Constanza Michelson: “Está creciendo un tedio peligroso, invasivo, sin imágenes de futuro”
La psicoanalista acaba de publicar Nostalgia del desastre, libro en el cual se pregunta qué nos pasa –en la vida personal y en la social– cuando una idea del mundo se viene abajo y todavía no nace otra. Cree que el siglo XXI se liberó de las “verdades pesadas” del XX sin resolver cómo se haría cargo de su nueva libertad, lo que ha dado lugar a una alborotada fauna de “adultos-niños” y “papis duros”.
La entrevistada no se ofende con el comentario: su libro es raro. Mitad ensayo cultural, intenta dilucidar qué está pasando en el siglo XXI con la libertad, el aburrimiento o la violencia, entre otros problemas de siempre. Mitad historia familiar, lucha por reconstruir una escena difusa, traumática: una niña en los años ochenta, un padre sin códigos, un disparo que no hirió a nadie pero partió la realidad en dos.
Ambos relatos avanzan en paralelo, vinculados por la sensación de incorporarse al mundo cuando algo se termina (la niña pierde un orden familiar, la generación de la escritora asiste al “fin de la historia”) y sin embargo comprobar que “las cosas siguen marchando; eso sí, olvidando su sentido”.
“Quise crear una narradora fallida, que a veces quiere contar una historia privada y otras veces hacer teoría, pero se confunde entre ambas”, explica Constanza Michelson sobre Nostalgia del desastre (Seix Barral). “La idea era hacer coincidir la escritura con el problema: no ubicarse en una posición de consistencia, sino mostrar la dificultad de crear una identidad cuando los hechos no son claros, cuando historia y memoria no coinciden, y ver qué se puede hacer con las palabras para inventar alguna salida. En cierto modo, quería escribir algo que pudiera leer mi mamá. Un poco por aburrimiento de los ensayos abstractos, pero también de la crítica que no ve su punto ciego”.
¿Qué tipo de crítica?
Por ejemplo, la que está contra las pasiones tristes, odiosas, pero luego ves al autor hablar muy odioso en sus redes. No le critico que tenga contradicciones, pero justamente lo interesante sería ese ensayo: sobre lo difícil que es no caer en lo odioso, o lo fácil que es buscar algo y hacer lo contrario. Creo que eso quise hacer con esta historia doméstica de violencia y su espejo en la historia grande. Si la violencia al final existe porque es lo más familiar del mundo. En toda guerra hay un dormitorio donde hay odio, rivalidades fraternas. Pero a la vez es lo más infamiliar, porque corta la filiación, el prójimo deja de serlo. Y creo que tenemos que volver a pensar en la violencia: cuál es el lugar del mal, cuál el deber de un testigo, qué hay entre la ansiedad por tomar partido y una toma de posición que realmente pueda reparar algo.
Dices que la caída de las Torres Gemelas, si bien no marcó un nuevo inicio de la historia, sí inauguró algo: el ver de frente, que sería una cualidad muy crítica de nuestra época.
Sí, creo que ahí se inaugura una manera de ver el horror. Porque los 90 fueron un blanqueamiento de la muerte: estas guerras sin sangre, como la del Golfo, donde no veías muertos. Pero algo pasa con las Torres Gemelas. Ver en vivo el segundo avión que chocaba, después la gente tirándose para abajo… Y el asunto es qué consecuencias tiene ver el horror de frente, con los dos ojos, y después seguir con otra cosa. Porque eso hacemos hoy a cada rato. Quizás en Chile la primera vez fue cuando circularon las fotos de Hans Pozo. Eso fue brutal, pero ahora la muerte y el horror son casi algo que se consume y eso no es inocente, no es inocuo. Algo nos pasa, en algo nos cambia poder ver así.
Un hito mundial en esta historia fueron las decapitaciones de Estado Islámico, publicitadas en videos que eran una superproducción.
Sí, de alguna manera es el siglo del ojo. Nuestra forma de asesinato suicida –porque eso se condensó en las Torres Gemelas, asesinato y suicidio— es a través del ojo.
