Chaplin y El Pibe regresan a 100 años de su estreno

El Pibe, de Charles Chaplin.
El Pibe, de Charles Chaplin.

Estrenado en enero de 1921, el primer largometraje del actor y realizador británico sigue arrancando risas y lágrimas. Tras el filme, hay una historia de amistad intergeneracional, de pendencias por dinero y hasta un escape para evitar la incautación del material filmado. En su centenario, la película vuelve restaurada a plataformas.


“Una película que le sacará una sonrisa y, quizá, una lágrima”. No ha sido nunca la norma del cine que, antes de que aparezca el primero de los planos de una película, figure en pantalla una autodefinición que quiera también ser una promesa. Pero ese es el caso de The kid, localmente conocida como El pibe y que hoy puede hallarse en sus distintos metrajes en Youtube, sin obviar la espléndida versión de la distribuidora MK2 en la plataforma Mubi, como parte de un no menos espléndido ciclo de 25 títulos chaplinianos.

Escrita, dirigida, producida, montada, musicalizada y protagonizada por Charles Spencer Chaplin (1889-1977), El pibe se preestrenó en Chicago el 16 de enero de 1921 y marcó más de un hito, partiendo por haber sido uno de los grandes taquillazos de su tiempo. Cuando las películas de uno a tres rollos (10 a 30 minutos, como máximo) eran aún la norma en la comedia, acá se ocuparon nada menos que siete, y allí donde donde Chaplin acostumbraba liquidar los rodajes en unas cuantas semanas, esta producción le tomó un año y medio.

La película, asimismo, fue acaso la única de las suyas cuyo coprotagonista tuvo luces propias y no fue un comparsa resignado a seguir mecánicamente sus instrucciones: un actor natural de cinco años llamado Jackie Coogan, nacido y criado en el ambiente del vodevil, derritió de ternura a las audiencias en una cincuentena de países con su estampa de chicuelo encantador. Como su director riguroso y su compinche de juegos estaba Chaplin, a su vez intérprete del ya popularísimo Charlot, el tipo más bien andrajoso, ladino, de curioso andar, con unos pantalones enormes y un corazón del tamaño de una catedral.

En último lugar, aunque no menos importante, El pibe fue la incursión decisiva del artista británico en lo que hoy llaman la “dramedia”: el mix de risas, sonrisas y lágrimas con que el propio filme se promociona y que despliega como consigna. Si hasta entonces las comedias de Chaplin solían incorporar la compasión y el humanismo (más algunas dosis de subversión), esta vez el arte cómico encontró un dramón a su altura.

El Pibe, de Charles Chaplin.

El solo hecho de que esta y la mayoría de las realizaciones chaplinianas sigan circulando ampliamente es decidor de lo duradero de su propuesta. Que al ver El pibe vuelvan los espectadores de toda edad y condición a reír genuinamente y a tener genuinos nudos en la garganta, es otra prueba inapelable. Como si hicieran falta a estas alturas.

Actor natural, niño prodigio

Hacia mediados de 1919, Chaplin no andaba de buen humor. Según cuenta en su autobiografía, ese año sólo había rodado una película de tres rollos (Sunnyside, o Al sol) que fue “tan dolorosa como la extracción de una muela”. Después, “me estrujé en vano los sesos en busca de una idea”. Tal era su desesperacion, dice retrospectivamente, que fue un alivio ir a distraerse al Orpheum Theatre de Los Ángeles.

En el escenario de esta casa de vodevil actuaba Jack Coogan, un bailarín excéntrico en quien no vio " nada extraordinario”. Sin embargo, al terminar su acto Coogan sacó a escena a su hijo de cuatro años para despedirse juntos del público. Tras saludar, “el chiquillo empezó de repente a ejecutar unos divertidos pasos de baile; luego miró graciosamente al público, lo saludó con la mano y se marchó corriendo. El público empezó a reír a carcajadas, de modo que el niño tuvo que salir de nuevo y ejecutar un baile distinto”. Jackie Coogan “era encantador” y “el público disfrutó lo indecible”.

Chaplin departió largamente con Jackie, un par de días más tarde, en el lobby de un hotel, tras lo cual lo declaró “la persona más increíble que haya conocido”. Sin embargo, no tenía un proyecto al cual incorporarlo, por lo cual “lo dejó ir”… hasta que un aparente contrato del pequeño con el popular comediante Roscoe “Fatty” Arbuckle lo hizo mover cielo y tierra por conseguir sus servicios, incluso iniciar la escritura de un guión donde el chico rompe vidrios domiciliarios a peñascazos, mientras Charlot es un maestro vidriero que justo va pasando por ahí .

Al final, todo fue un malentendido: el contrato con Arbuckle fue por los servicios de Coogan padre, de modo que este último no tuvo problemas en “ceder” a su vástago para que trabajara con Chaplin. El artista múltiple, en tanto, “testeó” al pequeño en Un día de juerga (A day’s pleasure, 1919), tras lo cual vendría lo mejor: una película de pantalones largos.

Para mediados de la década del ’10, one-reelers y two-reelers seguían siendo la norma de la exhibición estadounidense, aunque cobraban fuerza los multi-reelers italianos (Quo Vadis, Cabiria), proyectados con éxito en un circuito paralelo al de las salas establecidas. Con todo, fue El nacimiento de una nación, filme hollywoodense de triste memoria y enorme influencia, el que legitimó al largometraje como una vía de contar historias “más grandes que la vida” y desarrollar acabadamente a los personajes. Eso quería hacer Chaplin.

Por eso convirtió al mencionado maestro vidriero en el padre adoptivo de una guagua abandonada por una mujer (Edna Purviance) que años más tarde será una célebre actriz que trata de enmendar su error. La historia huele a culebrón, pero Chaplin no le temió a los culebrones. Tampoco a First National, la compañía encargada de la distribución y exhibición de El pibe. Impacientes por proyectar lo nuevo de Charlot, querían tres películas de dos rollos; él, que aún no había terminado de montar las cerca de 500 latas que terminó filmando, les dijo que la película sería una sola, de siete rollos, y punto.

First National, que llegó incluso a intervenir en el amargo divorcio entre Chaplin y Mildred Harris, pretendió incautar el material. Enterado del asunto, el cineasta y un par de colaboradores se llevaron las latas de Hollywood a Salt Lake City, donde terminaron la edición. La empresa, que le ofrecía algo más de US$ 400 mil por el filme, se allanó finalmente a pagar US$ 1.500.000 y a exhibirla en los términos definidos por su realizador y protagonista.

Si es por dinero, el filme recaudó cerca de US$ 5.500.000 (unos US$ 80 millones al valor actual). Si es por la química que reprodujo en la gran pantalla, la amistad entrañable entre un niño prodigio de la actuación y un adulto con alma de niño, aún emociona y entusiasma. Es lo mejor que puede decirse de una película, a un siglo de su estreno.

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