Demencia, enfermedad y vallenatos: los últimos días de García Márquez según su hijo

Mercedes Barcha y García Márquez, 2008.

Rodrigo García Barcha, el cineasta de filmes como Con solo mirarte, ofrece una crónica íntima sobre los días finales del autor de Cien años de soledad. En Gabo y Mercedes: una despedida, relata con delicadeza y sobriedad su dolorosa pérdida de memoria, que le impidió seguir escribiendo ("No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”, rogaba); su amor por la música y la forma en que la estrella de la literatura latinoamericana comenzó a apagarse.


Cuando Gabriel García Márquez se aproximaba a los 70 años, su hijo Rodrigo le preguntó qué pensaba por la noche, cuando apagaba la luz. “Pienso que esto ya casi se termina”, le dijo el escritor. “Pero aún hay tiempo. Todavía no hay que preocuparse demasiado”, agregó con una sonrisa. “Un día te despiertas y eres viejo. Así sin más. Es abrumador”, dijo.

Diez años más tarde, el hijo volvió a preguntar.

-El panorama desde los ochenta es impresionante. Y el final se acerca -dijo el padre.

-¿Tienes miedo?

-Me da una enorme tristeza.

Rodrigo García Barcha, el mayor de los dos hijos del autor colombiano, relata los últimos días del escritor en la memoria Gabo y Mercedes: una despedida. El aplaudido director de cine, autor de filmes elegantes y emotivos como Con solo mirarla, relata con delicadeza y sobriedad los momentos finales de García Márquez: la forma en que la gran estrella de la narrativa latinoamericana, probablemente el escritor más popular del mundo, comenzó a apagarse.

Radicado en Los Angeles, donde ha desarrollado su trayectoria, una mañana de marzo de 2014 Rodrigo García recibió noticias de preocupación de su madre, al teléfono desde Ciudad México. El escritor se había resfriado, no comía y no quería levantarse. García Márquez ya había enfrentado un cáncer a fines de los años 90, pero esta vez su esposa lo veía distinto. “Ya no es el mismo. Está apático”, le dijo. “De esta no salimos”, fue su intuición.

El resfrío derivó en neumonía y García Márquez debió ser internado. Y aunque respondió bien al tratamiento, los exámenes revelaron sombras que sugerían tumores malignos. Finalmente, el oncólogo recomendó llevarlo a casa, para que todo fuera más fácil para él y para todos.

Por entonces, la memoria del escritor se disipaba. Tenía 87 años. Vivía el presente, “sin la carga del pasado, libre de expectativas sobre el futuro”, escribe el hijo. Aun así, a veces preguntaba: “¿A dónde vamos esta noche? Vayamos a un lugar divertido. Vamos a bailar. ¿Por qué? ¿Por qué no?”.

La pérdida de la memoria fue un proceso muy difícil, relata Rodrigo García. El escritor que había construido su obra a partir de su memoria, transfigurándola con la ficción, era consciente de que sus recuerdos se desintegraban, y sufría por ello: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”, rogaba con insistencia.

Si bien reconocía a su esposa, y solía llamarla Meche, La Madre o La Madre Santa, hubo momentos en que le parecía una extraña. “¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mío?”, preguntaba. “No es él, mamá”, le decían los hijos a Mercedes, “es la demencia”.

García Márquez y Mercedes Barcha por Helmut Newton.
García Márquez y Mercedes Barcha retratados por Helmut Newton.

A los hijos también dejó de reconocerlos. Los miraba con curiosidad, con simpatía, pero ya le eran rostros indescifrables.

-¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado? -preguntaba a su asistente.

-Sus hijos.

-¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble.

A veces, su memoria parecía volver de súbito y lo llevaba muy lejos, al pueblo de Aracataca, donde vivió con su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. Decía: “Esta no es mi casa. Me quiero ir a mi casa. A la de mi papá. Tengo una cama junto a él”. Entonces García Márquez volvía a ser un niño de ocho años que dormía en un colchón junto a la cama de su abuelo, a quien dejó de ver en 1935.