Aunque, de alguna manera, esto sería volver a lo que era normal hasta hace pocos siglos, cuando la muerte y el suplicio eran espectáculos públicos y morirse era menos terrible.
Claro, el Coliseo. Pero estos eran logros civilizatorios. Quizás al trivializar el horror, como dices, la vida empieza a valer menos y uno descansa en eso, te libera. ¡Pero es autodestructivo! Afecta la fe que puedes tener en lo humano. Por eso Susan Sontag decía que las únicas personas con derecho a ver imágenes de sufrimiento extremo son las que pueden aliviarlo o aprender algo de eso. Entonces tú, ¿cuántas imágenes de horror vas a ver? ¿Y las vas a compartir? Me parece que hoy día esas son decisiones éticas radicales. Tanto como preguntarte si vas a hablar o no en la lengua del odio.
Un efecto perverso de ver tanto horror, según planteas, es que en vez de petrificarnos nos aburrimos.
Y esa es otra manera de entender el suicidio: que el horror empiece a aburrir y no genere un shock. Quien escribió eso fue Bolaño en 2666, en esa parte de los crímenes que describe un policía que ya lo ha visto todo. Hay que subrayar esa frase: ya lo ha visto todo. Entonces empieza a hacer un relato sin historia, una cuantificación de los agujeros se le pueden hacer a un cuerpo. Eso ir más allá de la muerte. Y lo terrible de esa parte es avanzar y decir “qué aburrido”, porque ya no hay clímax.
Pero sufrir por cada imagen horrible que circula nos dejaría abatidos el día completo.
Es que por no se puede ver todo de frente. A mí me interesa mucho el mito de Perseo, donde mirar el horror de frente, que es la Medusa, te petrifica. Entonces lo que hace Perseo es ver a la Medusa en el reflejo de su escudo, para tener una distancia. O sea, hay algo saludable en ver a medias. Y una pregunta que atraviesa el libro es qué cosas funcionan hoy como escudo, para ver el horror y poder remediar algo, en vez de quedarnos petrificados, fascinados o anestesiados. Qué palabras, qué instituciones…
Algo que nos dé una distancia para procesar.
Bueno, ese es el problema del que he estado escribiendo siempre: son tiempos de comer sin digerir y pensar sin procesar. Cuando hay un dolor, muy rápidamente alguien te dice “este es tu diagnóstico”, “tu tema es depresión”, “tu tema es de violencia patriarcal”, en fin. Ahí no hay escudo, en mi opinión. Te dejan en la soledad de una categoría en que no atravesaste tus preguntas. A veces un diagnóstico te puede salvar la vida, eso también es cierto. Pero son caminos singulares, no nos salva a todos lo mismo. Y estas salidas colectivas a veces dañan más, porque son lenguajes que te dejan mudo, sin narración propia. ¿Y qué pasó con todo lo que había adentro?
Pones el ejemplo de alguna persona que, encantada de su hallazgo, remitía la conducta de Abraham en el Génesis a un simple problema de salud mental.
O sea, imagínate. Y eso es muy contemporáneo, como decir que la verdad del amor está en la química. Eso es La naranja mecánica, también: cómo hacemos para que este malo deje de serlo, pero sin que él lo decida. Ahí cuento que a Anthony Burgess no le gustaba su novela, porque su editor gringo le sacó el capítulo 21, donde su personaje crecía y decidía por él mismo. El editor encontró –en los años 60, es muy curioso– que esa era la parte débil. Y es como que nos está faltando el capítulo 21. Como al personaje de la serie Bebé reno, que es un adulto-niño: nunca puede decidir nada, ni siquiera entiende por qué hace lo que hace. Y si el psicoanálisis se trata de algo, no es de darte un diagnóstico, sino de que puedas tomar una posición, implicarte en tus actos. A mí me parece central que volvamos a hacernos una pregunta: ¿qué significa crecer? ¿Qué significa hacerse responsable por las cuotas de libertad que tienes, por tu pedazo de mundo? Como que dejamos de tener respuestas válidas para eso.
