Manuel Canales, sociólogo: “Para encauzar el estallido hay que interpretar su esperanza, no sólo su rabia”
Aunque prefiera no hacerlo, Canales podría decir que lo vio venir: venía diagnosticando hace años una subjetividad juvenil en camino de hacer crisis, y hasta un posible regreso de “El baile de los que sobran”. Desde noviembre se ha dedicado a escuchar a profesionales jóvenes que no conocieron la antigua pobreza, pero tampoco se realizaron como clase media. Asegura que la crisis, antes que política o económica, es la de un sujeto no se halla a sí mismo en su vida cotidiana, pues la sociedad le ofreció otro destino y él cumplió con su parte del trato.
“Temo que esto vaya en camino de hacer crisis. Que los jóvenes cobren”. Así ponderaba Manuel Canales, en 2016, el hastío que se dejaba oír en los grupos de conversación que dirige desde entonces con estudiantes de liceos (municipales y subvencionados), de institutos profesionales y de universidades privadas no selectivas. Vale decir, con las generaciones que hicieron suya la promesa meritocrática de un nuevo Chile (“ahora tú puedes”), pero cuyos discursos, de un tiempo a esta parte, comenzaron a modular palabras más oscuras: fracaso, frustración, fraude.
Profesor de la Universidad de Chile y conocido en la academia por sus metodologías cualitativas, Canales atribuye esa decepción a un problema estructural: la masificación de la educación superior no se correspondió con un proyecto de desarrollo capaz de ofrecer calidad de vida y movilidad social a los profesionales que emergían de las clases populares. “Como nuestro mercado laboral aún se basa en el trabajo simple –sostiene el sociólogo–, los egresados de instituciones no selectivas quedaron en un limbo. Muy pocos encontraron plazas acordes a la expectativa que les habían creado: ganar bien, pero además jugarse su opción de llegar arriba, valer por lo que saben y no por sus horas-hombre, ‘ser alguien’. No había buenos empleos para ellos ni caminos hacia los puestos directivos de la sociedad. Y cargaban con el gran peso de vivir ese resultado como un fracaso personal, pese a que era tan predecible por su condición social”.
Esa última contradicción, cree Canales, fue la que explotó el 18 de octubre.
Para calibrar las energías del estallido, Canales y su equipo (Víctor Orellana, Fabián Guajardo y Cristina Hernández) concentraron los grupos de discusión en profesionales de 30-35 años que egresaron de “instituciones privadas, masivas y no selectivas”. En sus biografías, afirma, “la sociedad chilena fundada a fines de los 70 ya ha desplegado todo su programa. Son el héroe de la época: vivieron su apogeo en la niñez de los 90, salieron de liceos municipales o subvencionados de copago bajo y lograron titularse con gran esfuerzo, trabajando y/o endeudándose. Les llamaron la ‘nueva clase media’ y sus familias, de hecho, ya no son pobres. Pero son un héroe derrotado, que no encontró el objetivo al final del camino: la mayoría trabaja en otra cosa y empiezan a resignarse a un destino limitado, achatante. Y a diferencia del 2011, ahora son ellos, no la antigua clase media, los intelectuales orgánicos del movimiento popular. Son una conciencia social inédita en la historia de Chile”.
¿Por qué?
Porque nunca antes hubo esta masa de sujetos populares disciplinados en el lenguaje formal, que hablan la lengua del amo, digamos, la lengua de la ciencia y del poder. Quizás esa educación no les cumplió su promesa, pero sí les quitó el yugo: dejaron para siempre de ser inquilinos. Por eso dicen “lo que tenemos claro es que ahora los poderosos no se van a atrever, saben que la gente no acepta más abusos”. Ya no se ven en el espejo del débil o del pequeño. Tampoco del profesional exitoso que no fueron. Se ven en el espejo del decepcionado, del explotado. Creo que el sistema político aún no conecta con el actor de esta crisis, que en su origen no es política ni económica, sino una crisis del cotidiano en el mundo popular.
¿Cómo sería eso?
