La vida sin Tamara

Raúl Moya. Mario Tellez / La Tercera

Luego del homicidio de su hija de cinco años, Raúl Moya se convirtió en otra persona. Dejó de lado su rutina como emprendedor y pasó a dedicar todas sus horas a la búsqueda de los responsables. ¿Qué hace un padre si siente que la justicia puede tardar demasiado? La respuesta de Moya es temeraria: buscar venganza con sus propias manos.


Con un gato en su regazo, Tamara Moya, de cinco años, se presentó a la reunión de Zoom que tuvo para su admisión a kinder. El cambio de colegio no le pareció bien en un principio, pero logró aceptarlo y hasta estaba ansiosa por entrar a clases el 1 de marzo. Una de las pruebas era reconocer papeles lustre de colores. “Tía, si quiere, se los digo en inglés”, dijo a la profesora cuando le asignaron la tarea. Su padre, Raúl Moya (42), dice que era muy inteligente, además de agrandada. Aprendió inglés por su cuenta, en una tablet, le gustaba tomar té en lugar de leche y se sentaba con las piernas cruzadas. Su color favorito era el rosado, uno que su padre nunca usaba.

Moya tiene otros dos hijos mayores, pero solo vivía con Tamara y su mamá, Camila Almonacid. “Éramos puro amor. Era una relación de siempre estar abrazándonos, dándonos besitos, haciéndole cosquillas”, recuerda. Moya recuerda que a la menor le encantaba que él la lanzara a la cama y rebotar. Esa misma cama compartieron hasta la mañana del 26 de febrero. Ese día el padre salió a trabajar por la mañana y le dejó hecho el desayuno. Almonacid, por su parte, debió salir a hacer trámites, por lo que la niña quedó al cuidado de su abuela. Moya regresó al departamento cerca de las 15.00, en una pausa que tuvo en su jornada laboral como emprendedor. Esa fue la última vez que vio con vida a Tamara.

Luego de que el papá se fuera, Almonacid llegó al departamento. Arregló los bolsos y se fue a Casablanca junto a la niña para despedir el verano en una parcela que la familia materna tiene, donde hay una piscina que a Tamara le gustaba. Cuando Almonacid y su hija regresaban a su departamento en Huechuraba el domingo 28, cerca de las 22.00, a minutos de llegar al destino, el auto que las antecedía les bloqueó la pasada. La mujer retrocedió para pasar por el costado, pero dos sujetos armados se bajaron del vehículo y se acercaron a ellas. El fiscal a cargo de la investigación, José Morales, explica que, cuando la mujer se disponía a bajar, uno de los sujetos disparó hacia el asiento trasero, por el lado derecho del auto. La bala atravesó el vidrio, entró al cuerpo de la niña y la mató un día antes de entrar a kinder.

Moya, quien a esa hora estaba en su departamento a la esperando a su familia, cuenta que Almonacid les rogó a los delincuentes que la dejaran sacar a su hija y que ella estaba dispuesta a entregarles el auto. Pero mataron a Tamara y no se llevaron nada. “Es como si el tipo hubiese escuchado que iba la niña y fue para atrás y pegó un disparo a quemarropa”, cuenta el padre. Se fugaron por Pedro Fontova y, hasta el día de hoy, la investigación está en desarrollo. Aún no se ha dado con los responsables. Tamara fue enterrada el jueves 4 de marzo en un ataúd rosado. Dentro, ella estaba vestida de princesa y con sus uñas pintadas de rosado.

Háganmelos llegar

Raúl Moya no pudo vivir su duelo como hubiese querido. Hasta el día del funeral, fue incapaz de dormir. Comenzó a tomar pastillas para conciliar el sueño, pero de todas formas despertaba hasta 10 veces en la noche, pensando que lo ocurrido era una pesadilla. “No sé cómo es vivir un duelo con un hijo. No sé si esto es lo que es o si hay algo más, pero sé que antes de bajar los brazos tengo que buscar justicia”, dice. Para su pareja, Camila Almonacid, tampoco ha sido fácil. Aún continúa en shock y se está quedando en la casa de sus padres. Como familia decidieron que no participara de este reportaje.

