La bitácora de Mario Cárdenas: Relato de un chileno escapando de Kharkiv
Mario Cárdenas se instaló hace dos años en Ucrania con su familia, a 20 km de la frontera oriental. La invasión rusa lo encontró ahí y desarmó su vida: dejó su hogar, aguantó bombardeos bajo tierra y, después de muchas penurias, consiguió su objetivo: subirse a un tren que lo sacara del país.
“Llegué a Kharkiv hace dos años, cuando comenzó la pandemia. Antes yo trabajaba en un circo en China, como trapecista. Justo ese 2020 me lesioné el hombro y decidí operarme y hacer la recuperación en Ucrania, donde estaba Irina Andruschenko, mi esposa, y mi hijo Keylan, que acababa de nacer”.
“Como mi recuperación tardaba seis meses, busqué trabajo haciendo otras cosas. Estuve en un call center vendiendo criptomonedas, en centros de eventos para empresas grandes y, ahora último, como profesor de español”.
“En la ciudad siempre se hablaba del conflicto con Rusia, de un inminente ataque de parte de ellos. Pero mis familiares y vecinos decían que sus movimientos de tropas sólo eran ensayos militares. Yo encontraba raro pensar que no iban a atacar, cuando obviamente estaban rodeando a Ucrania. Tú no haces ensayos militares rodeando un país”.
“Me acuerdo que llamé el 20 de febrero a la embajada de Chile en Polonia y les dije: ‘Oye, estoy viendo esto, ¿qué podría pasar en este escenario?’. Ellos me decían que no me preocupara. Que si se daba ese caso, ellos me informarían los pasos a seguir. Ahí mi hermano Luis, que vive en Japón, me mandó un mensaje. Decía que me fuera del país”.
“Yo me empecé a preocupar algunos días antes de la invasión, como el 20 de febrero. Ese domingo habíamos ido al circo. Al regreso, para no agarrar el taco, la persona con la que fuimos, un amigo ruso casado con una ucraniana, se vino de vuelta por las afueras de la ciudad. Vi un batallón completo de camiones, de unos 10 o 15 camiones, con tanques arriba y armamentos de guerra. Pensé que ya era mucho. Le dije a mi esposa, irónicamente, ‘¿si dicen que no pasa nada, ¿qué es esto?’. Ella me respondía que eran ejercicios militares”.
“Hasta el 23 de febrero, yo iba a trabajar y todo funcionaba normal. Mi papá, que vive en Chile con mi hermana Carolina, me llamaba preocupado y yo le contestaba que no pasaba nada. Que ni siquiera había militares en las calles. Todo se veía completamente normal”.
“Yo trabajaba dando mis clases de español. Salía a las 17.00 y volvía después de las 20.00. Me bajaba cerca de donde estaba la intendencia y caminaba un par de cuadras hasta mi casa. Comía con mi esposa, jugaba con mi hijo y me iba a dormir. El jueves empezamos a sentir los bombazos a las 5.00. En ese momento no sabíamos de qué se trataba. Estábamos asustados, obviamente. Cuando nos asomamos, porque justo la parte del balcón del departamento y la parte de la cocina están frente a la frontera de Rusia, vimos los destellos de los estallidos, porque todo estaba oscuro”.
“Fueron dos horas de bombardeo. Cuando empezó a aclarar, vimos el humo. Me acuerdo que saqué una foto. Nosotros, inocentemente, mirábamos por la ventana. Ahora pienso ¿qué hubiera pasado si esos bombazos se hubiesen dirigido a los departamentos? Estábamos en peligro y no nos dimos cuenta”.
“Luego de las dos horas hubo una pausa y llegó un amigo de mi suegro. Decidimos comer, porque no se podía dormir. Entonces prácticamente almorzamos como a las 10.00. De ahí tomamos lo que pudimos y partimos al búnker de mi suegro. Al día siguiente nos llegaron imágenes de unos camiones. Estaban a unos 100 o 150 metros de donde nosotros vivíamos, frente a la cancha donde jugaba a la pelota todos los sábados. También había tanques y un camión de proyectiles ucraniano: todos estaban hechos pedazos por las explosiones”.
“Recuerdo que le envié la ubicación a mi hermano, porque él me decía que tenía que salir de Kharkiv. Yo trataba de explicarle que no podía, que estaba a 20 kilómetros de la frontera rusa. De hecho, le compartí mi ubicación para que entendiera lo cerca que estábamos de los bombardeos”.
“La intendencia donde yo me bajaba del bus para caminar hasta mi casa estaba destruida. No podía tomar la carretera, porque estaba, literalmente, bajo fuego. Los proyectiles pasaban sobre nuestras cabezas, era demasiado arriesgado”.