Es una disconformidad subjetiva, un no poder hallarse a sí mismos en las reglas del juego que les hicieron jugar. La sociedad neoliberal les propuso un modo de vida, un modo de ser sujetos, que para ellos no llega a realizarse. Pueden cubrir sus necesidades básicas, pero el trato decía que después de titularse venían los goces del mercado, armar tu propio camino en un mundo de elecciones, no quedar pegado a la ley de la necesidad. Y cuando tu cotidianidad no calza con el orden que le dio sentido, no es soportable: sientes que tu reproducirte a diario es sólo sobrevida, que no hay un respiro para ser sujeto. El consumo, que debía cumplir esa función, llegó a cambio de un endeudamiento crónico y de empleos que te optimizan todo lo que pueden, siempre rotando, con turnos parciales, sin una trayectoria que te permita valorizarte con el tiempo. La vida diaria, entonces, “no paga”, “es fome”, “es penca”, ya sienten que es mal negocio sumarse al carro. “Se puede vivir, pero no se puede surgir”, es la frase que siempre aparece. Y cuando eres viejo o te enfermaste, te aplican una racionalidad optimizadora que te vuelve a negar como sujeto. “Te dejan morir”, como dicen. Lo que es una exageración, porque hoy la salud es mejor que antes. Pero hay que leer el dolor subjetivo detrás de esa frase: nos invitaron a ser individuos y seguimos siendo masa.
Los testimonios, extraídos del informe que preparan los investigadores, corresponden a los grupos de discusión que tuvieron lugar a partir de noviembre pasado.
Uno trabaja para pagar, para puro darse vuelta, uno trabaja para comer, no para disfrutarlo. Lo mismo pasó con la gente. La gente se aburrió.
Si a uno ya le cuesta vivir ahora, imagínate después cuando estés viejo, con las canas de todas las deudas. Porque yo siempre me he propuesto: ya, hasta este mes voy a comprar a crédito, el otro mes voy a vivir con el sueldo. Y no, se arrastra, se arrastra…
Gente que ha trabajado toda su vida después está empaquetando en el supermercado, me da una pena, vendiendo hasta parche curitas, o sea, llegar a esa realidad es súper triste, si uno trabajó y se sacó la mugre.
Pero se aburrió la gente más joven, porque pocos adultos llevan nuestra ideología. (…) Están acostumbrados a eso, a este sistema. Piensan que ellos vinieron a trabajar nomás, a sacarse la cresta por los hijos, darles educación y todo y acostumbrarse a lo de siempre. No salir, no disfrutar.
A nosotros nos han sistematizado tanto, como con el tema del esfuerzo… Yo no quiero tener que estar trabajando 8 o 9 horas diarias para que mi hijo estudie, si los estudios se los tienen que dar. Yo quiero trabajar para quizás sacarlo a pasear, para comprarle cosas, para darle, quizás, algún lujo…
El combustible del estallido, objeta Canales, no fue el supuesto temor de los sectores medios a recaer en la pobreza. “No sé de dónde sacan esa tesis. Estas generaciones no tienen el ‘miedo inconcebible a la pobreza’, porque nacieron después de esa pobreza. Por eso pueden pedir más. El año 89 hice un estudio sobre demandas sociales y lo que decía el pueblo, con mucha sensatez, era ‘hay que ser cuidadosos, no pedir más de lo que se puede’, por miedo a la pobreza y a la represión. Hoy no le teme a ninguna de las dos cosas”.
¿Ni siquiera con la pandemia?
Sí, la pandemia instaló el miedo a la crisis de solvencia, que antes no estaba. Pero se entiende que es pasajero, así dure uno o dos años. Si el neoliberalismo, efectivamente, sacó a este país de la pobreza, ¡eso es evidente! Pero de tanto celebrar ese éxito, se aferró a dos premisas erradas. Uno, todos los que no son pobres, son clase media. “Clase media de bajos ingresos”, dijo Enrique Correa alguna vez. Y dos, la sociedad nos agradecerá eternamente haber hecho este gran cambio. Los de mi generación sí lo agradecen, porque eran pobres hace 400 años. Pero sus hijos entienden que, si tú estudias y trabajas, eso es normal. Y que lo anormal es tener que sacrificarse para sobrevivir mientras la élite publicita su abundancia. Eso es muy interesante: esta generación es post religiosa. El mundo popular se formó históricamente en la idea del sacrificio: la vida en la Tierra era dar testimonio de una voluntad que luego te era retribuida eternamente.
En el jardín definitivo.
