La guerrilla en la vereda




Hace un par de años, en un programa de Televisión Española, invitaron a la cantante Christina Rosenvinge para dar su testimonio como ciclista en Madrid. En esa oportunidad, la cantante contó que cuando comenzó a movilizarse en bicicleta eran pocos los ciclistas, casi una cofradía que creció en cosa de años, imitando a una ola que venía de las ciudades del norte de Europa. Tal como en Santiago, el uso de la bicicleta aumentó rápidamente en cuestión de años y por contagio extranjero. La cámara seguía a Rosenvinge en su ruta por avenidas y estrechas calles. La celebridad del indie ibérico reclamaba en el recorrido la falta de infraestructura -vías, estacionamientos, facilidades en el transporte público- y los pocos avances, pero no parecía una militante obsesionada con una causa, sino más bien una ciudadana comentando una forma de vida y de traslado que le parecía simple, rápida y saludable.

El programa mostraba también cómo cada vez que la cantante quería atravesar un paso de cebra o transitar por la vereda, se bajaba de la bicicleta y caminaba, como un peatón. Los otros ciclistas también lo hacían y a nadie parecía resultarle extraño que así fuera ni intentaban pedalear en la vereda: todos asumían que la categoría ciclista está cerca a la del peatón -así lo decía Rosenvinge- y no está exenta de las leyes del tránsito. El asunto podía ser agotador -bajarse de la bicicleta para volver a montarla cada tanto-, pero era necesario no solamente por las normas, sino también porque cuidar la convivencia cotidiana en una ciudad densa depende de esos pequeños sacrificios.

En Santiago, la expansión del ciclismo urbano ha sido tan veloz como en Madrid o Buenos Aires. Aunque tal vez aquí ha ido acompañada de un activismo que transformó los beneficios de un medio de transporte en un atributo moral del usuario: el ciclista -furioso, rabioso y lleno de pegatinas por causas varias- era "mejor", más consciente de su huella de carbono y la del resto. Un sujeto alarmado por el cambio climático, enterado de los beneficios de la salud de la población y de la economía energética. Un día al mes demostrarían su poderío y buenas intenciones de su causa con una reunión masiva que sacaba a los autos de la calzada como una marcha de reivindicación nocturna sobre algo que nunca estuvo prohibido: la bicicleta.

El ascenso de los ciclistas urbanos ha sido formidable. La bicicleta ha cambiado el paisaje de la ciudad, la manera de pensarla y de planearla. El desafío de las ciclovías futuras obliga a nuevos diseños, pero antes que todo eso -que las infraestructuras, los baldosines y demarcaciones- hay un aspecto que no depende de las decisiones de la autoridad y sí de la conducta personal. Los ciclistas urbanos han subido su ideología de bajo espesor a las veredas y eso los ha terminado igualando al más soberbio y matón de los choferes de micro. El  entramado de ideales ecológicos les ha dado un escudo débil y una excusa para apropiarse de una vía que no es para vehículos y saltarse las más elementales normas del tránsito. Se desplazan entre la gente como esquivando obstáculos, aceleran cuando no ven personas, e incluso tocan la campanilla para forzar a los peatones a dejar el campo libre. En ese gesto persistente, y en apariencia sin consecuencias, arranca la lucha entre transeúntes y ciclistas detallada ayer en una nota de Tendencias. Para muchos ciclistas, las normas de circulación son poco más que una sugerencia que no les atañe. Los semáforos están ahí sólo para los autos, lo mismo que las señales de detención y en muchos casos, incluso, el sentido del tránsito. Ven en el pedaleo un salvoconducto, y en sus artimañas para esquivar las normas mínimas, una compensación a la falta de ciclovías en la ciudad. La ley del más fuerte disfrazada de causa justa.

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