El país de los flaites




EL lenguaje crea realidad. Uno dice "flaite" y de inmediato se imagina a una persona con un corte de pelo determinado, ropa determinada y modales determinados. Hace algunos años, en 2005 para ser exactos, un locutor de radio convirtió la campaña "Pitéate un flaite" en tema de discusión nacional. Se  promovía, en tono de "broma", la eliminación de las personas que respondían a las características que se atribuyen a un flaite. El pésimo chiste recién terminó cuando  la diputada Carolina Tohá presentó un recurso de protección en contra de la emisora. Lo peor es que ni siquiera es algo nuevo en nuestra historia. "A comienzos del siglo XX, los policías alentaban a la gente a salir a 'palomear rotos'. Esto era salir a balear a los pelusas que andaban borrachos y causaban desórdenes en las calles", dice el historiador Gabriel Salazar en un muy buen artículo de la desaparecida Zona de Contacto.

Antes de entrar a desmenuzar nuestra idiosincrasia, un paréntesis para intentar explicar de dónde viene la palabra flaite. Hay varias teorías. Una de ellas es leyenda urbana y cuenta que el origen se encuentra en un modelo de zapatillas, las Nike Air Flight, que luego de ser copiadas en formato pirata en Chile, fueron rebautizadas como Flight air's. Tanta era su demanda entre muchachos de escasos recursos, que comenzaron a llamarlas Flaiteirs. Falso o verdadero, lo cierto es que grafica perfectamente el vínculo entre identidad y look, imagen y apariencia, facha y prejuicio.

Otra tesis acerca del origen de flaite es que vendría del inglés flighter (volador), un término que se usaba en el lunfardo argentino para nombrar a un tipo de ladrón que se especializaba en vuelos entre Buenos Aires y Europa. Una tercera hipótesis vincula a la palabra con la droga: vendría de "fly", volar. En este caso, volar con la droga. Sumemos las tres teorías y tenemos al estereotipo en cuestión: ladrón, drogado y vestido con marcas falsas. Una manera tan precisa como inconsciente de apuntar con el dedo al otro y declararlo, con sólo cinco letras, persona non grata.

Somos clasistas como pocos pueblos y lo hacemos sentir en nuestras palabras, nuestros silencios y nuestras miradas despectivas. Somos desconfiados y se nos da fácil esto de señalar al otro como chivo expiatorio de nuestras trancas. Hay, eso sí, un problema que es tan patético como síntoma de justicia divina. Sin darnos cuenta de la manera en que nos hacemos trampa, todos terminamos siendo flaites para el otro. ¿O usted cree que el señor que juega golf en determinado club ultraempingorotado no encuentra flaite a todo el que no tenga acceso a su club? ¿No ha escuchado nunca a una persona que para usted podría ser considerada flaite, pelar de la misma manera a otro de menos posición económica o social?

"Tengo la pura cara de cuica", decía la conocida señora de un futbolista. Por más que sea "la pura cara", ella a través de sus palabras se acerca a un grupo social para inmediatamente alejarse y, así como tantos otros chilenos, separa el mundo entre "nosotros, los cuicos" y "ellos, los flaites". Lo terrible es que, como si fuera una cadena infinita de clasismo y discriminación, eran muchos los que se reían de esta mujer por creerse cuica. ¿Se fijan? Ella se declara cuica, un acto evidente de arribismo, pero acto seguido, medio país se ríe de ella porque no responde al arquetipo de cuico. Es decir, medio país demuestra su aparente superioridad sociocultural sin siquiera sonrojarse. No puede ser. No está bien.

A riesgo de caer en cierto provincianismo, en este caso es recomendable apuntar la vista al mundo desarrollado: son varias las naciones más civilizadas que nos han enseñado lo fundamental que es convertir determinadas palabras en expresiones políticamente incorrectas, de esas que te pueden llevar preso por sólo mencionarlas. Si a eso sumamos que en Chile es, por ejemplo, cada vez menos celebrado el chiste del "fleto" o  menos aplaudido el hombre que se ufana de su infidelidad entre su propio Club de Toby, pues de esa misma manera es necesario empezar a erradicar la palabra flaite de nuestro diccionario mental. Y pronto. Porque es asquerosamente clasista y porque cada vez que la expresamos, nos rebota: si tú eres flaite para mí, yo lo soy para otro. Y así vivimos. Hablando en forma despectiva, construyendo fuertes impenetrables en nuestras vidas burguesas llenas de recelo, confiando en nuestra familia y en nadie más, cada vez con menos amigos, más endeudados, más sedientos de estatus y armando nuestra identidad sobre la base de lo que los otros -supuestamente- son. Esta vez no hay que pitearse al flaite. Hay que pitearse la cabeza para volver a mirar.

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