Pilar Larroulet: “Muchas veces las condenas cortas, o incluso sin cárcel, previenen la reincidencia mejor que las largas”

PILAR LARROULET
Foto: Mario Téllez / La Tercera

La criminóloga e investigadora de la PUC confiesa “cierta desesperación” ante el proyecto de ley sobre penas de cárcel que avanza hoy en el Senado. Asegura que se está respondiendo al temor de la población con recetas ineficaces y, además, peligrosas. Que el discurso progresista sea menos punitivo, observa también, no siempre repercute en las políticas que se implementan: “Hay que admitir que la ‘puerta giratoria’ es un gran eslogan: ha logrado sentar en la misma mesa a personas que, se supone, debiesen pensar distinto”.


A medias pidiendo excusas, a medias rayando la cancha, la entrevistada adelanta que a la mayoría de las preguntas responderá así: “No tengo una respuesta tan clara para eso”. Le incomoda la prensa, pero asume parte de la culpa: su zona de confort es la academia, donde se responde a la evidencia y no a la opinión pública. Y en este caso la evidencia, ante las grandes preguntas, no es concluyente. “El delito es un tema muy complejo que en general entendemos poco. ¿Por qué aumenta o disminuye? Hay un montón de teorías y estudios empíricos, casos muy investigados, pero las conclusiones no son tan claras. La verdad, tenemos más herramientas para intervenir los aumentos de violencia que para explicarlos”.

Reconocida por haber dirigido el estudio sobre reinserción femenina más importante que se ha realizado en el país, Larroulet –hija del exministro– estudió Historia en la PUC. Al egresar, sin embargo, hizo un voluntariado en la cárcel de mujeres de San Joaquín, donde además de enseñar computación sostenía largas conversaciones con las internas. En paralelo cursaba el magíster en Sociología con Eduardo Valenzuela, quien la vinculó con los estudios sobre el mercado de drogas y los presos por microtráfico. Más tarde se doctoró en Criminología y Justicia Criminal en la Universidad de Maryland.

Hace algunas semanas publicó en La Tercera –junto con Javier Wilenmann– una columna destinada a preocupar. ¿El motivo? Los potenciales “efectos devastadores” del proyecto sobre penas carcelarias que se tramita en el Senado. La iniciativa eleva de 61 días a un año la pena mínima de cárcel para todos los reincidentes, a la vez que limita su acceso a salidas alternativas. Con estas y otras medidas (también suben las penas para delitos de mayor connotación social) se pondría “Fin a la puerta giratoria”, título de una comentada columna que los senadores Felipe Kast y Ximena Rincón –impulsores del proyecto– publicaron en El Mercurio en marzo pasado. Más de 100 penalistas y criminólogos firmaron una carta en oposición a la reforma, que el Senado ya aprobó en general con 38 votos a favor y cuatro abstenciones.

Pertenece a un gremio académico que suele agarrarse la cabeza viendo cómo la sociedad discute sobre su tema. ¿Sufre de ese problema?

Me pasa en ocasiones, digamos. También hay que entender el temor, no te puedes quedar con las puras cifras. Pero con este proyecto sobre penas carcelarias sí me agarro la cabeza, con cierta desesperación. Hay que decir que este acuerdo más general entre gobierno y oposición, que incluye otros 30 proyectos, tiene un lado positivo, porque en seguridad es imposible avanzar sin acuerdos de Estado. La razón es muy simple: las intervenciones de largo plazo no ven frutos inmediatos. Pero las malas decisiones también son de efectos duraderos, y por eso hay que tener mucho cuidado cuando hay una presión por legislar rápido. Hay políticas que, con las mejores intenciones, pueden terminar en resultados desastrosos. Y este proyecto tiene muchos problemas, pero uno extremadamente crítico: subir la pena mínima de 61 días a un año va a aumentar la población penal en un 30%, según la proyección que hicimos. ¡En un sistema que ya está al límite de capacidad! ¿Y esto para lograr qué objetivo?

Reducir los delitos, se supone.

Claro, ¿pero por qué ese aumento de la pena haría caer los delitos? El proyecto tiene como base teórica –según los propios senadores– el modelo de disuasión de Gary Becker: la idea de que las personas evaluamos costos versus beneficios, y que el gran costo que nos inhibe de delinquir es el castigo. Pero lo que muestra la evidencia empírica, de manera muy consistente, son dos cosas: uno, la cárcel sí tiene un efecto disuasivo, aunque mucho menor del que se piensa; y dos, lo más disuasivo es la certeza de que habrá un castigo, no su severidad. Toda nuestra atención debiese estar en cómo aumentar la certeza, pero la vamos a poner otra vez –porque tropezamos siempre con esta piedra– en aumentar la cantidad de pena.

