El Bosque de Karadima: La hora del monstruo




Hace más o menos un mes, salió a la luz una serie de correos electrónicos entre Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati. Los temas de los mismos eran absolutamente vergonzantes para la Iglesia. Ahí dos de sus más altos dignatarios locales no sólo conspiraban para evitar que Felipe Berríos fuese nombrado capellán de La Moneda sino que además revelaban sus estrechísimos lazos con un operador político como Enrique Correa, además de mostrar su preocupación de que Juan Carlos Cruz, uno de los principales denunciantes de Fernando Karadima, fuese nominado en una comisión pontificia sobre abusos sexuales.

"Espero que podamos evitar que las mentiras encuentren espacio entre quienes formamos la misma Iglesia", escribía Ezzati sobre Cruz y es imposible no recordar dicha frase al mirar El bosque de Karadima, la serie que Chilevisión está exhibiendo desde fines de septiembre. Con una versión estrenada como película, dirigida por Matías Lira y protagonizada por Luis Gnecco y Benjamín Vicuña, en ella se relata el caso a partir de la perspectiva de una de las víctimas (Vicuña) que describe los modos en que Karadima (Gnecco) abusó de él desde adolescente. Dichos abusos no solo eran sexuales sino que correspondían a todo orden de cosas pues, amparado en su condición de "santito", Karadima era en realidad el líder de una secta protegida por la misma Iglesia donde, predicando una fe que en realidad era una forma de la sumisión, controlaba y se aprovechaba de la vida de sus fieles en todos los planos posibles.

Intercalando el racconto de Vicuña con los momentos en que se balancea en una terraza dispuesto a lanzarse sobre el vacío, el proyecto evade cualquier sutileza. Lira no es un director sofisticado. Aquí no hay segundas lecturas: el relato está hecho para despejar dudas y desnudar a los culpables, exponiendo los modos en que tenían para justificarse y las transas que les permitían salir impunes. No hay medias tintas. Feroz, la interpretación que hace Luis Gnecco del cura lo vuelve todo aún más terrible. Eso porque Gnecco interpreta a Karadima retorciéndolo y llenándolo de pliegues, construyendo un monstruo tan banal como triste, tan simpaticón como moralmente deforme, presentándolo como el santo de una religión vacía y hecha a la medida de sus perversiones. Lira describe todo desde la cotidianidad doméstica, haciendo que el relato se vuelva pavoroso al momento de ver cómo todos los espacios privados del cura, sus acólitos y sus víctimas, son determinados por las rutinas de violencia sexual y las formas solapadas y directas del sometimiento de la voluntad. Todo eso es exhibido sin estridencia pero con claridad, sobre todo en las escenas sexuales, homologando así el registro diario de los abusos diarios del cura con el del funcionamiento de los rituales de la jerarquía católica, como si fuesen una sola cosa.

Es acá donde la conversión de película a serie de TV cobra sentido, al desplegar y descomprimir la narración, de cara a un público masivo. Ahí, lo que queda de El bosque de Karadima es una colección de imágenes unidas por una fotografía que sugiere que la luz lechosa de una iglesia un domingo al mediodía es la misma de las habitaciones donde un sacerdote se aprovecha de sus víctimas. Eso porque, el objetivo de la serie es contar la historia de una institución que ampara, cubre y legitima tales delitos, algo que queda claro en los modos de mostrar el poder de Karadima, ominoso y sombrío como el de un lobbista que solo sirve a sus propios intereses. Por lo mismo, vale la pena el show. Pocas veces es posible ver cómo la ficción ilumina la discusión pública para darle luz a la experiencia traumática de las víctimas. De este modo, los correos de Ezzati y Errázuriz encuentran su correlato en la serie, pues ésta nos muestra el doble fondo de sus palabras, remitiéndonos a una historia atroz de encubrimiento, abuso y violencia moral que existe en tiempo presente y cuyas consecuencias distan de haber terminado.

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