Por cierto. De manera que el buen inquilino, a la larga, muy a la larga, tenía un mejor destino que el trabajador neoliberal. El joven popular de hoy está entregado a un pacto íntegramente pragmático. Y se identificó desde lo más profundo con ese camino de promoción. Su trayectoria educacional, además de ser una inversión, era un viaje identitario. Entonces, cuando egresan y el camino se corta, quedan vueltos sobre un espejo que los niega. Y sin saber en qué fallaron, porque hicieron todo lo que tenían que hacer. Por eso no es miedo, sino una decepción que deprime e incluso oprime, enrabia. Y que llevan con melancolía, porque cada trabajo que toman es un paso atrás, una progresiva renuncia a la meta original.
Frustrante, porque no se encuentra pega en lo que estudió, entonces uno se va por alguna rama…
En educación física cada vez los campos se hacen más chicos. Haciendo una reunión con nuestros excompañeros, son dos los que están trabajando actualmente.
De mi generación egresamos como 30. Y actualmente, lo que he logrado conversar, hay trabajando cuatro. Los otros en bancos y trabajos esporádicos.
Egresamos como 15 o 20 y sólo dos están trabajando en prevención.
Como que uno sale a un mundo donde las puertas ya están cerradas por el solo hecho de que uno no cumple los requisitos de experiencia… Uno se va desmotivando y al final agarra lo que hay.
Y dicen “usted va a ganar 500 los primeros tres años, porque tiene que adquirir experiencia”. Y cuando ya tienes los años, dices ahora voy a ganar mi sueldo de ingeniero, voy a poder vivir bien, voy a viajar al extranjero, a disfrutar la vida. Y de adónde, te cortan po, porque ya le sales muy caro a la empresa. Y después le toca a otro cabrito, y así po, te tienen en un sistema.
Al salir de la Católica o de las que salimos nosotros, obviamente van a elegir al de la Católica. O sea, si alguien de recursos humanos tiene todos estos currículums, lo que hace es revisar si son de la Católica, de la Chile, de la Usach, y entre esos eligen.
Es desmotivante, es muy decepcionante… Yo creo que uno se proyecta… entonces es un proyecto donde uno se endeuda, uno invierte tiempo y lucas, su intención, su concentración, todo en eso…
Está esa impotencia, por un tema de que uno se esforzó. En mi caso yo era la mejor de mi curso y estoy trabajando en algo nada que ver (…). Queda todo en vano. Entonces mejor al final hubiera salido del colegio y trabajado al tiro. Hubiera tenido la experiencia que me piden y todo.
Uno sale y piensa que en cualquier momento comienza, que el desempleo es transitorio. Yo por lo menos no pierdo la esperanza, no pierdo la fe.
Yo creo que estudiar ya no es como para ganar más plata, es como una autorrealización para uno y saber que se la puede. En mi caso yo me la pude y dije lo hice. Pero en ventas, una vez le dije a un compañero que había estudiado esto y casi se mató de la risa… Él no estudió nada y ganaba casi un millón 8, el compadre sabía y trabajaba de otra manera, andaba jodiendo gente.
Dices que el estallido social produjo una gran liberación de culpa en el mundo popular.
Eso es muy importante. Ese lamento individual, que no contaba con una palabra social de mayoría que avalara su experiencia, en los últimos años empezó a resonar en cadena. Y cuando esa resonancia estalla en octubre, genera un giro existencial espectacular: pasan de deudores a acreedores. Ya no eras el winner ni el loser, eras uno más de los tuyos, de los que ocupan un mismo lugar en la estructura social. Eso es saludable, les permite decir “la culpa no era mía”, como LasTesis. Fue una experiencia de revelación colectiva, que ellos mismos describen con metáforas muy propias de una conversión religiosa: “nos sacamos la venda”, “abrimos los ojos”, “se nos movió el piso”. Se cae una venda y aparece otra mirada, que es como nacer de nuevo, porque tú eres como miras. En el caso de los evangélicos, el Señor hace la fuerza. Aquí la hizo el grupo, la copresencia. Pero haber descubierto esto por pura resonancia, sin teoría ni ideología, es también una gran debilidad del movimiento.
No se reemplazó una ideología por otra.