Nicolás Márquez fue el modelo que inspiró la figura del coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad. A mediados de 1966, cuando trabajaba en la novela, García Márquez fue a la habitación en que estaba su mujer y le anunció, con pesar: “Maté al coronel”.

Rodrigo García recuerda estos episodios mientras observa a su padre, ya instalado en la cama en su casa. Los primeros días tiene momentos de lucidez y hasta de buen humor, pero poco a poco va entrando en un sueño persistente. “Me paro a los pies de la cama y lo observo, deteriorado como está, y me siento a la vez su hijo (su hijito) y su padre”, anota.

No recordaba sus libros

Fue uno de los autores más célebres del mundo, amigo de líderes políticos y de figuras de alto perfil público, pero su hijo lo describe como “una persona bastante discreta, incluso introvertida”. Y aunque disfrutaba de la fama, siempre sospechó de ella y de la idea del éxito literario.

“Nos recordaba (y a sí mismo) muchas veces a lo largo de los años que Tólstoi, Proust y Borges nunca ganaron el Premio Nobel, ni tampoco tres de sus escritores favoritos: Virginia Woolf, Juan Rulfo y Graham Greene”, escribe.

No solía releer sus libros, por temor a encontrarlos deficientes, pero en sus últimos años se reencontró con ellos como obras desconocidas. “¿De dónde carajos salió todo esto?”, le preguntaba a su hijo. “A veces cuando cerraba un libro se sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a abrir e intentaba volverlo a leer”.

Dejó inconcluso su proyecto de memorias Vivir para contarla. Concebidas como una trilogía, solo escribió el primer tomo, que abarca desde su niñez hasta su salida hacia París como corresponsal.

-Nada interesante me ha pasado después de los ocho años -diría.

De pie frente a su cama, ahora el hijo quisiera “creer que su cerebro, a pesar de la demencia (y tal vez con la ayuda de la morfina), es todavía el caldero de creatividad que siempre fue. Agrietado tal vez, incapaz de regresar a las ideas o de mantener los argumentos, pero todavía activo. Su imaginación siempre fue prodigiosamente fértil”.

El escritor con su esposa y sus hijos Rodrigo y Gonzalo, en los años 60.
El escritor con su esposa y sus hijos Rodrigo y Gonzalo, en los años 60.

El tiempo se agota. El médico dice que no le quedan más de 24 horas.

“El viaje desde Aracataca en 1927 hasta este día del 2014 en Ciudad de México es tan largo y extraordinario como se puede emprender, y esas fechas en una lápida ni siquiera podrían pretender abarcarlo. Desde mi punto de vista, es una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano. El sería el primero en estar de acuerdo”, escribe Rodrigo García.

“Su corazón se detuvo”

A García Márquez le encantaban los vallenatos. Incluso, en sus últimos meses, cuando ya poco entendía del mundo, sus ojos se iluminaban cuando oía un vallenato. Por eso sus enfermeras le han puesto esta música desde que volvió a casa.

“Mi papá admiraba y envidiaba muchísimo a los compositores de canciones por su habilidad para decir tanto y de manera tan elocuente en tan pocas palabras”, dice Rodrigo, y cuenta que mientras escribía El amor en los tiempos del cólera, García Márquez se sometió a una dieta permanente de baladas de amor.

Cierta vez, se detuvo junto a Rodrigo cuando este veía un concierto de Elton John por televisión. García Márquez ubicaba vagamente al cantante británico, pero la música lo atrapó y se quedó a escuchar. Al final, dijo: “Carajo, este tipo es un bolerista increíble”.

Al mediodía del 17 de abril de 2014, la enfermera le avisa a Rodrigo:

-Su corazón se detuvo.

“Entro a la habitación y al comienzo observo que mi padre se ve igual que hace menos de diez minutos, pero después de unos segundos me doy cuenta de lo equivocado que estoy. Se ve destrozado, como si algo lo hubiera fulminado -un tren, un camión, un rayo-, algo que no le causó más heridas que arrebatarle la vida. Rodeo la cama y me acerco a él y maldigo en voz baja”, relata el hijo.

García Márquez en su cumpleaños 86.
García Márquez en su cumpleaños 86.