O sea, ¿aumentar una pena de 10 a 20 años no ayuda a prevenir ese delito?

Sabemos que ese efecto es marginal. Y es marginal para prevenir que cometas un delito por primera vez, pero también, si ya estuviste preso, para inhibirte por temor a un nuevo castigo. Incluso hay programas más nuevos, de los últimos 10 años, que muestran que muchas veces las condenas cortas, de una o dos noches, o incluso sin cárcel, previenen la reincidencia mejor que las condenas más largas por ese mismo delito. Lo importante es que sean certeras, que tú sepas que vas a recibir un castigo.

¿Qué podría explicar que la condena corta prevenga mejor?

Las explicaciones tienden a apuntar a los efectos de inserción social asociados a la cárcel. Tú dices “ah, claro, te bloquea oportunidades de empleo”. Pero ahí llega gente que, en general, ya no tenía empleo, o tenía empleos muy precarios. Y desconocer que la cárcel profundiza esas desventajas es taparnos los ojos. A mí me toca conversar con mujeres que, por sus antecedentes, tienen que vivir en una población al lado del que vende drogas, porque en ningún otro lado les arriendan. Además, mientras más tiempo pases adentro, más se cortan tus vínculos sociales y familiares, lo que también tiene costos para tu familia, no sólo para ti. Y otro efecto, obviamente, es el rol de la cárcel como escuela del delito.

Más allá del marco teórico de los senadores, quizás mucha gente apoya estas medidas no para disuadir a los reincidentes, sino para que el mismo encierro les impida delinquir. ¿Eso tampoco tiene sustento?

Bueno, ese es el otro mecanismo preventivo de la cárcel: la incapacitación. Y un tercero podría ser la rehabilitación, si se hace. El punto es que estas recetas ya se han probado. En los años 70-80, Estados Unidos implementó las mismas medidas que plantea este proyecto y terminaron con uno de cada 100 adultos presos para el año 2010. Todavía hoy tienen el 25% de la población penal mundial. Y se ha tratado de explicar cuánto de ese aumento explica la caída de los delitos violentos que se produjo en los 90. Pero es difícil estimarlo, porque en el mismo período cambiaron muchas otras cosas: la labor policial, el peso demográfico de los jóvenes, el mercado del crack, que tuvo un peak en los 80 y cae en los 90. Pero igual se estima que el aumento de población penal explica entre el 5 y el 20% de la caída en delitos, lo que no es poco. Ahora, Canadá tuvo la misma caída en delitos sin el mismo aumento de población penal. Y ojo: está súper demostrado que a mayor aumento, menor es el efecto, porque ocupas las nuevas plazas para castigar delitos cada vez menos violentos. A los más peligrosos, si los pillaste, ya los tenías adentro.

En la columna planteaban que esta reforma nos dejaría con una de las tasas de encarcelamiento más altas del mundo, pero, además, “con una distribución irracional de esos internos”. ¿Cuál sería esa irracionalidad?

Que vamos a llenar las cárceles de reincidentes por hurto o robo por sorpresa, porque esos son los que tienen penas de menos de un año. ¿Qué preocupa hoy? La violencia, los homicidios, el crimen organizado, los robos con lesiones y con armas de fuego. Y vamos a responder aumentado desproporcionadamente las penas por delitos menores. Eso es lo irracional. Los recursos del sistema son limitados, no puedes atacar un problema si en la práctica priorizas otro. Además, como también se ha visto en Estados Unidos, estas políticas generan incentivos cruzados que te empiezan a copar el sistema de delitos menores, porque los actores dicen “ya, con este delito puedo generar números positivos de condenas, porque el otro es mucho más complejo de probar”. No estoy diciendo que esos delitos menores no tengan costos sociales, sin duda los tienen. Pero el backlash de estas políticas va a ser mucho mayor que sus posibles beneficios.

Pero también dice que deberíamos aumentar la certeza de que habrá castigo. ¿Tienen razón, entonces, los senadores Kast y Rincón cuando afirman que “vivimos bajo el imperio de un sistema de penas sustitutivas y salidas alternativas”?

