¿Cuántos años tienes?
No sé si es verdad o es chamullo, pero lo que sí sé es que fue como un combo bien puesto. Un video que recibí por WhatsApp, que se titula "Entre vos y yo" y que es de un tal Daniel Martínez, cuenta que alguna vez alguien le preguntó a Galileo Galilei, el famoso inventor y personaje renacentista, ¿cuántos años tiene el señor? El que es considerado hoy como padre de la astronomía moderna y de la física moderna, contestó "8 a 10". Algo muy difícil de comprender considerando su barba blanca, por lo que quienes presenciaban la escena quedaron obviamente sorprendidos, con cara de no entender nada. Entonces Galileo les explicó. "Tengo, en efecto, queridos amigos, los años que me quedan de vida. Los vividos ya no los tengo, como no se tienen las monedas que se han gastado".
Uff, tremenda frase. Demoledora. Una especie de knock out emocional que, de inmediato, despierta infinidad de preguntas y reflexiones. Al menos en mi cabeza, la de un hombre que acaba de pasar la línea psicológica de los 45 años y que, por ende, ha empezado su inevitable cuenta regresiva.
De ahí se agarra este Daniel Martínez para seguir triturando la carne. Nos dice, como buen escritor de autoayuda que debe ser, que él quisiera preguntarnos a nosotros, a ti, a mí, ¿cuántos años tienes?, pero que le respondiéramos como Galileo. No los que hemos vivido, porque esos los hemos gastado. "¿Cuánto crees que tienes por vivir? ¿Cuánto de tu vida activa? ¿Cuánto de tu vida pasiva? ¿Cuánto de tu sexo pleno? ¿Cuántos te quedan? Entonces, ahora que en tu mente estás como esbozando una respuesta", agrega Martínez, "te digo: ¿Qué es lo que haces con ellos? ¿Qué haces con los días, los minutos y las horas que son los únicos e irrepetibles que te quedan en cada momento? ¿Cómo los gastas? ¿Cómo los utilizas?".
No sigo transcribiendo, porque lo que viene después se parece demasiado a una canción de Arjona. Pero lo dicho hasta acá me parece suficiente para establecer el punto, la idea central de esta columna: hay un momento en la vida en que las cosas cambian, una etapa cronológica en que ya sabemos que la vida no es eterna, un instante en que sentimos que el largo plazo empieza a no ser tan largo, el punto en que ya no podemos seguir dejando para después algunas preguntas estructurales.
Tiene su lado positivo, sin duda. Ganamos en seguridad, en autoestima, porque nos dejan de importar muchas de las estupideces que nos complicaban cuando la vida parecía un viaje infinito. Dejamos de perder tiempo en relaciones sin destino, porque ya no hay tiempo a destajo para dilapidar. Le damos más espacio a las emociones: basta ver a los abuelos con sus nietos o a los papás viejos con sus hijos, esos que decidimos procrear después de los cuarenta o los cincuenta. Hay más sabiduría, menos ansiedad, más madurez. Hay menos costo alternativo, pues ya no queremos hacer todo. Pero, por otra parte, viene la gran pregunta, ese coloso que a veces nos puede espantar con sólo mirarnos: ¿Me gusta mi vida? ¿Tiene sentido lo que estoy haciendo? ¿Me gusta mi pega? ¿Estoy destinando todas esas horas diarias a algo que se conecta con mi vocación? ¿Amo a mi pareja? ¿Me hace sentido el almuerzo familiar de cada domingo o preferiría dedicar ese tiempo a, qué se yo, volar en parapente?
Si en realidad no tengo 58 ni 72 años, sino que 32 o 18 según lo que me queda (asumiendo como límite los 90 años, algo muy generoso, puesto que en Chile la esperanza de vida es de 83 años en mujeres y 76 en hombres); si la cuenta es inevitablemente regresiva, si los años pasan cada vez más rápido, ¿cómo estoy viviendo este último tramo? Tengo amigos muy queridos que han entendido en profundidad esta interrogante después de haber estado expuestos a enfermedades que casi no les dieron una segunda oportunidad. ¿Es necesario que el golpe sea tan fuerte como para reaccionar? Quizás baste con escribirse en la frente la respuesta de Galileo -sea cierta o no- y empezar a contestar, al menos cuando conversamos solos, con nuestra propia psiquis, que los años que tenemos son los que nos quedan, no los que tenemos.
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