Exacto, sería una conversión en ciernes, como quien empieza a desconfiar de un credo, de una grey, pero sin encontrarse a la vuelta con un libro que diga la nueva verdad. Pero sí hay un orden de lo posible que se trastoca: la individuación total, que es el fundamento del neoliberalismo como régimen de subjetividad. José Piñera, con gran claridad, entendía el año 78 que ellos no estaban construyendo políticas de educación o salud, sino un nuevo sujeto formado en el mercadeo. Porque él veía que los obreros europeos, aunque vivieran bien, eran seducidos por el marxismo. Se requería entonces una revolución no restauradora, sino fundacional, que pusiera el centro de la vida en las decisiones individuales y no en el Estado: cada quien gestionando, incluso en la educación y la enfermedad, su pequeño patrimonio, pensando como estrategas y mercaderes. Esa era para él no sólo la sociedad más próspera, sino la mejor blindada contra ideas revolucionarias. Por eso la pensaba como la última revolución. Esa lucidez de Piñera, décadas después, aparecía en nuestros estudios al preguntarles a las personas por las escuelas: toda su conversación era sobre la elección de escuelas, ¡nadie hablaba de educación! El verbo para todo es elegir. “Maule elige cultura”. ¿Por qué no “hace cultura”, “crea cultura”, “goza con la cultura”? “Elige vivir sano”, elige, elige, ese es el corazón del régimen de individuación. Pero claro, faltaba un detalle: tus elecciones son dentro de tu estrato. Finalmente, por tus lucas.
¿Y qué opuso el estallido a esa lógica?
Al menos, desató energías de cooperación y de fraternidad que impugnaron el mercadeo de la vida. Antes eras un radical perdido si salías con ese discurso, ahora es lo que la escucha colectiva quiere oír. Yo sigo la voz colectiva porque trae consigo la escucha colectiva, y eso es lo que cambió: un modo de escuchar las cosas. Antes era el miedo del “bueno” a mezclarse con la turba, ahora la mezcla fue deseada, valorada, disolviendo la partición entre clases bajas y medias y volviendo a ponerla más arriba, entre pueblo y élites. Eso es muy disruptivo, porque desmiente el esquema de integración social que podía ofrecer este modelo, lo vuelve indecible. Ser “clase media” de este nuevo tipo ya no alegra, se volvió casi sinónimo de “estoy cagado”. En fin, estamos viviendo la condensación de un proyecto de sociedad que, en sus propios parámetros, fue muy exitoso. Una nueva sociedad emergió de él, no es poco.
Y si sacó al país de la pobreza y desenyugó al pueblo, ¿pudo ser tan malo? Hubo que esperar algunos siglos para que pasara eso.
En efecto, y eso es constatar la impotencia de la modernidad que no tuvimos. Todo el relato que nos hacemos del Chile anterior al Golpe, es el de un proyecto que no se realizó, que no logró superar la pobreza ni disolver la sociedad estamental heredada de los fundos. Y el neoliberalismo se preció de hacer ambas cosas, pero sólo había hecho la primera. De ahí su individuación incoherente, que termina formando a los mismos que después le van a sobrar por la complejidad de su formación. Y también es fascinante reconstruir cómo la sociología chilena fue acomodando las piezas de ese proceso. Yo podré tener diferencias con Tironi o Brunner, pero son excelentes en lo suyo, son unos dibujantes de sociedad.
Según el último informe sobre educación de la OCDE, Chile es por lejos, entre los países miembros, aquel donde tener estudios terciarios implica una mayor retribución salarial respecto de quienes no los tienen. ¿Cómo encaja ese dato en el panorama que planteas?
Siempre hay que cuidarse de los promedios. Ese dato abarca a toda la población activa, no sólo a los jóvenes, y a todos los egresados de universidades tradicionales y privadas de élite, que suben mucho el promedio. El caso es que la matrícula de educación superior, a comienzos de los 80, no llegaba a los 200 mil estudiantes. Hoy supera el millón 200 mil. Y sin embargo, la oferta laboral para directivos, profesionales y técnicos de nivel medio no alcanza a sumar el 30% de la matriz de empleo. Es decir, más del 70% de las plazas son para trabajadores simples o cuasi simples. Mejor pagados que antes, sin duda, pero en los 90 nadie les dijo que iban a estudiar y endeudarse para quedarse en la condición del jornalero.
Hace algunos años decías que el relato inclusivo de los 90 “desactivó a Jorge González”, pero que un nuevo baile de los que sobran estaba tomando forma.
