Bernabé Bazán: "Levanté un refugio para 50 venezolanos"
"Algunos llegaban y les preguntaba cómo habían tenido mi número o la dirección del lugar, muchos me decían que se pasaban el dato en páginas de Facebook de venezolanos en Chile o en los mismos buses. También me decían que algunas recepcionistas de hoteles en el centro les decían que vinieran para acá, en vez de dormir en la calle".
Ser pastor fue un llamado que sentí desde pequeño. No conozco a mi papá y siempre crecí viendo a un tío cristiano, también es pastor, como figura paterna. Por eso, cuando me preguntaban qué quería ser cuando grande, ya se imaginarán lo que respondía.
Para ser sincero, tomé la decisión de convertirme en religioso sin saber en lo que me estaba metiendo. Le tengo amor a Dios y he vivido muchas cosas buenas, pero es una profesión que se sufre harto. Amas mucho a las personas y a veces se reciben malas respuestas. El oficio pastoral es como una carrera interna del corazón.
Hace cuatro años, mientras estaba en un retiro espiritual, conocí a David, un joven drogadicto que vivía en la calle. Cuando me contó su historia, me dijo que no podía volver a su casa porque el barrio donde vivía lo obligaba a portarse mal. Con mi mujer y mis dos hijas decidimos recibirlo en nuestra casa, para que se rehabilitara con nosotros. Él pudo salir adelante y se lo contó a sus amigos. En menos de tres meses tenía a otras ocho personas más en mi casa, todos buscando la misma ayuda.
Pero como Dios pone pruebas en la vida, un invierno, mientras llovía muy fuerte, el techo de la ampliación de mi casa colapsó y no tuve dónde alojar a estas personas. Los llevé a la Iglesia CAP (Centro Apostólico Profético) más cercana a mi casa. A la iglesia comenzaron a llegar más refugiados hasta tener 27. Recibimos a los primeros extranjeros. Colombianos, bolivianos, brasileros, siempre relacionados con la droga. La mayoría de ellos estaba arrancando de problemas delictuales de su país.
La situación en la iglesia con tantas personas se volvió insostenible y tuve que buscar un nuevo lugar para los refugiados. Hace dos años encontré un terreno lleno de escombros, pero muy grande y cerca de la iglesia, aquí en Puente Alto. Ahí podía construir el refugio. Cuesta un millón 400 mil pesos al mes y en frente tiene dos locales que el dueño me permite sub-arrendar. Por supuesto que no me alcanza, pero siempre recibimos ayuda entre los que viven acá y de otros para lograr el dinero.
Con tablas, madera y materiales donados por construcciones cercanas comenzamos a levantar algunas piezas. Quedó listo para recibir a 30 personas. Partir en este nuevo terreno significaba también poner nuevas reglas: al recibir gente en rehabilitación, no permitiríamos que llegaran drogados o ebrios. En esos días recibí un mensaje en mi Facebook de un pastor de Venezuela: me pedía ayuda para recibir a una persona de su país. Él no tenía problemas de drogas, sólo necesitaba un lugar donde dormir. Dije que sí. Rápidamente se comenzó a correr la voz de que existía este refugio y llegaron ocho venezolanos más. Los acepté porque en la calle había -3 grados y uno de ellos estaba con mucha fiebre.
En un comienzo, la relación entre los venezolanos y los que se rehabilitaban fue tensa. Eran como los "buenos" y los "malos". Pero el tiempo hizo lo suyo y en pocas semanas ya todos eran amigos. Las reglas también hicieron lo suyo, ya que algunos rehabilitados no las respetaban y teníamos que expulsarlos. Muchos no volvían, entonces se abría un cupo y los venezolanos les comentaban a sus compatriotas que había espacios disponibles.
Sin darme cuenta y sin elegirlo, el refugio pasó de ser un lugar de rehabilitación a una casa para venezolanos. Algunos llegaban y les preguntaba cómo habían obtenido mi número o la dirección; me decían que se pasaban el dato en Facebook de venezolanos en Chile o en los mismos buses. También que algunas recepcionistas de hoteles en el centro les decían que vinieran acá, en vez de dormir en la calle. Otro me dijo que le habían dado el dato en Perú. Así, el lugar se hizo muy conocido en esa nacionalidad. Me han criticado que debería recibir sólo a chilenos y yo les digo que nosotros somos la iglesia, que trabajamos la palabra de Dios y Él dice que tiene afectos y cercanía con las viudas, los huérfanos y los extranjeros.
Muchos venezolanos llegan en muy mal estado, niños a los que se le ven los huesos. Ellos me cuentan sus historias conmovedoras. Me explican que la situación política, economía y de seguridad en su país es muy inestable. Que para comprar un pollo tienen que juntar 10 sueldos mínimos, que la inflación está sobre el dos mil por ciento y nadie puede comprar comida. A muchos los han matado por robarles un celular.
Aquí la mayoría tiene que trabajar en una construcción o haciendo aseo, pese a que muchos tienen profesiones. Algunos son ingenieros, abogados, arquitectos, licenciados en administración, contadores. Tenemos un médico que limpia baños. Todos aceptan cualquier trabajo porque necesitan el dinero; con 10 o 20 mil pesos que manden a sus familias en Venezuela, allá compran comida para un mes. Por eso, Chile es un paraíso para ellos, les alcanza para vivir acá y mantener a sus familias allá.
De la nada, con mis propias manos y la ayuda de otras, hoy tengo un refugio con 50 venezolanos en Puente Alto. Son 9 mujeres, un recién nacido, 7 niños, tres adolescentes y el resto son adultos hombres. Junto con el arriendo, mensualmente gastamos 300 mil pesos en luz y agua. Para todos hay un baño, una ducha y una cocina. Son 11 piezas, pero sólo 7 están habitables. Semanalmente, a cada uno le entregamos una bolsa con alimentos. Se prioriza a los que aún no encuentran un trabajo. Los que sí trabajan, aportan con dinero para mantener el lugar.
Todas las semanas me escriben cerca de 150 venezolanos pidiéndome refugio, pero realmente no tengo dónde recibirlos. Me agregan a grupos de WhatsApp de personas que no conozco, pidiéndome un lugar. Los otros refugiados también reciben mensajes. Si tuviera 100 camas, en dos días las llenaría.
Hemos recibido mucha ayuda de los vecinos, la mayoría de forma anónima. Nos llega mercadería, bolsas de arroz, porotos y hasta pizzas. La verdad es que comida nunca nos va a faltar, siempre recibimos; lo que necesitamos es poder ampliar las piezas y construir un segundo baño. No puedo tener a 50 personas con una ducha y un WC.
Las municipalidades también nos han ayudado, pero siempre a su ritmo protocolar. El invierno pasado fui a pedirles plásticos para poner en los techos porque se venían las lluvias y me dijeron que en 15 días me respondían. Hace unas semanas, una concejala visitó el refugio y me reclamó por tener a más de 8 personas durmiendo en una pieza. Le dije que por qué mejor se los llevaba a dormir a su casa. Me criticaba por no tener más camas y eso lo sé, me acuesto y me despierto pensando en que me faltan camarotes. En ese momento me puse a llorar y le pedí que por favor cerrara el refugio porque yo, como cristiano, no tengo el valor para hacerlo. Le expliqué que quería dormir tranquilo y que dejaba todo en sus manos. Ella reaccionó y prometió ayudarme. Hoy miro el refugio, aún con un baño y con más venezolanos por venir, y pienso que realmente no lo puedo cerrar. Si lo hicieran, lo único que pregunto es que, si no lo hago yo, ¿quién los recibirá?
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