Un fascista ejemplar
La primera explicación para entender la inesperada popularidad de Donald Trump fue que su figura despertaba la admiración de los norteamericanos blancos, pobres y poco educados. Eran los descontentos, que veían en Donald Trump un líder que les hablaba en su propio lenguaje hecho de hastío y prejuicios. Nos decían que se trataba de ciudadanos resentidos de ver a un hombre negro en la Casa Blanca mientras ellos -los dueños originales de un país con vocación imperial- debían soportar con espanto cómo sus fábricas cerraban para trasladarse más allá de la frontera, y sus ciudades se llenaban de morenos que solo llegaban a delinquir o cometer actos de terrorismo. Esa explicación sobre los seguidores de Trump llevaba implícito el supuesto de que se trataba de una población reducida a ciertas zonas del mapa, algunos barrios, determinados ambientes. La figura de Trump no superaría esos límites. ¿Cómo podría hacerlo? Se trataba del país con las mejores universidades del planeta; la cuna de un periodismo de investigación capaz de revelar minuto a minuto las mentiras del más astuto de los políticos; esto ocurría en una nación que despreciaba los caudillos y se jactaba de una democracia que lo impregnaba todo desde la escuela. Y, sin embargo, sucedió.
La popularidad de Trump fue creciendo a pesar de las bromas sobre su peinado ridículo; de la acumulación de desmentidos que lo apuntaban como un embustero; a contrapelo de su vulgaridad y de su ignorancia. Se sobrepuso a sus rivales de partido y llegó donde, supuestamente, nunca debería haber llegado, desafiando nuestras ideas sobre el progreso y el respeto a la diversidad en un país hecho de inmigrantes.
En 2014, poco después de que el autor francés Edouard Louis publicara Para acabar con Eddy Bellegueule, su primera novela, en donde describía la vida en una ciudad francesa repleta de blancos racistas, ignorantes y violentos durante los años 90, los intelectuales y la prensa de París especulaban sobre si en realidad tal cosa existía. Les resultaba muy extraño que en una cultura orgullosa de su lugar en la civilización occidental hubiera ciudadanos -pueblos completos- que se comportaran como se suponía ya nadie debía hacerlo: golpeando extranjeros, asediando a homosexuales, desconfiando de los libros, haciendo de la violencia cotidiana una forma de vida respetable. Eso no podía estar ocurriendo en Francia. El avance del Frente Popular acabó refrendando el relato de Louis. Lo mismo ocurrió en Filipinas cuando la ciudadanía eligió a un hombre que propuso que la mejor manera de terminar con el tráfico de drogas era aniquilar a adictos y traficantes sin los inconvenientes de un proceso judicial de por medio. Una lista de triunfos democráticos de quienes proponen soluciones rápidas a los problemas complejos, coronada por el plebiscito británico que mutiló la Unión Europea.
En todo este tiempo, la prensa, los medios, todos nosotros nos hemos concentrado en Donald Trump. Quedamos hechizados por la repulsión que nos provoca su mentalidad esperpéntica y su lenguaje grotesco. Del mismo modo en que las muecas de Boris Johnson -el parlamentario conservador que apoyó el Brexit- alimentan bromas y memes y el descarado racismo de Madame Le Pen nos hace sentir dueños de una sensatez cultivada y superior. Sin embargo, en ese ejercicio hay algo que hemos descuidado, un punto ciego que hemos resuelto de manera sumaria: sólo los ignorantes creen en líderes con ideas tan descabelladas. Así de simple, así de fácil. Les hemos dado la espalda a los seguidores de sus discursos, quienes están dispuestos a votar por ellos: son los rednecks de Estados Unidos, los chavs ingleses, los flaites o "fachos pobres" de Chile. Nos complace reírnos de ellos, ponerles motes ofensivos para mantener la distancia.
Tal vez hemos quedado atrapados en las maromas del payaso y descuidado por mucho tiempo las razones de quienes acuden a ver sus piruetas, buscando en ellas el secreto de una mejor vida futura. Trump ha sabido ver y escuchar todo eso que a muchos nos resulta repugnante, ha usado la democracia a su favor y logrado avanzar hasta donde nadie lo hubiera imaginado hace un año. Su campaña nos ha enseñado que la anécdota puede transformarse en pesadilla, que el fascismo cobra muchas formas y que la primera derrota es desdeñar el poderoso encanto de su veneno.
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