Pituto maldito
HACE UN par de meses llamaron ofreciéndome un pituto, es decir, un trabajito publicitario extra para una candidata a diputada. El desafío consistía en crear un relato a punta de eslogan, avisos y frases de radio y, aunque era una pega de pocos días y mucha plata, mi respuesta fue un rotundo "no, gracias". Primero, porque no comulgo con su derrotero político. Segundo, no me queda rato ni ganas de seguir estrujando la sesera después del trabajo (suficiente tengo con este pitutito del diario). Tercero, nunca olvido la premisa de pánico que encierra cada encargo post office y que dice: "más temprano que tarde, invariablemente, todo pituto se convertirá en un cacho".
De hecho, el último pololito que acepté, me lo encargó una productora "amiga" y era un videíto institucional para una minera. Un texto fácil, una "tonterita", como dijo el director; entonces, comenzó un largometraje de mes y medio, un calvario en fotogramas protagonizado por cambios, trasnoches y recambios. "Sí, le gusta al cliente, pero pide que le des una vuelta". "Le encantó la propuesta uno y la tres, ¿podrías hacer una cuarta mezclando las dos?", y como mi paciensómetro marcó suficiente, dije: "basta, he mandado siete alternativas y siguen pidiendo correcciones, quédense con los textos y páguenme la mitad de lo acordado". Por supuesto, aún no he recibido ni media chaucha.
Debo reconocer, eso sí, que durante años, para beatificar mi bolsillo de practicante, San Pituto fue mi copiloto. La época más libertina de pololitos estuvo en una agencia grande donde trabajé, realmente parecía un lupanar del trabajo extra, porque a las siete en punto, todos los creativos y productores terminaban sus obligaciones diarias para dedicarse a sus "proyectos personales" y en las mismas pantallas donde hacía 10 minutos se veían megamarcas, ahora desfilaban logos de constructoras, automotoras, forestales, supermercados chicos y un etcétera tan gordo como las páginas amarillas de aquellos años. Las impresoras vomitaban originales ajenos y los tóner se desangraban en magenta y amarillo, eso sí, contábamos con la venia de los dueños. Un mal menor según ellos (así, se ahorraban el bendito aumento) hasta que, una noche, el caporal de la empresa olvidó las llaves de su casa y tuvo que volver a la agencia para descubrir, en su propia oficina, una reunión entre un productor y sus clientes (un local de pollo frito).
El tipo presentaba una estrategia de promociones y ofertas aceitosas, amenizada con galletitas y cafecitos de la empresa. "Disculpe, jefe, pero las demás salas de reunión están ocupadas" y, efectivamente, al darse una vuelta, el mandamás se encontró con un choclón de presentaciones pituteras. Una campaña para un laboratorio enano, otra de una clínica veterinaria (según el gerente, desde ese día la sala quedaría para siempre con olor a perro mojado, aunque yo nunca sentí nada) y la tercera, la imagen corporativa de una funeraria que incluía la diagramación de un nuevo catálogo de ataúdes.
Desde ese día, el pituto quedó proscrito y, a los pocos meses, la prohibición se reencarnó en un obligado ajuste de sueldos.
El pituto es un vampiro de tiempo, ingrato, injusto y necesario, capaz de chupar tu energía y convertirte en zombie al otro día. Lamentablemente, con rentas tan mínimas, en Chile se ha convertido casi en un trabajo forzado. El profesor de matemáticas tiene que hacer clases particulares si quiere pagar una cuota elevada a mil. El que estudió teatro está obligado a vestirse de payaso, pintar caritas y animar cumpleaños de cabros chicos para escapar de la tragedia. Y el vendedor de una multitienda termina su jornada para manejar un taxi y dar vueltas por Santiago, buscando pasajeros y una entradita extra que lo ayude a llegar a fin de mes.
Aunque también he conocido muchos colegas con vocación pitutera, algunos sisando en horario de pega, con su mirada estrábica entre la pantalla y la posible llegada del jefe; otros, derechamente chuecos, como uno de los diseñadores de aquella empresa paquidérmica que, cada vez que un cliente de la agencia pedía un presupuesto formal, el frescolín mandaba el oficial y otro personal, siempre un 30% más barato y con nota a pie de página explicando que, en los dos casos, idéntico creativo haría el trabajo (por supuesto, lo descubrieron y quedó cesante con un sobre cian tamaño oficio). Pero, por lejos, mi pitutero favorito es un redactor punketa muy talentoso que siempre acepta crear campañas a políticos moderados de centro y de derecha para, finalmente, donar las lucas a los candidatos de ultraizquierda (un verdadero Robin Hood de la ocurrencia). Ah, y a propósito de elecciones y bandidos, el pituto de la postulante a diputada se lo ofrecí a un amigo sin pega y el último cómputo dice que no salió electa. Eso sí, mi compañero tuvo que hacer mucho más que un eslogan, avisos y frases de radio y hasta el día de hoy, no le han pagado nada.
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