Luis Miguel: el sol en el atardecer
No es una visita cualquiera, una de tantas confundidas en un brumoso déjà vu, difíciles de distinguir unas de otras, con listados de canciones prácticamente idénticos por lustros y una puesta en escena sin variaciones. Luis Miguel inició anoche en el Movistar Arena una breve residencia que se repite hoy en el mismo lugar y que mañana recala en la quinta Vergara de Viña del Mar, en un momento particular, vulnerable como pocas veces se le ha visto en más de 30 años de carrera.
Últimamente da más noticias por su salud y arrebatos -conciertos que no acaba, entrevistas donde no se sabe si es él o un doble-, que por su calidad reconocida como artista en directo, su último gran refugio desde que renunció hace ya muchos años en impulsar su carrera por nuevos parajes y desafíos. Acostumbrado a boxear con su propia sombra, sin rivales a la vista por décadas -o más bien él desentendido de la escena pop latina-, sucedió lo inevitable a pesar de su grandeza: el astro conocido como El Sol de México se ha convertido en una figura sin relieves, plana, absolutamente predecible.
Anoche, con un retraso de media hora, demostró que su voz mantiene entereza, pero también por primera vez muestra algunas fisuras que probablemente obedecen más a desidia que a desgaste, a no calentar lo suficiente, a asumir que no necesita esforzarse demasiado para que su público que no se renueva y ha ido envejeciendo con él, grite como parte del rito que practican de memoria.
Engominado y vestido como un capo de la mafia, con ese tostado que contrasta violentamente con la alba sonrisa, Luis Miguel parece más bien interesado en apurar el trámite. En su lista de canciones hay nada menos que diez medleys que son presentados sin matices, a una velocidad crucero donde las palabras y versos pierden parte de su significado, porque no hay una interpretación cabal, sentida. La banda sigue siendo del nivel que se espera de una figura de tamaño renombre, con algunos detallitos como la única corista, mujer infartante, de pasarela, cuya voz notoriamente intervenida se multiplica unas cuantas veces.
Luis Miguel repitió sus tics, los gestos a la mesa de sonido reclamando por el retorno, lo mismo con mirarse atentamente en un par de pantallas instaladas en los costados. Por cierto, cada vez se parece más a su ídolo máximo, Elvis Presley. Lamentablemente lo está alcanzando en aquellas últimas curvas, cuando el rey del rock se acercaba a una parodia de sí mismo, recluido en un reino sin nuevas conquistas y con grietas a la vista.
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