“Cerca de la villa de departamentos donde vivo hay unos bosques. En un momento llegué a pensar que esa era una opción para salir. Le dije a mi esposa ‘mira, podemos hacer las mochilas y nos vamos caminando por el bosque’. Pero después supe, por un amigo, que había un grupo de ucranianos en ese bosque esperando el ataque de los rusos. Si yo hubiera cometido la locura de irme por allá con Irina y Keylan, nos podría haber agarrado el fuego cruzado. Gracias a Dios no lo hice”.
“Yo no le comenté esto a mi familia en el momento. Cuando me empezaron a preguntar, porque veían lo que aparecía en las noticias, les mentí. Les decía que no pasaba nada, que eso era en otro lado, lejos. Pero yo tenía el fuego al lado”.
Cinco días en un búnker
“En un minuto hubo una pausa entre los bombardeos. Ahí le pregunté a mi suegro ¿qué iba a hacer? Y él me respondió que nada, que esperar. Le dije que había que ser frío, que yo no quería poner a mi familia en riesgo y que lo mejor era irnos de Kharkiv, pero finalmente nos fuimos a su garaje cubierto, que nosotros llamamos búnker: tenía un techo de concreto con un grosor de 30 centímetros. Mi suegro era dueño de dos contiguos. Uno, donde él trabajaba, que tenía una chimenea, y otro, donde metía su auto y estaba la única entrada. Ese que usaba como estacionamiento tenía un subterráneo de tres metros hacia abajo, al que se accedía a través de una escalera. Cuando había bombardeos nos refugiábamos en ese lugar”.
“Aquí se usa mucho que los garajes no estén donde están los departamentos. El de mi suegro estaba como a un kilómetro”. “Nos fuimos caminando de nuestro departamento. Llevamos las cosas de mi hijo: pañales, abrigo para él, unos buzos acolchados que son especiales para el clima bajo cero. Yo me puse unos bototos. También llevamos agua, comida y las cosas básicas para mi hijo. Ni siquiera nos llevamos ropa, casi nada”.
“En ese lugar estuvimos encerrados dos días, no vimos la luz. Al tercer día subimos al taller de mi suegro, donde había más espacio y luz. Al quinto día hubo un bombardeo tan intenso, que se estremeció todo: hasta sonó el techo. No se partió la pared, pero cayeron pedacitos de polvo y tierra de los muros. También se estremeció el portón que era de metal. Fue terrible, un momento de horror y de miedo. Agarré a mi hijo y dije ‘acá en cualquier momento nos cae una bomba’. Mi esposa me dijo que ya no podía estar ahí y decidimos salir. Hasta entonces habíamos respetado el deseo de mis suegros, que aún siguen en el búnker, pero ese día colapsamos”.
“Ese día hubo un intercambio de palabras con mi suegro. Él estaba molesto; es ruso, duro de cabeza. Me decía ¿y para dónde vas a ir? Yo contestaba que a cualquier parte, pero que de aquí me iba. Llevaba días pensando en eso, pegado al teléfono, pensando ¿cómo salgo?, ¿cómo lo hago? No tenía los medios, entonces estaba luchando para salir”.
“Decidimos irnos a donde un amigo, en la misma zona de Pitijarki, como a 500 metros del garaje. Cuando llegamos, sentimos paz: era una casa, estaba calientito, había agua, luz, nos estaban esperando con comida, una cama normal. En el búnker estábamos todos sucios, sin comer bien, sin dormir bien. En esta casa nos sentíamos más resguardados, a pesar de que igual se escuchaban los bombazos. Pero el sólo hecho de estar en una casa era completamente diferente para nosotros. La acústica del búnker hacía que sintiéramos los bombazos en la piel”.
“Por entonces mi familia estaba muy preocupada. Especialmente mi papá, que había llorado harto, según me contaba mi hermana. Para tranquilizarlo le propuse hacer una video llamada. Yo estaba en la cocina de esta casa de mi amigo, y le decía mira: está todo tranquilo. Le mostré la ventana y apunté a la cancha donde jugaba a la pelota”.
“Nunca dejé de estar en contacto con la embajada chilena en Varsovia. Cuando empezó el bombardeo, nos empezaron a mandar mensajes. Pero eran mensajes de texto automático, que decía algo así como: desde la embajada de Chile les pedimos que tengan cuidado, no salgan más. A mí eso me parecía una cosa obvia”.
“El quinto día que pasamos en el búnker, cuando el bombardeo me estremeció hasta el alma, perdí conexión con la embajada. Cuando la recuperé, llamé a la chica de la embajada y le dije con desesperación, ‘por favor, sáquenos de aquí como sea. O nos rescatan o nos llevan en un cajón de aquí’. Yo creo que eso tiene que haberla conmovido, porque me decía que tenía un hijo de la misma edad de Keylan. Seguro que fue por la desesperación, pero el problema era que ella me daba alternativas que no eran viables. Me preguntaba si tenía alguna bandera chilena con la que pudiera salir. Le dije que no. Luego me dijo que por qué no tomaba una sábana blanca, le escribía CHILE en letras grandes y pasaba por ahí. Yo trataba de explicarle que aun así me podían disparar. Le dije que necesitaba un vehículo especial que nos sacara. De alguna organización de Derechos Humanos, de la Cruz Roja”.
