El hombre que hacía listas

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Harold Bloom.

Probablemente, Harold Bloom sea recordado por su canon occidental y su teoría sobre la angustia de la influencias, pero para muchos lectores fue un guía, una brújula que cuando debía apostar por sus contemporáneos, casi nunca se equivocó.


Una mañana de invierno llegó el profesor de Castellano y puso encima de su mesa un libro grande, rojo, junto a unas carpetas. Era una edición de Compactos, de Anagrama, pero no lográbamos ver el título. Se parecía a Los detectives salvajes, de Bolaño, a quien habíamos descubierto por entonces —año 2003, 2004—, pero era imposible: mi profesor despreciaba a Bolaño.

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Quizá fue al terminar la clase cuando nos acercamos y descubrimos que el libro era un ejemplar de El canon occidental, de Harold Bloom. Por supuesto que no teníamos idea de quién era Bloom, pero lo cierto es que no olvidamos el libro, la curiosidad que nos produjo, tras hojearlo, esa lista interminable de títulos y autores a quienes estudiaba en esas páginas. Había nombres que nos podrían sonar familiares, pero prácticamente no habíamos leído a nadie: algo de Kafka, algo de Borges; sabíamos de Whitman por Neruda seguramente, y Shakespeare y Cervantes eran Shakespeare y Cervantes, pero nada más.

Semanas después, conseguí un ejemplar en un Bibliometro y estuve leyéndolo durante muchos días, anotando nombres, pensando que debía dedicarme, en las próximas vacaciones —las últimas vacaciones antes de entrar a la universidad—, a sólo leer a Shakespeare, porque parecía que Shakespeare había inventado el mundo. De ese canon, de esa lista, sin embargo, hubo un nombre que nunca olvidé: Emily Dickinson. No sé si porque el capítulo que le dedica Bloom era particularmente bueno o simplemente porque los fragmentos de poemas que aparecían eran algo nuevo, único, inexplicable. En ese capítulo, Bloom anotaba sobre Dickinson: "Lo que sus críticos siempre subestiman es su asombrosa complejidad intelectual. Ningún lugar común sobrevive a sus apropiaciones; lo que ella no rebautiza o redefine, lo revisa hasta que lo deja difícilmente reconocible".

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No tenía cómo saberlo en ese momento, pero Bloom era un valioso lector de poesía, de esos que son capaces de desentrañar un poema, de desarmarlo y luego explicar parte por parte su grandeza. Basta leer La escuela de Wallace Stevens. Un perfil de la poesía estadounidense contemporánea para comprobarlo. Ahí arma una genealogía en la que conviven Wallace Stevens, Elizabeth Bishop, A. R. Ammons, John Ashbery, Mark Strand y Anne Carson, entre otros poetas extraordinarios.

Las necrológicas lo recordarán por su canon occidental y su obsesión por Shakespeare, pero lo cierto es que cuando tuvo que leer a sus contemporáneos, casi siempre estuvo a la altura. Durante mucho tiempo fue, para mí, uno de esos lectores-guía que marcan nuestras bibliotecas. Recuerdo haber disfrutado particularmente su Cómo leer y por qué, un libro que ponía en escena al profesor Bloom —su generosidad y lucidez como lector, y también toda su arbitrariedad por supuesto—, y cuyo capítulo final, dedicado a la novela norteamericana, se convirtió para mí en un pequeño canon incuestionable: partía hablando, cómo no, de Melville y Faulkner, pero luego sorprendía con su siguiente elección: esa rareza extraordinaria que es Miss Lonelyhearts de Nathanael West para luego terminar con cuatro nombres que hoy nos resultan absolutamente familiares, pero que entonces —en el 2000, cuando apareció este ensayo— no lo eran tanto: Thomas Pynchon, Ralph Ellison, Toni Morrison y Cormac McCarthy.

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Imagino que somos muchos los que le debemos la lectura de Cormac McCarthy a Bloom; muchos los que buscamos Meridiano de sangre tras su recomendación y no podíamos creer lo que había en esas páginas.

Esas listas de Bloom fueron un mapa, una brújula. Y es cierto: su teoría de la angustia de las influencias, y su obsesión por Shakespeare y la literatura anglosajona, y su conservadurismo y sus omisiones y su odio a lo que él llamaba "la escuela del resentimiento"; todo eso hacía que uno, finalmente, casi nunca estuviera de acuerdo con sus opiniones. Pero era innegable que era un lector necesario —uno de esos que parecían haberlo leído todo— y que generaba debate, discusión y diálogo —a pesar de su tono autoritario y de su afán canónico.

Era, a fin de cuentas, un crítico literario que disfrutaba la literatura, un escritor que disfrutaba por sobre todo leer. Y todo eso que parece evidente y obvio, en realidad hoy es algo absolutamente excepcional.

https://culto.latercera.com/2019/10/14/murio-harold-bloom-critico/

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