Columna de Rita Cox: Le ponen color
En cuestión de días, la ultraderecha de Bolsonaro desplegó una delirante declaración de principios sobre estética, con los colores como primer código a reconsiderar. Una lógica que obliga a retroceder casi 60 años en la sensibilidad de las libertades individuales expresada en el vestir.
El primer párrafo de lo que podría considerarse el nuevo manifiesto género-cromático del gobierno de Bolsonaro lo dio su ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos. La pastora evangélica y abogada Damares Alves, durante la toma de posesión de su cargo, a principios de mes, lanzó el imborrable "es una nueva era en Brasil: los niños visten de azul y las niñas de rosa". Después apareció el cantante Caetano Veloso (amigo y colaborador de Almodóvar, el más rosa de los cineastas) contraatacando con un tuit que lo mostraba con una polera casi fucsia y en que se leía "los niños visten de rosa". El hashtag de la ofensiva fue #cornaotemgenero (el color no tiene género), convención a la que creíamos haber llegado hace rato en buena parte del mundo occidental-urbano, si consideramos un simple vitrineo por tiendas de ropa. Esto, a pesar de que un sinnúmero de productos de consumo de mujeres -packing de toallas higiénicas, desodorantes, afeitadoras- aún usen el rosado para vender feminidad.
Las palabras de Alves fueron un ataque a uno de los gestos más determinantes de las madres feministas de los 60 que, rebelándose desde sus propias casas, comenzaron a vestir a sus hijas con los mismos colores que sus hijos. Una acción cotidiana y sistemática que provocó tal decaimiento en la demanda de prendas rosadas, que la cadena estadounidense Sears paró casi dos años la producción de piezas infantiles de ese tono, según el libro Pink and Blue: Telling the Boys from the Girls in America, de la historiadora del vestuario y académica Jo B. Paoletti.
La dictadura del azul-hombres y rosado-mujeres que la ministra de Bolsonaro osa reeditar emerge post Segunda Guerra Mundial, bajo criterios de moda y de producción. Antes, desde el siglo XIX hasta esa fecha, la arbitrariedad fue al revés: el rosa estaba destinado a los hombres, debido a su carácter fuerte, y el azul, considerado entonces más delicado, era para las mujeres. Más atrás, el blanco era para ambos sexos y aseguraba que las criaturas no crecieran "pervertidas", según Paoletti.
Las predilecciones cromáticas de la ministra son aún más violentas si se suman sus palabras de 2013 o 2014, también difundidas en un video, días después del episodio "azul-rosa". Allí, en una clínica de "restauración sexual", se le escucha decir que el sexo homosexual es una "aberración" y clasifica a gays y travestis de "enfermos". Es poco probable que Alves no haya sabido que en los campos de concentración nazis, donde a los prisioneros se les identificaba con un parche de color en sus ropas, un triángulo invertido rosado marcaba a los homosexuales. Un triángulo similar, pero negro, era para lesbianas y prostitutas. Recién en los 70 la comunidad LGTB resignificó ese trágico color.
El rojo también incomoda hoy en Brasil. Aunque el gigante del color Pantone ve en este un sinónimo de "emoción, dinamismo y calor", y es el tono de los logos de Coca-Cola, H&M, Nintendo o Netflix, para Jair Bolsonaro es igual a Partido de los Trabajadores (PT), el enemigo. Por eso, una vez que entró al Palacio de la Alvorada, habría mandado a sacar todas las sillas rojas -rojo socialista- para reemplazarlas por azules, de macho.
El rojo podría ser entonces una piedra de tope entre Bolsonaro y Piñera en una sobremesa: cómo olvidar esas parkas rojas que en 2010 el Mandatario estrenó junto a sus ministros.
Azul, rosado, rojo, la lista de lecturas quisquillosas e ideológicas que podrían hacerse es tan infinita como la cantidad de colores posibles. El problema aquí es prescindir de los matices y elegir el camino de la más básica de las radicalizaciones.
* Periodista
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