Lo que pasa es que tenemos en la cabeza que castigo es igual a cárcel, pero eso no es verdad. El sistema de justicia funciona como un embudo donde la cárcel es sólo el recurso final. Penas comunitarias, o la libertad vigilada, también son castigos y te dejan antecedentes. La gran pregunta es para quién se aplican: qué tipo de delito, con qué historias delictuales previas, etc.

Pero la queja ciudadana, a veces basada en experiencias, es que las penas sin cárcel no cumplen función de castigo, porque al reincidente no le importan ni se las hacen cumplir.

Si tu percepción es que ese castigo vale cero, no vas a ser disuadido, eso es cierto. Como también podría no disuadirte un paso por la cárcel, cosa que ocurre con una parte de la población para la cual entrar y salir ya es parte de su vida. Pero el foco ahí debería ser cómo fortalecer esas penas alternativas. Podríamos haber avanzado mucho más, por ejemplo, en tener delegados que supervisen su cumplimiento. Una pena que no se supervisa obviamente es problemática.

PILAR LARROULET
Foto: Mario Téllez / La Tercera

El juez Jean Pierre Matus, ministro de la Corte Suprema que apoya este proyecto de ley, dijo entre otras cosas que las multas no pueden ser un “sustituto ilusorio” de las penas de cárcel, dada la imposibilidad de cobrarlas.

Sí y no. Desde la experiencia más cualitativa, yo igual veo personas que salen en libertad pero tienen que volver a la unidad a cumplir días a cambio de multas, porque no tienen las 5 UTM que les falta pagar. Pero insisto: ¿por qué creemos que la solución es llevar más gente a la cárcel y no mejorar las penas alternativas? Además, incluso si el efecto disuasivo es menor, hay penas que tienen un efecto resocializador. En los países nórdicos se ha logrado determinar que la pena de servicio a la comunidad, bien implementada, previene mucho mejor la reincidencia futura. Porque te vincula con personas que te dan otro sentido de identidad, miras espacios de socialización que no son los de tu entorno habitual. Yo creo que no estamos mirando bien a las personas que van a ser impactadas por esta medida…

¿En qué sentido?

Cuando hicimos el estudio de reinserción, un tercio de las mujeres que salían en libertad habían cumplido estas condenas de 60 días, en general por hurto, robo hormiga, etc. Y el 80 o 90% de ellas, que ahora pasarían un año en la cárcel, tenía problemas de abuso y dependencia de drogas. O sea, ahí estamos usando el sistema de justicia para intervenir un problema de salud pública. En Chile tenemos implementados, como un plan pequeño, casi piloto, los TTD, Tribunales de Tratamiento de Drogas. Es un modelo que partió en Estados Unidos y que ofrece a la persona seguir un tratamiento en lugar de cumplir una pena, lo que hasta ahora ha mostrado resultados positivos en abandono del delito. Pero en Chile es sólo para primerizos, y este proyecto de ley refuerza eso. Y si tú eres primerizo, en la práctica eliges entre ir al TTD o volver a tu casa con una suspensión condicional. Eso no se entiende: si tu preocupación son las condenas cortas, ¿por qué no permitimos que reincidentes por delitos menores, no violentos, accedan al TTD en vez de vivir un año presos? Cortas de raíz un problema que explica en gran parte la reincidencia. El proyecto de ley habla de mejorar la resocialización adentro de la cárcel, pero si hoy la intervención no da abasto, un 30% más de población va a hacer inviable cualquier intervención.

Con medidas oportunas o no, es evidente que una inspiración de este proyecto, y que también sintoniza con la voluntad popular, es reducir la discrecionalidad del juez. ¿Concuerda con que hoy es excesiva?

Yo sé que mi ejemplo es muy gringo y quizás me van a criticar por eso, pero de verdad me impresiona que nuestra discusión sea idéntica a la norteamericana de los años 70. ¿Y qué hicieron ahí? Restringir fuertemente el marco de acción de los jueces, que eran muy suaves según los conservadores o tenían un sesgo racista según los liberales. ¿Y cuál fue el resultado? La discrecionalidad pasó del juez al fiscal. O sea, el sistema genera discrecionalidad inevitablemente, porque necesita priorizar entre los casos. De hecho, creo que una de las cosas menos exploradas en Chile es cómo funciona el Ministerio Público en sus decisiones. El fiscal muchas veces tiene más poder que el juez, porque le marca la cancha. Sería súper importante conocer ese proceso de decisión antes de tomar medidas de este tipo. Y más que la discrecionalidad sobre las penas, miremos quizás –esto el proyecto sí trata de abordarlo– las decisiones de no perseverar o de archivar un caso, que es la situación más común. Si tú intuyes que el caso se va a archivar, es mucho más relevante que si intuyes que los años son tres versus cinco.