Eso sintetiza una historia entera. Desde el 85 al 92, “El baile de los que sobran” lo cantaban los nuevos incluidos −en la educación secundaria− que se descubrían excluidos al salir de cuarto medio porque no podían entrar a la U: “Esto les servía a otros, no a mí”. Fue la primera crítica a la expansión neoliberal desde una posición popular. Luego viene el apogeo del modelo y la educación superior no selectiva responde la crítica de Jorge González: no sobrarás, podrás ser un profesional, lo que siempre has querido. Eso le da sentido a la secundaria, como tránsito a esa otra puerta, y por lo tanto esa canción pierde todo sentido. ¿Cómo van a sobrar, si ahora pueden estudiar, trabajar, consumir y hasta endeudarse? Esa fue la propuesta de inclusión que reguló las expectativas de las nuevas generaciones hasta ahora. Pero una vez que en octubre cristaliza colectivamente que ese nuevo derrotero también reproduce la partición social entre los de arriba y los de abajo, vuelve la canción en calidad de profecía. Se ha cerrado un ciclo.
Pero las lógicas de mercado ganaron un cierto arraigo en el intertanto.
Claro, en 2011 ya había algo de esto y el modelo lo absorbió sin problemas. Su lógica optimizadora nos programó a todos, también sus críticos hemos jugado ese juego durante 40 años. Yo hago cursos sobre el ethos neoliberal, organizo seminarios, proyectos Fondecyt, estoy preparando un libro… ¡eso es ser neoliberal! Soy mi propio capital y le saco renta por donde puedo. Y hay un sujeto popular que desde octubre está callado, pero que encontró ahí una horma, una forma laica del sacrificio: es duro, pero me funciona, es una vida ordenadita y me la puedo armar. Esa voz hoy le teme no sólo a la violencia, sino a que le cambien el método. En vez de “abrió los ojos”, ellos dicen “la gente se volvió loca, se creyó que es cosa de querer y pedir”. Esa voz sigue siendo muy potente. Y es muy orgánica, porque aplica a todo la misma ley y está muy pegada a las reglas de la realidad cotidiana. La otra voz es emergente, pero tiene a su favor la energía subjetiva, esa rabia nacida de la frustración y el abuso, y la novedad de responder a un nuevo colectivo que al menos le permite imaginar que habla en nombre de una nueva realidad.
La derecha, desde las primeras horas del estallido, apeló a la aparición del pueblo que pide orden, su aliado histórico en las clases bajas. ¿Por qué crees que ese pueblo no apareció?
Quizás porque el sujeto más conforme, que quería seguir cultivándose como nueva clase media, ya no tiene el espejo oficial que le decía “vas bien, tú eres el que ha entendido estos tiempos”. Se siente solo. Por un lado, las clases dirigentes han tenido unos discursos muy erráticos desde octubre. Y por el otro, la comunidad, los suyos, están en la otra, cuestionando su palabra de individuo que sólo se hace cargo de sí mismo. La actitud de Desbordes no es para sorprenderse: todos los que conocen el Chile popular entienden lo que ahí está latiendo.
Conducir la crisis
Los testimonios que hemos comentado fueron recogidos antes la pandemia. ¿Cuánto crees que han cambiado las cosas?
Yo he seguido haciendo grupos de discusión, ahora por internet, y lo que abrió octubre sigue ahí, pero con el entusiasmo más apagado, porque la pandemia abatió los ánimos. Lo incuestionable es que estamos absolutamente pasados de emociones. Son dos crisis de normalidad seguidas, nos tocó como a nadie. Y también es cierto que las voces asustadas de octubre, si bien minoritarias, ahora están muy asustadas. En las poblaciones todo se puso espeso de nuevo, porque claro, hay necesidad y vuelve el roce allá abajo. Y aparece como una idea de fuga, “no, nosotros lo tenemos claro, nos vamos a ir al sur”.
Desde la izquierda se ha planteado que el modelo de sociedad nos impidió responder mejor a la emergencia. ¿Estás de acuerdo?
El virus hizo sufrir a las sociedades de todo tipo, no sólo a las neoliberales. Pero sí creo que, desde la experiencia subjetiva, lo pasamos peor de lo que tocaba. Ahora en la Universidad de Chile hicimos una encuesta sobre la vida bajo pandemia −una buena encuesta, no una colección de opiniones− y la sensación de la gente es que esto lo enfrentamos solos: sin un mando confiable y sin una moral de grupo o de tropa. No se sintió al colectivo como aliento y acicate. Yo no sé si eso impactó en lo sanitario, pero cruzando una tormenta con mando y con mística grupal se sufre un poco menos, y esas falencias sí las vinculo con una sociedad consagrada a la individuación. Los y las jóvenes, además, son quienes peor lo han pasado en términos emocionales, tienen los ánimos negativos muy marcados. Yo me temo que los hijos de este tiempo pueden estar viviendo una conmoción epocal importante. Cambio climático, estallido social, pandemia… Es difícil hacer pie en una realidad que se desfonda.
