

¿Será que hay que temerle al concepto moderno, quizás más neoliberal, de éxito?

—Quien saborea el éxito tiene que saber que es sólo un estado previo al fracaso. Hay una definición capitalista del éxito, donde la gente tiene muchas más cosas que antes, ¿pero a qué costo? ¿A costa de nuestra salud mental? Al final no hay éxito como tal.

La época sobre la que ha escrito fue la misma en la cual se dieron las condiciones para que nacieran David Bowie, los Sex Pistols, The Clash. ¿Eso ya fue?

—Sí, no volverá a darse. En Londres se dio que era una ciudad tan pobre y el panorama post Segunda Guerra era tan gris, que había tanto aburrimiento en los suburbios, que la gente comenzó a crear. En los suburbios había mucha frustración, y esa frustración se convirtió en energía. Fue David Bowie, fueron los Stones. Porque eran lugares muy aburridos, no había nada. Entonces todos estos tipos vinieron a los clubes de Londres, encontraron tiendas de discos con música estadounidense, y se dio todo lo necesario para crear cultura. Pero esa situación no duró mucho porque los lugares donde vivían se pusieron muy caros. Ya no existe la libertad que había para empezar un propio club, por lo tanto no hay tantos lugares donde ir a tocar y empezar a juntar seguidores. Los jóvenes estaban excitados porque también estaban frustrados, no querían ser como sus padres. Veían que estaban siguiendo el mismo camino, usando sus mismas ropas cuando, de repente, aparecen estos tipos que cambian todo.

Necesitaban héroes.

—Exacto.

—Hablábamos de un punto en la historia donde cambió todo. Usted ha dicho que con el mandato de Thatcher la codicia se convirtió en algo bueno, se creó un culto al trabajo. ¿Cree que el Brexit es su gran legado?

—Sin ninguna duda. Es como un Game Over. Porque Theresa May es una especie de fantasma de cera, una versión pálida de Thatcher que no se acerca en nada a ella. Pero combinada con Boris Johnson obtienes a Thatcher. Tienes a este tipo dominante, que habla tonterías todo el tiempo, y a esta mujer que quiere mantener el poder, pero no tiene capacidad. Hoy los políticos dejaron de ser entidades, sólo son reflejos de sus departamentos de relaciones públicas. No existen.

El Brexit es una especie de no-idea. Era un viejo instinto escondido entre la gente, que se tendía a evitar: el miedo a los que entran y nos quieren explotar, el odio a la burocracia que se traga nuestro dinero. Pero ahora será peor: perderemos la conexión con Europa, la capacidad de movernos libremente. Era mucho más fácil resolverlo con ellos que solos. Nos convertiremos en un lugar aún más cómodo para los carteles de drogas, para los lavadores de dinero, para los oligarcas y los dictadores.

¿Un poco como Suiza?

—En ciertos aspectos, claro. Una ciudad de banqueros. Seremos el país de los banqueros.

Avanazamos en nuestra caminata. El viento. El viento y la nieve lo impiden. No hay que caerse, menos dejarse botar, pero avanzamos.

¿Esta es la caminata que hace todos los días?

—No, yo camino para el otro lado. Vamos por acá para dejarte en el tren: si te devuelves en bus, no llegarás nunca a tu casa. Es muy lento.

***

La obsesión por trazar mapas viene de su infancia, cuando pasaba tardes completas leyendo cartografía, bitácoras de viaje. Había una en particular que le gustaba, publicada en 1894. Su autor era un experto escocés en plantaciones de café enviado por la Corporación Peruana de Londres al sur del Amazonas, donde habían comprado tierras luego de la guerra del Pacífico. El tipo, con mucho tiempo libre, comenzó a hacer fotografías, expediciones y dibujos y convenció a los indígenas de construir balsas para explorar juntos el río, la misma ruta ocupada años después por Fitzcarraldo en la película de Werner Herzog. Con el tiempo, Sinclair se dio cuenta de que este tipo era su tatara-tatara-tatara-tatara abuelo y que tenía un estilo de escritura muy parecido al suyo: enérgico, pero cínico, burlón con los curas católicos misioneros que conoció en Perú y que, precisamente, bien no se portaban. Esto ocupa su tiempo ahora: la planificación de este viaje, volver sobre la ruta de su antepasado.