Tampoco son preguntas muy estimulantes, más bien cansan.
Es que la libertad cansa, si ese es siempre el problema. Eso ya está en el éxodo de Moisés –eso es lo interesante de la historia: nunca aprendemos nada–, cuando Dios hace unas cosas increíbles para liberar a ese pueblo, pero llegan al otro lado y no les habla más. Y todos empiezan: “Ya, poh, Moisés, dinos ahora qué hacer”. Eso lo encuentro alucinante: la idea de esos dioses invisibles y caprichosos que obligaban al ser humano a responder ante la arbitrariedad. La Biblia son puras historias locas que obligan a responder. Entonces, ya, nos liberamos del siglo XX y todas esas ataduras. Pero la libertad era con responsabilidad, y hemos hecho todo para no sentirnos responsables. Nuestras prácticas y nuestros juguetes empujan a lo contrario: decir cualquier cosa sin pensar, taparse la cara, sacrificar a otro. Es como el call center: ¿quién está a cargo? Nadie.
El problema con los psicoanalistas, cuando hablamos de crecer y hacernos cargo, es que su propuesta abruma un poco: siempre nos quieren llevar a los traumas.
Lo que pasa es que crecer es separarse de la infancia y en eso siempre hay algo traumático, aunque no te pase “algo traumático”. Pasas por varios duelos. El primero es descubrir que tu madre no es tu propiedad o tu extensión. Darte cuenta, por ejemplo, de que si los grandes están hablando y tú hablas encima, molestas. Después entras al jardín y si quieres que te quieran tampoco puedes molestar tanto. Todo eso es un duelo que nadie hace del todo en la vida, algunos más, otros menos. Y las sociedades también tienen algo traumático: hay tiempos que se van acabando, mundos que se van cerrando. Y mi pregunta en el libro es qué hacer con esos estados intermedios, después la pérdida de un mundo —que puede ser separarse de una pareja, una sociedad que entra en crisis, muchas cosas— y antes de pasar a otra cosa. Porque en esos intermedios nos golpea el sinsentido. Y la forma que está tomando ese sinsentido me parece delicada en este momento.
¿Por qué?
Porque está creciendo un tedio peligroso, invasivo, sin imágenes de futuro. No es el aburrimiento normal que nos hace imaginar, iniciar cosas. Es la energía vital que se estanca, porque no hay espacios de deseo para que algo pueda comenzar. Y el aburrimiento necesita una respuesta: si no es el deseo, va a ser el horror. Si no hay Eros, hay Tánatos. Es el hastío del que habla Sartre en La náusea: esa sustancia pegajosa, ese asco de sí que los adictos a las drogas relatan muy bien. Porque no es que estés vacío, estás lleno, invadido, porque se te cae la realidad, esa pantallita que le da sentido a las cosas y te separa de lo crudo.
De ser pura carne sin sentido.
Claro, que es la experiencia de la angustia: el momento en que se te cae ese velo, esa telita de cebolla, esa verdad medio mentirosa que justifica que paremos en los semáforos y llevemos a los hijos al colegio. Porque si todo esto es mentira, si es pura construcción y sólo somos biología y muerte, ¿para qué? De eso se trata la muerte de Dios que intuye Nietzsche, o ese desierto de hastío del que habla Baudelaire. Y digo que es un momento delicado porque hay muchos síntomas de eso: el suicidio de las drogas, los lobos solitarios, o toda esta alegoría narco de las vidas breves, violentas y famosas, que es otra forma asesinato suicida. Bueno, ¿tienen esos jóvenes la posibilidad de enamorarse de la libertad? ¿O sólo les queda el horror para salir de ese aburrimiento asqueroso, mortífero?
Otro síntoma del que hablas en el libro son “las cosas que olvidan morir”.
