Despotismo ilustrado
El episodio del documental encargado por La Moneda es decidor mucho más allá de los $40 millones asignados de manera directa a una cineasta comprometida con el gobierno ya desde la campaña presidencial. Aunque por perjuicios fiscales inferiores a esa cifra han sido formalizadas varias personalidades en los casos Penta y SQM, se trata de un monto bajo. Por ahí no va la cosa.
Lo verdaderamente interesante del encargo audiovisual es lo que sugiere acerca de cómo la administración Bachelet se ve a sí misma y la marca que pretende dejar en la historia. Porque nadie que no esté realmente orgulloso de lo que está haciendo contrata la producción de un registro que proyecte su legado. Y ningún gobierno que no esté realmente inseguro de cómo será tratado en el futuro pretende condicionar ese juicio a través de un documental donde él mismo fija la línea editorial y los contenidos. Así, la pieza audiovisual es evidencia de una paradoja: en La Moneda están convencidos de que las reformas que han venido impulsando son lo mejor para el país, pero los pone nerviosos que éste no entienda que lo que ellos hacen va en beneficio de todos.
Se trata de una actitud que no tiene nada de nueva: desde el siglo XVIII que a eso se le llama despotismo ilustrado. Naturalmente, el apelativo no le puede caer nada de bien a un gobierno que se dice ciudadano. Pero, bueno, miremos los hechos y no las palabras, como recomendaba Jorge Alessandri. Siempre es más conveniente juzgar a la gente por lo que hace, no por lo que dice.
Los déspotas ilustrados fueron monarcas que promovieron reformas desde arriba, en la creencia que ellos sabían mejor que el resto qué era necesario hacer y cómo. O sea, todo para el pueblo, pero sin el pueblo. No es necesariamente una mala receta, siempre y cuando las cosas se hagan bien, de manera tal que la gente se convenza de que los gobernantes actúan en pro del bien común y no en búsqueda de la ventaja propia.
No cabe duda de que a la Presidenta Michelle Bachelet le sobra convicción respecto de las reformas que lleva adelante. El problema es que no ha conseguido persuadir a todos -ni siquiera, al parecer, dentro de su propio gobierno- de que los cambios que impulsa resultarán beneficiosos, lo cual resulta cada vez más frustrante para una administración que ha optado por creer que sus fracasos son comunicacionales, y no de conducción y contenido político.
Esa frustración ayuda a explicar el encargo del documental. Por supuesto, es un esfuerzo inútil, más aún ahora que ha sido descubierto. Tampoco parece corresponder a un espíritu verdaderamente democrático (parece imposible no recordar las películas que Leni Riefenstahl hizo para el régimen nacionalsocialista alemán), donde los legados son examinados y juzgados por terceros y no desde la mirada oficial del gobierno. Este debe concentrarse en primer lugar en hacer bien las cosas, dejando a expertos independientes la labor de evaluar su gestión y analizar su legado.
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