Otra percepción muy extendida, hablando también de delitos violentos, es que las policías hacen la pega, pero llegan al tribunal y el juez les bota el caso porque no queda conforme con la prueba.

No sé, porque la relación entre cantidad de arrestos e ingresos a la cárcel se ha mantenido estable. En parte, eso sí, porque aumentó la prisión preventiva. En cambio, lo que va en caída sostenida es la relación entre cantidad de arrestos y delitos conocidos por la policía.

¿A misma cantidad de delitos, ahora hay menos arrestos?

No es una caída brutal, pero sí sostenida desde 2007 a la fecha. En hurtos es un poco mayor, también en robos violentos. Y más recientemente, en lesiones y homicidios. Y hay un estudio que muestra que la tasa de denuncias también ha caído. Eso sí que es problemático, porque te habla de la deslegitimidad del sistema.

Si hay menos arrestos por cada denuncia, y a la vez menos denuncias por cada delito, obviamente hay mayor impunidad.

En certeza de castigos, de todas maneras. Ya me voy a arrepentir de haber dicho esa estimación tan categórica…

Está citando una estadística.

Sí. Pero lo raro es que también hubo una caída del delito entre 2012 y 2018. ¿Por qué baja la efectividad en persecución, si los delitos también caen?

¿Tiene alguna hipótesis?

Sobre los arrestos, una hipótesis posible, mirando muy de afuera, es que la mayor complejidad de los delitos no sólo hace más difícil generar una prueba, sino también conocer quién cometió el delito. Y respecto de las denuncias, sin ser experta en esto, creo que un tema clave es la legitimidad institucional de la policía. Porque de esa legitimidad depende, al menos en parte, la voluntad de los ciudadanos de colaborar en la seguridad, informando y denunciando delitos. O la posibilidad de la policía de contar con testigos, por ejemplo. Yo tenía una preocupación previa al estallido social por este tema, porque la legitimidad venía cayendo. Primero cayó entre los jóvenes, a raíz de ciertos hechos de violencia policial, y luego cayó también en adultos con los casos de corrupción. Y de fabricación de pruebas, que para mí fue lejos el caso más severo.

La Operación Huracán.

Sí, eso a mí me pegó. Un sistema donde no hay inocencia es algo bien complejo… No, a mí me parece súper importante seguir trabajando en legitimidad policial. Ahora aumentó y eso es positivo, pero si queremos que ese aumento permanezca en el tiempo, tiene que estar anclado en hechos reales.

¿Tiene algún problema con las redadas masivas para detener a personas con órdenes pendientes? También aumentan la certeza de castigo…

Pero creo que generan más costos que avances.

¿Por qué?

Cuando el contacto con el sistema es percibido como injusto, como ocurre con la mayoría de estas redadas, donde la gran mayoría de las personas no tienen por qué ser detenidas, generas deslegitimidad. En parte, porque muestras que muchas veces hay sesgos implícitos en nuestro actuar. Y todos los tenemos, ¿ah?, no sólo las policías. En vez de echar una red y agarrar a mil peces de los cuales dos tienen antecedentes, lo razonable sería crear inteligencia policial para intervenir los delitos más graves entre aquellos que los cometen. Ahora, aquí ha pasado algo muy interesante de observar: hoy estamos mucho más dispuestos que hace 10 años a ceder libertades personales a cambio de seguridad. Libertad y seguridad suelen estar en una balanza frágil, ¿no? Pero en 2015, cuando tuvimos esta discusión sobre el control de identidad, hubo una fuerte presión en contra. Ahora, como hay más temor, casi nadie se opone.

Y porque se ha perdido la fe en otro tipo de soluciones.

¿Pero se discuten esas otras soluciones? Por dar un solo ejemplo, el acceso a armas es un temón en Chile, y yo creo que gran parte de nuestro problema es no haberle puesto el foco que debimos ponerle hace 15 años. Entonces, yo entiendo que hay un desafío de empatizar con el temor de la población, pero responder al temor sólo con punitividad tiene un costo muy alto, sin necesariamente reducir los delitos.

El penalista Antonio Bascuñán dice que la agenda de seguridad ciudadana de la derecha, durante las últimas décadas, “indujo a la población a demandar un aumento indiscriminado de penas”. ¿Coincide?

