Monolingüe, bilingüe, trilingüe
Es muy probable que temas como el bilingüismo, la traducción de textos, los recovecos de un segundo o tercer lenguaje, los abordajes de una lengua a otra, los hábitos de lectura, las contaminaciones y las trampas entre idiomas, así como otros asuntos similares, les resulten áridos, carentes de atractivo o insoportablemente aburridos a la gran mayoría de los mortales. No obstante, cuando la escritora argentina Sylvia Molloy se refiere a éstas y otras materias en Vivir entre lenguas, el cuento adquiere un encanto instantáneo, debido a que en sus brevísimas reflexiones -algunas no pasan de ser observaciones al vuelo- el énfasis recae en experiencias más personales que académicas, en posturas más intimistas que filosofales y en un ánimo de divulgación que nunca roza la pedantería, algo en lo que no está de más insistir, sobre todo si tenemos en cuenta que la primera frase del libro puede conducir a engaño: "Para simplificar, a veces digo que soy trilingüe, que me crié trilingüe, aunque pensándolo bien la declaración complica más de lo que simplifica".
Los tres idiomas a los que Molloy se refiere son español, inglés y francés. "Aprendí a hablar primero en español pero a leer primero en inglés" (hablaba español en su casa y asistía a un colegio anglosajón). El dominio de la lengua de Molière vino después, años más tarde, aunque aquel sonido siempre estuvo flotando por ahí gracias a ciertas conversaciones sobre moda que su madre, que permaneció monolingüe pese a los tremendos esfuerzos que dedicaba a sus clases de francés, desarrollaba con una de sus tías.
Un buen ejemplo de cómo funciona todo este aparente babilonismo en la mente de la autora es la relación con sus animales. De partida, jamás les habla en francés, "acaso porque el francés nunca llegó a ser, de veras, lengua casera y lo animal es parte de la casa". Molloy aventura que tal vez se dirige a sus mascotas en inglés porque "me gusta hablar nonsense con los animales cuando nadie me oye, inventarles nombres absurdos, y el inglés se presta más al sinsentido. Pero no, me corrijo, debo usar los dos porque también le digo 'mamita linda' a la perra, cuando te imaginás que nunca le dije 'mamita linda' a nadie en mi vida, I wouldn't be caught dead, pero con los animales se puede ser cursi. En cuanto a los disparates, tampoco son privilegio del inglés: a una de las gallinas la llamé, durante un tiempo, Curuzú Cuatiá, no me preguntes por qué".
Un caso muy llamativo que Molloy analiza es el del grandísimo escritor William Henry Hudson, Guillermo Enrique para los argentinos. Nacido en Quilmes de padres norteamericanos, Hudson se marchó a los 33 años a Londres para convertirse en lo que añoraba ser: un escritor inglés. Sin embargo, en Argentina se le considera un autor nacional, tanto así que "más de una edición omite el nombre del traductor, creando así la ilusión de que se está leyendo un texto original. Con lo cual, el verdadero original, el texto en inglés, se afantasma y Hudson se vuelve, para el lector ingenuo, escritor nuestro, monolingüe".
Sorprendente también, aunque bajo otro punto de vista, es la situación de Elie Wiesel, quien antes de Auschwitz manejaba varios idiomas, aunque, a la hora de narrar los horrores que allá padeció, decidió como desafío aprender otra lengua, el francés: "Quería demostrar que había entrado en una nueva época, probarme a mí mismo que estaba vivo, que había sobrevivido. Quería seguir siendo el mismo, pero dentro de otro paisaje". En cuanto a su propio acento, Molloy, que ha vivido cerca de 40 años fuera de Argentina, cuenta que a los pocos meses de estar radicada en Estados Unidos, "con mi inglés angloargentino y mi vocabulario un tanto anticuado", no pasó precisamente por londinense. "'Are you from India?', preguntaron. Por alguna razón me mortificó la referencia colonial, acaso porque sentí que me disminuía. No era del todo la English girl que creía, en parte, ser".
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