"Ya no somos esa ciudad que recibía a todos, en la que podías hacer lo que te propusieras. Esta ciudad es como una bestia peligrosa con la que estás discutiendo constantemente, que te intenta echar".

—Me interesa porque, antes de la llegada de estos escoceses, los indígenas no tenían un sentido de la historia, ni pasado ni futuro. Juntos fueron conociendo y desarrollando una visión del mundo. Me tiene realmente intrigado. Pero me falta aprender mejor español. Quizás a fines de este año podré hacer ese viaje.

Su conexión con Latinoamérica no termina ahí. También habla mucho de Roberto Bolaño, un autor al que le ha dedicado varias páginas.

—Sí, totalmente. De Bolaño me interesa la forma en cómo él trataba los mitos y las verdades y los mezclaba con su propia vida. Así generaba estas proyecciones ficticias. Su lectura me hizo mucho sentido con mi búsqueda. Empecé con Los detectives salvajes y no paré. Me interesa su relación con la migración. Su paso por la Ciudad de México, Barcelona, París, todo eso. En el sentido de esta migración presente, viviendo en un constante exilio y jugando con su pasado para crear.

¿Cree que él era un escritor anclado en los lugares o que, precisamente, su gracia era que no escribía desde ninguna parte?

—Yo creo que él sí habitaba los espacios, pero lo siento como un apátrida. Porque en los lugares donde él debía estar, no estaba. Podría haber pertenecido a Chile, a México, haberlo hecho permanente, pero no lo hizo. No, él prefería el movimiento, ser errante.

Al final, lo contrario a lo que usted ha hecho.

—Y eso es lo que tanto me atrae.

***

Iain Sinclair, cuya voz tiembla con el frío, dice que si él me asesinara en este mismo instante, nadie haría nada. Nadie vendría a buscarme. También me dice que no me preocupe porque, en un futuro juicio, estaría todo grabado, habría un video que lo incriminaría. Estamos en una explanada de unos cien metros cuadrados, rodeados por cámaras de seguridad. Alrededor, edificios nuevos con carteles de "Se arrienda" completan el paisaje.

"Bolaño es un autor que me interesa mucho. Empecé con Los detectives salvajes y no paré. Vivió siempre en un constante exilio y jugando con su pasado para crear".

—Cuando ocurrió el bombardeo del metro acá, en 2015, quedó todo grabado. ¿Pero de qué sirvió? Si sólo lo pudieron ver después, cuando la gente ya estaba muerta. Acá llenaron de cámaras para terminar con el tráfico de drogas en lugares públicos y, ¿qué pasó? Empezaron a traficar en los edificios. Hace poco mataron a un estudiante que se quejó del ruido que hacían. Lo acuchillaron. Crearon un dispositivo para prevenir el delito, pero al final lo que hicieron fue crear más crimen.

Sigue, esta vez no se detiene.

—Mira, ahí antes había un teatro antiguo, de la época victoriana, precioso. Lo construyeron como un centro de entretención, luego fue un salón de música, después en 1920 un cine, más tarde un punto de encuentro para los amantes de la música negra. Cada generación fue usando y adaptando este edificio. Pero luego vinieron los años olímpicos y las autoridades dijeron: necesitamos hacer una estación de buses que lleve a la gente al estadio. Y mira, ¡no lo usa nadie! Este es el nuevo Londres.

Leí en una entrevista que usted estaba consciente de que el tiempo se le está acabando. ¿Cómo influye eso en esta búsqueda de su esencia en la ciudad?

—Bueno, obviamente se me está acabando. Entonces tengo que elegir cuidadosamente en qué proyectos puedo involucrarme. No estoy buscando de forma desesperada producir una obra maestra final. Simplemente se trata de lo que ya he hecho y de que sigo pensando que el sujeto y la vida están interconectados y que en esta ciudad es cada vez más difícil encontrar esas conexiones. Hoy es un lugar distinto, un Londres perdido... Bueno, llegamos a la estación—dice—. Sirvió para mostrarte el nuevo Hackney. Lamentablemente, el clima no nos permitió un recorrido mejor.

Sinclair recibe una edición del London Evening Standard, el diario gratuito que se reparte en las estaciones por la tarde, y lee el titular en voz alta: "Cientos de colegios cerrados, primera alerta roja por clima, se puede acabar el gas: LONDRES APAGADO".

Se ríe, se mete las manos en el chaquetón y se va. Caminando.

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