Lo que sí vemos es que cada vez que aumenta el temor, hay una presión al aumento de penas que ha llevado claramente a una desproporcionalidad del conjunto de penas. Y en el mundo, no sólo en Chile, el discurso de la derecha tiende a ser más punitivo, pero en ciertos momentos es indistinto al color político. El caso chileno es un súper buen ejemplo: la población penal ha caído en gobiernos de derecha. Hubo un alza sostenida después de la reforma procesal penal, hasta 2010-11, cuando llegamos a tener una de las tasas más altas de Latinoamérica. Pero con Piñera 1 bajó. Además, durante ese gobierno fue cuando más se avanzó en institucionalizar las penas alternativas y en desbloquear las libertades condicionales. Claro, uno también podría decir que eso pasa porque no están en la oposición, entonces la presión disminuye. No me atrevería a asegurarlo… Pero sí hay que admitir que la “puerta giratoria” es un gran eslogan, porque ha logrado sentar en la misma mesa a personas que, se supone, debiesen pensar distinto.

Ha defendido las salidas alternativas y las penas más cortas cuando convienen al interés social. ¿Cree que el legislador, a la hora de fijar un castigo, debe considerar también que la víctima quede conforme y no sienta que su agresor quedó casi impune?

La verdad es que no lo he pensado. Y reconozco que la perspectiva de la víctima suele estar ausente en mi análisis. También soy consciente de que si mi hijo o mi hija fueran víctimas de un delito, mi reacción sería mucho más punitiva que al discutir teóricamente el problema. Todos tendemos a ser punitivos, más allá de lo que digamos. Pero también hay que pensar que cualquiera de nosotros podría cometer un delito, no hay un “ellos y nosotros”, como a veces se concibe. Ahora, tratando de responderte, yo creo que el legislador tiene en su mente a su propio ser como potencial víctima. Lo que yo me he preguntado, y me parece súper interesante como desafío, es si podríamos integrar a la víctima al sistema de justicia de maneras de todavía no hemos explorado.

¿De qué maneras?

Por ejemplo, hay toda una línea que se conoce como la justicia restaurativa, que busca generar un castigo que, en vez de marginar a la persona, trate de reintegrarla, pero con el gran beneficio de traer a la víctima como agente muy relevante de ese proceso. Yo no soy experta en esto, pero tiene mucha evidencia empírica a su favor, porque poner a conversar a la víctima con el ofensor –esto implica voluntariedad, desde luego– impacta no sólo en la reincidencia del ofensor, sino también en la satisfacción de la víctima. Porque muchas veces lo que la víctima quiere, más allá de cuál sea el castigo, es una voz, ser escuchada, que la fiscalía te llame de vuelta, etc. En Chile se ha piloteado esto en casos de justicia juvenil, para prevenir ese contacto prolongado con el sistema que genera carreras delictuales más largas. Pero claro, aplicar el modelo a la población penal más amplia ya es más difícil.

¿No se desanima investigando estos problemas, que siempre le quedan grandes a la solución?

No. Pero sí hay momentos, sobre todo al trabajar en cárceles, en que digo “chuta, qué difícil, qué poca esperanza veo”. Y aquí hay un riesgo de buenismo académico, pero me parece importante decirlo: el nivel de marginalidad de las personas que llegan a la cárcel es impactante. Marginalidad no sólo económica, sino de abandono. Tengo caras y nombres en mi cabeza, historias de abuso sexual muy temprano, de crianzas solitarias y expuestas a abusos por tener padres muy pobres que salían todo el día a juntar cartones. Niñas que escapan del hogar o pasan el día en la calle para evitar abusos sexuales y terminan en grupos donde hay prostitución, consumo de drogas desde los ocho años. Y el Estado no hace nada respecto de ese consumo, porque puede intervenir recién a los 14, cuando son detenidos por Ley de Responsabilidad Adolescente. Pero si tenemos consumo desde los ocho, chuta, ¿no llegamos un poco tarde? Mira, si hay algo que ningún criminólogo te va discutir, es que la mejor prevención del delito es la intervención temprana. Pero, salvo pequeñas excepciones como el programa Lazos, es algo que nadie hace porque no vas a ver los resultados. A la sociedad que hoy presiona por seguridad tú no le vas a decir “mira, voy a asegurarme de que nadie deserte de la escuela”. Y también es verdad que parte de la comodidad de estar en la academia es no tener que tomar decisiones que parezcan impactar mañana mismo. Cada vez que termino una presentación, me dicen “ya, ¿pero cuál sería entonces la solución inmediata?”. Y yo pienso “qué cómodo no tener que dar una respuesta a esto”.

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