¿Quién ganó la Guerra Fría?
LA HISTORIA es una ciencia veleidosa y por eso mismo engañadora. Al vivirla, leerla o interpretarla, muchas veces persiste en nosotros la convicción de que ciertos procesos quedaron nítidamente establecidos y zanjados, y aunque transcurran décadas, siglos o milenios, la certeza que tenemos sobre ellos permanece inmutable. Es el caso, por ejemplo, de la Guerra Fría, fenómeno que todos daban por muerto pese a que cobró una inusitada actualidad durante la última campaña presidencial en Estados Unidos: basándose en la retórica incendiaria del entonces candidato Donald Trump, varios analistas y expertos concluyeron que en el ambiente electoral flotaba un distinguible tufillo a Guerra Fría. Meses después la Historia, juguetona a fin de cuentas, nos ofrece una perspectiva diferente y más dramática, esto a raíz de las revelaciones de la comisión de Inteligencia del Senado estadounidense en relación a los vínculos entre el gobierno ruso y Donald Trump.
Hasta hace poco, lo que todos daban por hecho era que Estados Unidos había derrotado a la Unión Soviética gracias a la sagacidad del presidente Ronald Reagan y, por el lado opuesto, debido al insoportable descalabro económico que venía soportando el imperio soviético. Hoy en día, sin embargo, existen nuevos ángulos para juzgar lo mismo. En 1987, poco antes de que se declarara el fin de la Guerra Fría, Reagan, afectado ya por el Alzheimer, apenas se enteraba de lo que ocurría a su alrededor. Tanto así que Howard Baker, el jefe de personal de la Casa Blanca, pidió en ese entonces un informe para establecer si el Presidente estaba o no en condiciones de continuar ejerciendo el poder hasta el final de su período. Hacia el ocaso de su gobierno, el Mandatario ni siquiera recordaba los nombres de los miembros de su gabinete.
Ahora bien, mientras estuvo lúcido, Reagan manifestó una voluntad de hierro. Así quedó demostrado en uno de los programas más importantes de su gobierno: en 1983, basándose en un guiño a la ciencia ficción más que en la evidencia científica, el Presidente lanzó la célebre Iniciativa de Defensa Estratégica, convencido de que un cerco de misiles espaciales sería útil para derrotar a la URSS. Con bastante razón, la prensa se mofó del asunto llamándolo Star Wars.
Llegado a este punto, debo aclarar que la intención de esta columna no es atacar a Reagan ni, mucho menos, mancillar el legado de su presidencia. Por el contrario: cualquiera, incluyendo al ex presidente Obama, es capaz de encontrar rasgos admirables en su gobierno. Como sea, lo que quiero destacar es que el proclamado vencedor de la Guerra Fría fue un tipo que gozó de una tremenda fortuna, de una buena suerte fuera de lo común. Eso quería decir Robert McFarlane, el asesor de seguridad de la Casa Blanca durante la era Reagan, cuando se maravillaba de que "el presidente sabe tan poco y consigue tanto".
La ironía es francamente brutal para los tiempos que corren: supongamos, aunque sea por un instante, que Reagan no ganó la Guerra Fría, y que ésta, como su nombre lo indica, permaneció congelada por décadas en el olvido colectivo de Occidente. Ello hasta que los rusos, haciendo gala de esa escalofriante paciencia eslava que venció a Hitler, dieron el último golpe, letal y magistral a la vez: pusieron a su propio hombre a la cabeza del gobierno de Estados Unidos, la antigua potencia archirrival. Las investigaciones del Senado estadounidense proveen cada día mayor evidencia de los vínculos entre el gobierno ruso y la campaña presidencial de Donald Trump. No hay dudas: la Historia es veleidosa y juguetona, cuando no aterradora.
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