La estrategia de Moya fue dedicarle su vida a esto. Pasar cada día dando entrevistas, en reuniones con autoridades, con su abogado, policías, el fiscal a cargo de la investigación y hasta con el presidente Piñera. “Hay que ir a rogar por justicia donde los políticos (…) Pero si no me la da el Estado, la voy a encontrar yo”, afirma Moya.

Con ese fin, el 2 de marzo publicó en su cuenta de Facebook un mensaje que decía: “Si alguien tiene datos de los asesinos de mi niña, por favor háganmelos llegar (…) Alguien debe saber algo, estoy seguro”. A Moya no le gusta usar redes sociales. Antes del asesinato, sus perfiles tenían escasas publicaciones. Pero ese día sintió que era necesario recurrir a las redes para encontrar a los responsables. Gracias a esa publicación, que ha sido compartida más de 162 mil veces, distintas personas se contactaron con él y le entregaron información. Aunque ninguno de ellos, dice, fue testigo del delito.

Todo lo que consigue se lo traspasa a la PDI y al Ministerio Público. El fiscal Morales señala que “hemos tratado de mantenerlo con información respecto a la investigación. El señor ha sido extremadamente colaborador y dentro de su dolor ha podido ayudarnos en la investigación”. De acuerdo al abogado y profesor de Derecho de la Universidad Diego Portales, Mauricio Duce, quien además es uno de los padres de la Reforma Procesal Penal, justamente la comunicación fluida y empática es una de las claves para soslayar la frustración y la deslegitimación hacia la justicia: “El sistema de justicia penal a veces ha perdido mucha sensibilidad y expone a las víctimas a tratamientos extremadamente burocráticos y poco sensibles. Las víctimas sienten que nadie se comunica con ellos, que se comunican tardíamente, que no explican lo que pasa”.

Entre las personas que se comunicaron con Moya gracias a la difusión del caso, hubo cinco padres de víctimas de homicidios. Todos tenían en común, según recuerda, haber quedado con la sensación de que el castigo que les dieron a los responsables no era equivalente al daño causado a sus familias. Los mensajes de estos padres le hicieron pensar que quizás a él podría pasarle lo mismo. El psicólogo e investigador adjunto del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, Héctor Carvacho, sostiene que esa poca fe en las instituciones es algo natural: “Por mucho que la justicia cumpla con los procedimientos y se apliquen las sanciones más severas, nunca va a haber una compensación que esté a la altura del dolor”. El fiscal a cargo del caso, José Morales, admite que en casos así, por más que se empatiza con el dolor de las víctimas, se debe entender que una investigación toma tiempo: “Las personas ante la no existencia de resultados, pueden querer tomar justicia por sus propias manos. Pero eso es algo que a nosotros no nos corresponde ni juzgar ni evaluar”.

Raúl Moya dice que quiere tener confianza en la investigación de la policía, pero reconoce que hay un límite. “Si se me acaba la paciencia y la PDI no hace su trabajo, estoy dispuesto a ir buscarlo a la casa, que no quepa duda”, afirma el padre. Agrega que está dispuesto a esperar un mes desde la muerte de su hija para que finalicen las investigaciones. Más que eso, no aguanta. “El día que crea que esto no va a ningún lado, obvio que estoy dispuesto a pelear por mi cuenta. Si el Estado no me justicia, ¿qué tengo que hacer? ¿Resignarme?”, justifica. Héctor Carvacho explica que la psicología del ser humano vive en un contexto “donde la justicia se repara ahí mismo y directamente”. Por eso, en la sociedad moderna, en que instituciones externas regulan las relaciones humanas cuando ocurren hechos indeseables, se va en contra de las necesidades de inmediatez y de defensa propias de la psicología. Mauricio Duce, además, explica que las frustraciones de este tipo son comunes, pues, ante un hecho grave, a veces la justicia simplemente no está a la altura: “Uno quisiera que los sistemas de justicia criminal pudieran esclarecer y sancionar todos los delitos graves. Pero aun en los más graves, ningún sistema de justicia criminal en el mundo tiene capacidad para todos”.