Si. Lo que olvida morir es lo que no reconoce límites, porque desconoce la muerte. La compulsión olvida morir. La pulsión de muerte no es querer morirse, es no saber parar: otra más, otra más, hasta hacerte mierda. Todo lo que no reconoce su finitud, lo que no tiene temor y temblor, se transforma en una especie de planta carnívora. Y ahí tienes algunas distopías como Crash, la novela que Cronenberg llevó al cine, con esta pareja sexópata que ya lo probó todo y necesita chocar autos para poder excitarse. O Saló, de Pasolini, con estos fascistas que secuestran jóvenes y dicen “vamos a hacer todas las orgías imaginables”. Ya, las hacen. ¿Y qué puede venir después? Lo anal, todos los juegos de caca en la segunda parte. ¿Y después de la caca? El porno duro de la tercera parte, con tortura y muerte.
¿El sexo como fin en sí mismo sería de las cosas que olvidan morir?
A ver, el sexo no tiene por qué tener un sentido trascendente. Pero si es pura búsqueda de intensidad y no de encuentro con otro, cae Eros y queda el hambre. Hace no tanto salió un reportaje en la Cosmopolitan sobre la agamia, que es una especie de anarquía amorosa o sexual, en el fondo para no engancharte con nadie. Entonces busqué “agamia” y significa “planta sin órganos sexuales”. O sea, ¡esta supuesta nueva libertad viene de ahí! Al mismo tiempo se está hablando de la recesión sexual, porque las estadísticas muestran que la gente está teniendo menos sexo. Es muy raro: todo está muy sexualizado en el discurso, en la estética, pero es un not sexo. Y la otra pregunta que se hace mucha gente es por qué nadie quiere comprometerse. O el ghosting en los chats de citas, ¿por qué alguien te habla y te habla pero nunca concreta? Sobre todo las mujeres heterosexuales están consternadas respecto de eso. Y a veces la solución es replicar un poco lo que están haciendo esos hombres.
En el libro, a propósito de la historia de la niña, exploras la figura de los padres terribles pero no patriarcales, sino desafectados, incluso amorales.
Lo que me interesa mostrar ahí es que la filiación no está garantizada. Ahora varios autores están trabajando la idea de que el varón pospatriarcal no es necesariamente el hombre sensible, o podría ser, pero también hay un retorno al macho soltero de la manada. Que quizás tiene pareja, pero es el hombre al que no le interesa proteger, que no tiene una deuda simbólica, que no paga la pensión de alimentos… Los padres patriarcales muchas veces violaban el pacto, pero este desconoce el pacto. Y por eso vuelvo al problema: ¿esta liberación del siglo XXI es con ley, con instituciones? Las fórmulas patriarcales ya no van, ¿pero no queremos otras? A mí me encanta eso que Dios le dice a Lucifer en la Biblia: que es un pagado de sí mismo. Y lo que quiere Lucifer es demostrar que Dios está mintiendo, que todo eso que “no se puede”, en realidad sí se puede. Es como cuando los ateos orgullosos piensan que los creyentes son tontos. Ya, si en secreto sabemos que se puede, sabemos que las leyes son un invento. Las cumplimos –o las transgredimos en secreto– porque el pacto social nos conviene.
En cierto modo, tu pregunta es si queremos botar un mundo para levantar otro o más bien por “nostalgia del desastre”.
Es que hay algo en el desastre que es gozoso. La nostalgia del desastre es lo que según George Steiner pasó en Europa en los tiempos previos a la Primera Guerra: todos los indicadores de desarrollo iban bien, había un entusiasmo por los avances de la ciencia, pero en el arte y la literatura aparecía un anhelo de “quemarlo todo”, los sueños eran de ruinas. ¿Por qué? Porque parece que fue demasiado traumático ser hijos y nietos de grandes revoluciones y guerras, pero no vivir ninguna. Estos tenían que ir a la oficina mientras les contaban las historias de Napoleón o de la Revolución francesa. Al final, es lo que dijo Freud: no hay cultura sin malestar, la que libera también oprime. Y a veces los remedios para el malestar empeoran las cosas.