Y el estallido, por lo que se lee en los testimonios, radicalizó su desprecio por la política. Les confirmó que “la cosa es sin partidos”, que “izquierda y derecha tienen la misma polera”.
Así es. “Yo voy a las marchas porque no son políticas”, repiten mucho y con aprobación de sus pares. Es complicado, porque la sociedad volvió a quedar muy politizada como en los 60 o los 80, pero ahora sin agentes políticos socialmente validados. Ven a la política institucional como el terreno de las clases dirigentes, a las cuales hay que interpelar a la manera del pueblo que es marchar, marcar el poder propio.
También se “comprende” el uso de la violencia, porque sería el único modo de hacerse escuchar.
Aclaremos que yo hablo de las energías sociales masivas que movilizaron esto, no de grupos que se atribuyan posiciones de avanzada. Pero sí, la percepción es que el poder político reaccionó por temor y no por convicción. Y lo expresan como un aprendizaje que vendría de la Revolución Pingüina y que han visto confirmado una y otra vez: “En este país, si no te temen, no te escuchan”. También hay otros que critican, que dicen “oye, están saqueando negocios chicos, esto se convirtió en tierra de nadie”. Pero es la otra voz la que genera consenso, incluso entre los que no marchan: “es ahora o nunca”, “no hay de otra”. El problema es que un estado de explosión permanente podría darle continuidad al movimiento, pero le impediría tomar formas políticas e ideológicas más densas. El peor escenario sería que ciertos vanguardismos impropios vayan carcomiendo la dimensión política de la marcha del millón y medio, porque tarde o temprano hay que volver a la política.
Si eso implica traducir la variedad de demandas en un proyecto político coherente, ninguna fuerza parece apta para asumir el liderazgo.
Sí, la crisis es también de alternativas históricas. Pero el movimiento de octubre, en medio de la rabia, también echó a volar una esperanza colectiva. Es una gran novedad en la trayectoria de estos grupos y hay que ponerle mucho oído. No veo suficiente conciencia, en los actores más afines al movimiento, de que para encauzar el estallido hay que interpretar su esperanza, no sólo su rabia. Es una esperanza que recién intenta codificar su lenguaje: la dignidad en el trato, el aseguramiento de derechos sociales, la sanción a los abusos, la igualdad de oportunidades. Pero es una esperanza sensata, no es maximalista. Tampoco tiene nada de socialista, es casi una especie de liberalismo popular. Pero eso, en una sociedad estamental como la nuestra, exige algo más parecido a una refundación que a un “más de lo mismo”.
¿Cuál podría ser la diferencia entre responder a esa esperanza y crear un nuevo repertorio de falsas expectativas?
No se trata tanto de hacer una “promesa”. Más que un cambio específico, están esperando un cambio de la clave en que ocurre su vida social y la de sus hijos. Politizar esta crisis pasa por una invitación, una convocatoria, a darnos otra oportunidad como sociedad. Yo apelaría a una voluntad democrática para debatir con claridad sobre el modelo de desarrollo: con qué racionalidad queremos gestionar la educación, la salud, el empleo, la matriz productiva, el problema ambiental. El modelo extractivista, basado en la clorofila y la geología, no da para mucho más que esto: un segmento muy menor de puestos de trabajo complejo y una masa muy mayor de empleo descualificado. Ahora les dicen a los jóvenes que las carreras con futuro son las de gestión de información, como si alguien estuviera montando aquí un Silicon Valley. Invertir en puestos de trabajo complejo es caro, y es lo que nuestra clase dirigente siempre ha postergado, acomodada quizás en la ideología inconsciente chilena: si los de abajo tienen empleo, ¿qué más se puede pedir?
Los pactos sociales como el que propones, en países democráticos, rara vez han funcionado cuando no nacieron de un consenso transversal. ¿Ves ahí un problema?
La pregunta es qué tipo de consenso podría tener eficacia. El proceso constituyente abre un camino pero no codifica la disconformidad, no aparece en estas conversaciones. Contener esta rabia, creo, pasa por que alguien diga “aquí nos están pidiendo un modelo de desarrollo distinto”, que al menos eso quede claro. Y lo que dijo Cecilia Morel con sucinta lucidez: habrá que empezar a compartir los privilegios. Desde esos planteamientos se puede aspirar a conducir la crisis desde la esperanza y no desde la rabia.
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