Un tren a Úzhgorod
“El problema para salir de Kharkiv era la geografía: teníamos una sola salida y esa estaba toda bombardeada y con fuego cruzado. Obviamente era peligroso y no se podía usar cualquier vehículo, que es lo que yo le dije a la embajada. Fue tanta la desesperación que empezamos a buscar taxis, amigos y contactos. Pero nadie quería pasar por esa zona. Ahí mi suegro accedió a llevarnos a la estación de trenes de la ciudad”.
“El miércoles 2 de marzo llegó con el vehículo y nosotros estábamos con el corazón en la mano, porque esa zona era del terror. Se escuchaban bombas y no sabíamos dónde caían, si estaban lejos o cerca. Aun así, sabíamos que ir a la estación era nuestra única opción”.
“Cuando llegamos todo se veía tranquilo, pero venía gente devolviéndose del terminal y yo les preguntaba qué había pasado. Una señora que salió, que vivía en el mismo barrio que nosotros, nos explicó que estaban devolviendo a la gente porque había mucha. Nosotros nos quedamos igual, pero era un caos. Adentro toda la gente se abalanzaba. Solamente estaban dejando pasar a mujeres y niños. Era desgarrador ver cómo algunos padres se despedían de sus hijos llorando”.
“Mientras esperábamos un tren miré para atrás. Vi mochilas, bolsos, maletas, coches, todo botado en los andenes. La gente se iba con lo puesto. Seguramente llegaban ahí y, como no había espacio y estaban arrancando, dejaban todo tirado. Finalmente, después de unas cinco horas de espera, logramos subirnos a un tren con destino a Ternopol: una ciudad 939 kilómetros hacia el oeste. Partimos a las 14.00 de ese miércoles”.
“Cuando subimos, el tren estuvo parado como tres horas más o menos. Estaban tratando de meter a más gente en los pasillos y en todos lados. Cuando partió el tren y empezó a moverse, fue un alivio inmenso, muchos se largaron a llorar. Pero el tren avanzó 100 metros más o menos y paró. Los funcionarios ferroviarios le pidieron a toda la gente que apagaran los celulares, para que los aviones rusos no captaran ninguna señal del tren. No nos movimos hasta que todos apagaron sus teléfonos”.
“Después de 20 horas de viaje y casi mil kilómetros recorridos, llegamos a la ciudad de Ternopol el 3 de marzo. Estábamos súper cansados, porque no pudimos dormir. La estación de esta ciudad era mucho más pequeña que la de Kharkiv y el flujo de gente también era mucho menor. Pero aún se notaba que la gente estaba escapando”.
“Al llegar a la estación le hablé a la embajada chilena de Polonia. Les dije que estábamos buscando alojamiento y que no encontrábamos. Ellos se movieron rápidamente y nos consiguieron una reserva en un Airbnb. Le conté a mi hermano y a él no le pareció que descansáramos un día en Ternopol. Me decía ‘te tienes que ir rápido’, pero yo le respondí que llevaba tantos días sin poder dormir bien, sin poder comer bien y sin poder bañarme, que necesitaba relajarme”.
“En esa conversación le dije a Luis que después quería partir a Lviv, que estaba cerca de la frontera con Polonia. Pero él me dijo que esa ciudad estaba colapsada, que mejor me fuera a Úzhgorod, donde estaba el límite con Eslovaquia, porque ahí no había tanta congestión de vehículos y personas tratando de cruzar al otro lado. Mi hermano, además, me dijo que allá había bastante gente que entregaba ayuda humanitaria y que facilitaba que entrara gente. En Eslovaquia también estaban los familiares de mi cuñada que me podían recibir”.
“Esa noche costó un mundo que Keylan se quedara dormido. Los niños tienen un horario y con todo esto, a veces dormíamos bien y otras veces no. Ese jueves andaba desorientado e Irina se ofreció a hacerlo dormir”.
“El 4 de marzo volvimos a la estación de Ternopol para tomar un tren con dirección a la frontera de Ucrania con Eslovaquia. El tren paró, pero no abrió sus puertas porque venía lleno desde Kiev. Nos dijeron que pasaría otro en una hora y yo me preocupé. Hacía tanto frío que mi teléfono empezó a fallar. Además, toda la ciudad estaba oscura y en silencio. Eso me dio mucho miedo”.
“Finalmente pudimos subirnos al tren siguiente. Llegamos a Úzhgorod y cruzamos la frontera hacia Eslovaquia, ahora estamos en el hotel tranquilos. Por fin vamos a poder dormir”.
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