Columna de Constanza Michelson: Hongos en el fin del mundo

Dicen que Matsutake es lo primero que creció tras la bomba de Hiroshima. Según Anna Tsing, este hongo es el modelo de cómo lo humano podría vivir estos tiempos: buscando vida entre las ruinas.


Si tuviera que decir qué hora del día es esta época, diría que mediodía, por la violencia de su luz. Todo se ve, incluso el mal es transparente; tanto, que entonces pasa por banalidad.

Quizás sea la velocidad del tiempo actual, que sólo sustituye lo nuevo por lo más nuevo, pero al final se trata de una aceleración que deja todo igual. Más moderno, pero igual. Esa es la potencia homogeneizadora del capitalismo. Algunos sostienen que en realidad hace treinta años que no pasa nada: se reestrenan los libretos que ya han sido representados como si fuera la primera vez, como seres sin historia que prometen que esta vez sí que sí, que su generación cambiará esto de una vez. Y no sólo se vuelven a hacer las mismas cosas, sino que en el esfuerzo de que parezcan nuevas se deben hiperrealizar. Con show.

Pese a este loop infernal, persiste esa idea irritante de que son los jóvenes quienes vienen mejor, que ellos nos salvarán. (Quizás lo hagan; aunque veo que estos tiempos crean activistas, pero también suicidas). Greta Thunberg, no ella, sino el espectáculo lloricón que se ha montado en torno a ella, es un buen ejemplo. ¿Y Berta Cáceres? ¿Y Macarena Valdés?, ambas activistas latinoamericanas que perdieron la vida en su lucha, y muchos otros: ¿qué pasa con esas historias que entonces el fenómeno Greta parece tan inédito? Que los focos iluminen a la niña nórdica, tiene la misma sintaxis del héroe colonial. No hay nada nuevo en eso.

Es que la fe en lo nuevo es otra violencia de la luz. No podemos ver lo que hay que conservar. La palabra misma está secuestrada en lo peor, lo conservador se nos hace sinónimo de varias fobias y segregaciones. Pero si al capitalismo lo definimos en último término como un proyecto que está permanentemente rompiendo límites: entonces cosas como las solidaridades, los cuidados, son un conservar que es resistencia. Existen las cooperaciones inesperadas, las amistades gratuitas para salvar la vida, sin heroísmos, ni focos, ni militancias narcisistas (buscar en internet sobre "almas veganas": rescatan gallinas de gallos "violadores". No es broma).

No es nada nuevo, existen unos deseos obstinados que, pese a todo, buscan perpetuar la vida. Quienes generalmente lo han hecho son las mujeres. Se han encargado de los cuidados y de dar continuidad a la especie y a la tierra. Las mujeres no son modernas, ni antiguas, no son una moda, son milenarias.

Según la ONU, el 80% de las recolectoras de agua en las zonas secas en Latinoamérica son mujeres. En Quebrada de Castro, una localidad rural de Petorca, dependen hace diez años de camiones aljibes. Son ellas las que se hacen cargo de esta labor y se han organizado para que sus vecinos, sus animales y su tierra estén bien. No lo reconocen como un trabajo, sino como asuntos de su vida doméstica y aunque son las encargadas de gestionar el agua, no son consideradas como actores políticos que puedan tener incidencia en las decisiones. Esto es lo que Rita Segato llama politicidad femenina: una gestión de la vida a través de la vincularidad y que las mujeres han hecho desde siempre más allá de las reglas de los Estados. Desde siempre han inventado formas para organizarse. Pero estas prácticas han quedado relegadas en la modernidad como asuntos domésticos, e incluso a veces estas gestiones son rechazadas por la burocracia del orden estatal.

Hay política en lo doméstico. El cuidado, lejos de ser una cuestión ingenua y buenista, es algo controversial: ¿A quién se cuida?, ¿a los locales o a los inmigrantes?, ¿a los endeudados o a los bancos?, ¿a los bosques o la industria? El cuidado se debe rescatar como categoría política.

Como sea, ¿qué logrará vivir en el desastre que hemos hecho?

Matsutake es el nombre de un hongo que crece en los bosques arrasados del hemisferio norte. Dicen que es lo primero que creció tras la bomba de Hiroshima. Según Anna Tsing, este hongo es el modelo de cómo lo humano podría vivir en tiempos de destrucción del espacio: buscando vida entre las ruinas. La supervivencia colaborativa es la única manera de sobrevivir y está hecha de puro deseo, que no es sino una pequeña lucecita que se resiste a la violencia de la luz de la política espectáculo.

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