Y si necesitamos un desastre porque estamos aburridos, ya no hablemos de crecer…
Claro, la nostalgia del desastre es lo contrario de crecer. En el fondo, es una forma de evadir la dificultad y el deber de inventarse una vida. Pero parece que ocurre. Winnicott, un psicoanalista antiguo, también decía que cada cierto tiempo preferimos los conflictos, unirnos a unos grandes nosotros, para no asumir el vértigo de nuestra libertad. Por eso me gusta mucho un consejo que daba Italo Calvino para que el siglo XXI se liberara de las verdades pesadas del XX. Recomendaba una cierta levedad, pero no cualquiera: no puede ser la levedad errática e irresponsable de la pluma, decía, sino la del pájaro, que es determinada, aguda. Eso podría haber sido una guía.
Y se parece al dilema del “pedestal vacío” que planteas en el libro.
Sí, a propósito del pedestal vacío en la Plaza Italia. El problema es que ya no podemos poner a nadie ahí, pero igual tenemos que mirar para arriba. Entonces, hay dos opciones. Una es que aprendamos a creer a cielo vacío, sin dioses. Y sin necesitar que todo cuadre, como el fanático, que por eso termina excluyendo. Y la otra opción es llamar de nuevo a los papis duros que nos vengan a resolver las cosas, aunque hablen con sus perros, como Milei. Algunos dicen que esos peinados de Trump o Milei son una alusión a los romanos, a los hombres antiguos de los imperios. ¿Viste? Al final estamos llenos de ideas duras, pero en códigos del siglo XXI: los populistas fuertes, el algoritmo, los líderes de pandillas, los Elon Musk, los Bukele, el progresismo por su lado llenándonos de categorías insoportables…
¿Y qué sería creer a cielo vacío?
Sería creer en cosas que tal vez, como dice Lucifer, no tienen ningún fundamento, pero que son más interesantes que el nihilismo o el fanatismo. Como la democracia, o el amor. Cuando uno se enamora, una parte de ti sabe que eso tiene algo de ficción, que en realidad ni tú ni esa persona son las más especiales, pero decides creer para que funcione. Finalmente nuestros mayores tesoros culturales son puras cosas que hemos inventado. Ahora, para sostener pactos frágiles como la democracia obviamente hay que creer como adultos, porque se sostienen en la capacidad de asumir compromisos, de aceptar cuotas de desengaño, de pensar y simbolizar los conflictos. Que son las capacidades que hoy se ven deterioradas en la clínica.
También le echas la culpa a la búsqueda de sensaciones fuertes.
Eso tiene que ver con la intolerancia al desengaño, porque la sensación fuerte está buscando la mentira que oculte lo amargo. Como el azúcar, como la cocaína: sentir el subidón o buscar líderes que prometen “libertad, carajo”. En cambio en la negociación, o en la solución de compromiso, no se gana sin perder. Por eso importa la capacidad de hacer duelos, para dejar de buscar respuestas perfectas. Porque todos somos generales después de la guerra, decimos “cómo esas generaciones no reaccionaron ante el nazismo”. Pero lo cierto es que cada época tiene sus mentiras, sus delirios y es muy difícil separarse del pensamiento en masa. A la vez, hay cosas que parece que reparan, pero en realidad no reparan, o incluso son goces del desastre. Como convertir a la víctima en espectáculo, que puede ser algo muy canalla.
En el capítulo “Hijas de malos”, la hija de un genocida argentino te dice: “Ya sabes, todo se convierte en espectáculo, y al apagar las luces, los restos eres tú”.
Sí, convertir tu historia en espectáculo te succiona. Era algo que ya me había preguntado cuando apareció el #MeToo, porque hubo ciertas prácticas de denuncias que te hacían pensar: ya, ¿pero qué le pasa a ella de noche, cuando las amigas ya están durmiendo y se queda sola? ¿Qué pasa con su dolor? ¿Elaboró algo o se quedó en el lenguaje de la crudeza? Reparar es de las cosas más difíciles del mundo, también de las más magníficas. Hay actos de palabra que tienen una cualidad simbólica que cambia lo que toca, algo pasa y eso es misterioso y es asombroso también. Pero todo tiene su virtud y su trampa. Entonces esos escudos siempre hay que estar inventándolos, e interrogando a esos que parecen escudos pero quizás son espadas.
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