Dar con un nombre

Raúl Moya es enfático es decir que lo que le parecería justo en el caso del asesinato de su hija es que los tres sujetos involucrados mueran. “No hay otro castigo con que pueda quedar con una sensación de justicia”, afirma. Sin embargo, sabe que es improbable. Hasta antes del asesinato de su hija, el debate sobre la pena de muerte no era algo que ocupara espacio en su mente. Aun así, reconoce que el año pasado no le pareció mala idea reponerla cuando vio en las noticias el caso de Ámbar Cornejo, la adolescente asesinada en Villa Alemana. A Moya le hizo ruido una entrevista que TVN hizo al imputado del crimen años atrás. En ella, el hombre reconoció que no descartaba volver a matar. Y a pesar de eso, fue dejado en libertad condicional en 2016. “Era un psicópata, había matado a dos personas. Carlos Pinto le hizo la entrevista tragicómica en que decía que volvería a matar”.

A raíz de los asesinatos en seguidilla de Tomás Bravo, Itan Padilla y Tamara Moya, y como suele ocurrir en crímenes que involucran a niños, políticos como la diputada Pamela Jiles y el candidato presidencial Mario Desbordes, se mostraron partidarios de la muerte de los criminales. Consultado por el tema en Radio Infinita, el ministro de Justicia Hernán Larraín sostuvo que reponer la pena capital en Chile “no está en las posibilidades”, pues el país ha asumido compromisos internacionales que lo impiden. En este sentido, el abogado constitucionalista y académico de la facultad de Derecho de la Universidad de Santiago, Francisco Zambrano, explica que la actual Constitución dice que la pena de muerte se puede aprobar en Chile mediante una ley de quórum calificado. Pero, debido a que el país forma parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ha quedado establecido que la pena de muerte es contraria a los DD.HH y que “los países que la han abolido no pueden reponerla”.

Entre los mensajes que comenzaron a llegarle tras su publicación en Facebook, el 2 de marzo recibió uno que incluía un nombre, una foto y hasta una dirección. Supuestamente se trataba de la persona que jaló el gatillo que mató a Tamara. Lo primero que hizo fue hacerles saber a los policías sobre la existencia de mensaje, para que lo investigaran. “Cuando vi la foto, tuve el sentimiento más normal posible: ganas de matarlo con mis propias manos”, recuerda el padre. Aunque dice saber la dirección, el hombre ha decidido esperar a que la Fiscalía y la PDI concluyan sus investigaciones. La policía le pidió no ir hasta allá, porque podría entorpecer su trabajo. Y él ha obedecido. Tampoco quiere publicar ninguno de los datos, porque teme que puedan “pagar justos por pecadores”. “En su casa puede haber inocentes. Y no puedo honrar la memoria de mi hija si le hago daño a quien no corresponde”, explica Moya.

Mientras espera que den los culpables, Moya ha mantenido la pieza de su hija tal como ella la dejó el 26 de febrero. Dice que le gusta ver las fotos de Tamara, las que están colgadas por todo el departamento y las que guarda en el celular. “Yo no voy a ignorar a mi hija para sentir menos dolor. Ojalá sentirla lo más cerca posible siempre”, cuenta. Y lo hace: cada mañana al despertar siente que ella está ahí, dándole fuerzas.

Esa presencia que siente no es lo único que ha cambiado en la vida de Raúl Moya.

Hay algo más. Ahora, el color que más usa es el rosado.

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