Sonata para dos torpedos
Los caminos del desarrollo científico y tecnológico suelen ser intrincados. La paz, la guerra, la música y la ciencia se mezclan en historias escalofriantes. La tecnología militar del torpedo dirigido, por ejemplo, está fuertemente ligada a la búsqueda de nuevos sonidos musicales. Es así como las vidas del fabricante de instrumentos Bartolomeo Cristofori, del compositor George Antheil, del inventor Louis Brennan y de la actriz Hedy Lamarr se vincularon de la manera más improbable.
Uno de los momentos estelares en la historia de la civilización occidental ocurrió cuando Paul McCartney interpretó el primer acorde de “Let it Be” posando sus manos en el piano de cola Blüthner. La canción, publicada hace cincuenta años, se transformó en un hito cultural y musical. Una pieza que nace en Londres, en un sueño de McCartney con su madre, y que viajó a través del tiempo y del espacio para invadir nuestras vidas con su poderosa melodía. En ocasiones olvidamos, sin embargo, que parte de ese poder también subyace en el armamento del que McCartney disponía bajo sus dedos.
El piano debe ser uno de los artefactos más perfectos, precisos y bellos creados por el hombre. Su historia comienza en los albores del siglo XVIII, de la mano del veneciano Bartolomeo Cristofori, creador del “piano-forte” (del italiano “suave-fuerte”), nombre completo del instrumento que describe el control que da al intérprete sobre el volumen de cada nota. Este se obtiene utilizando martillos que percuten sobre sus cuerdas. Los primeros pianos de Cristofori poco tenían que ver con los que se siguen fabricando hasta nuestros días. Dos siglos de desarrollos científicos y tecnológicos acompañaron la historia de este instrumento, que alcanzó su madurez a finales del siglo XIX, a través del trabajo de fabricantes tales como Julius Blüthner y Henry Steinway. Un piano de cola de la compañía Steinway & Sons consta de 12.116 piezas individuales, cada cual, una delicada pieza de ingeniería.
Una de las características sobresalientes de un piano moderno es la tensión de sus cuerdas. Cada una se somete a la misma tensión que experimentaría si colgáramos de ella a una persona de talla media. No es cosa fácil mantener esta tensión por tiempos prolongados, recibiendo además las fuertes embestidas propinadas por intérpretes apasionados. Sin ir más lejos, Beethoven era célebre por romper las cuerdas de los pianos de su época. La tensión de las cuerdas es esencial para conseguir el sonido del piano moderno, y la carrera por aumentar esa tensión durante el siglo XIX fue alimento para el desarrollo de aleaciones de acero cada vez más resistentes. El bastidor de acero del piano debe soportar la tensión de las 230 cuerdas que contiene, que en conjunto ejercen la fuerza necesaria para sostener un camión de bomberos cargado. La industria del alambre cambió para siempre gracias a los requerimientos del piano. Sus usos pasaron del instrumento a un sinnúmero de otras áreas como el cine, para suspender personas u objetos en el aire, para transmisiones telegráficas, como sustrato para las primeras grabaciones magnéticas e incluso para la fabricación de torpedos.
El primer torpedo dirigido que tuvo algún éxito fue obra de Louis Brennan, quien lo patentó en 1877. Era impulsado y maniobrado por alambres de piano enrollados en dos carretes que tenía montados en su interior. El operador tiraba de ellos utilizando una máquina a vapor y el torpedo podía avanzar hasta 2 kilómetros. Por supuesto, guiar torpedos con cables fue una estrategia rápidamente superada por la tecnología inalámbrica. El piano fue, nuevamente, protagonista de este desarrollo. Más precisamente la pianola, un piano que toca automáticamente, controlado por rollos de papel perforados en donde se codifica la partitura. El iconoclasta compositor y pianista estadounidense George Antheil fue uno de los primeros en notar las posibilidades artísticas de la pianola. Una de sus obras más conocidas, el Ballet Mécanique de 1924, fue concebida para 16 pianolas, pero no pudo estrenarla en vida con la orquestación original, ya que la sincronización de las pianolas en la sala de conciertos estaba más allá de las posibilidades tecnológicas de la época.
Antheil se mudó a Hollywood, en donde se ganaba la vida componiendo bandas sonoras. Allí conoció a la legendaria actriz Hedy Lamarr. Su amistad se sustentaba por el lado menos conocido de ambos: eran inventores. Ella tenía su propio laboratorio, en donde luego de las arduas sesiones de grabación en los estudios cinematográficos, ponía en práctica su genio autodidacta. Había aprendido mucho de tecnología militar escuchando conversaciones en su natal Viena, donde vivió con su primer esposo, un oscuro fabricante de armas. Fue en ese laboratorio donde concibió un original sistema de radiocomunicación entre el controlador y el torpedo. El diseño de Lamarr era genial porque evitaba ser detectado por el enemigo, además de ser inmune a cualquier intento de interferencia radial. Pero había un problema: requería sincronizar con precisión un mecanismo en el interior del torpedo con otro en el sistema de control.
Afortunadamente para ella, nadie en Estados Unidos había pensado más en mecanismos de sincronización que George Antheil. Juntos patentaron en 1942 el “sistema de comunicación secreta”, cuyas aplicaciones van mucho más allá que el control de torpedos. En la patente, 88 canales de comunicación -el número de teclas de un piano- se van turnando en la emisión de información, utilizando un sistema de papel perforado similar al de las pianolas, que se monta tanto en el emisor como en el receptor. Aunque no fue utilizado nunca en un conflicto bélico, el sistema de Lamarr y Antheil es una de las primeras realizaciones de una tecnología que utilizamos hasta hoy, el “salto de frecuencia”, ubicua en muchos sistemas de comunicación actuales, como el Wifi o el Bluetooth.
Esta historia es solo una de tantas en donde las fronteras entre el arte, la ciencia y la tecnología se hacen borrosas. En donde los intrincados caminos del intelecto humano, de la guerra y de la paz, se ponen de manifiesto. Historias que nos deberían convencer de que no podemos diseñar nuestros caminos al futuro. Que todo se mezcla y se debe mezclar libremente. Dejemos que así sea: Let it be.
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