Luego entra Mercedes. La pareja se conoció cuando él tenía 14 años y ella 10, y tuvieron un matrimonio de 57 años. Ella mira a García Márquez, le sube la sábana hasta el pecho, pone su mano sobre la de él. “Mira su rostro y le acaricia la frente y por un momento es impenetrable. Luego se estremece por un instante y estalla en llanto. ‘Pobrecito, ¿verdad?’. Incluso antes que su propio dolor, siente una profunda compasión por él”.

Es Jueves Santo. El mismo día en que murió Ursula Iguarán, uno de los personajes de Cien años de soledad, un día de mucho calor que llevó a los pájaros a romper “las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”. Esa misma mañana un pájaro había caído muerto sobre el sillón donde solía descansar el escritor.

Cenizas en una caja

Mientras los noticieros del mundo informan sobre su muerte y repasan sus logros literarios, García Márquez es preparado para su viaje al tanatorio. Lo maquillan, le acicalan el bigote y lo ponen en una camilla. “Buen viaje, don Gabriel”, lo despiden los empleados de la casa. “A diferencia de la muerte hace un rato o de la cremación que tendrá lugar esa misma noche, los sentimientos con respecto a este momento carecen de misterio. Duelen hasta los huesos: se va de la casa y jamás regresará”, reflexiona su hijo.

Durante años, Rodrigo García se negó a la evidencia de que algunas de las decisiones más importantes de su vida respondieron de algún modo a la presencia de su padre. “No me di cuenta hasta bien entrado en mis cuarenta que mi decisión de vivir y trabajar en Los Angeles y en inglés, fue una elección deliberada, aunque inconsciente, para hacer mi propio camino lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre”, dice. Pero reconoce que “ningún director, escritor o poeta -ninguna pintura ni canción- han influido más en mí que mis padres, mi hermano, mi esposa, mis hijas. Casi todo lo que vale la pena saber se aprende todavía en casa”.

En la funeraria Rodrigo tiene el último momento junto al cuerpo del escritor. “En ese estado de plácido reposo, sus rasgos no delatan signos de demencia”, observa. En sus facciones serenas aún reconoce la infinita curiosidad, la lucidez y la capacidad de concentración que siempre le envidió y que le permitía trabajar sagradamente cada mañana.

Minutos después, comienza la cremación.

“La imagen del cuerpo de mi padre entrando al horno crematorio es alucinante y anestésica. Es a la vez grávida y sin sentido. Lo único que puedo sentir con algo de certeza en ese momento es que él no está allí en absoluto. Sigue siendo la imagen más indescifrable de mi vida”.

Vendría luego el homenaje oficial, en el Palacio de Bellas Artes de México, al que asistieron los presidentes de México y Colombia, Enrique Peña Nieto y Juan Manuel Santos, amigos y familiares.

Mercedes Barcha junto a sus hijos Rodrigo y Gonzalo durante el homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México.
Mercedes Barcha junto a sus hijos Rodrigo y Gonzalo durante el homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México.

Días después, en Los Angeles, Rodrigo García revisa las portadas de periódicos de todo el mundo. “Una vez más me esfuerzo por conciliar a esta persona que aparece en la prensa con aquella con la que pasé las últimas semanas, enferma, moribunda, y finalmente convertida en cenizas en una caja. Y con el papá de mi infancia, aquel que eventualmente se convirtió en mi hijo y en el de mi hermano”, anota.

Las cenizas del escritor fueron depositadas en Cartagena, su ciudad favorita, dos meses después de su muerte. En agosto de 2020 murió Mercedes Barcha. “La muerte del segundo progenitor es como mirar a través de un telescopio una noche y ya no encontrar un planeta que siempre estuvo allí”, dice Rodrigo García.

En algún punto el hijo cineasta duda si publicar estas impresiones. Luego recuerda que “una de las cosas que más odiaba García Márquez de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Todo lo que había vivido, presenciado y pensado estaba en sus libros, convertido en ficción o cifrado. ‘Si puedes vivir sin escribir, no escribas’, solía decir. Yo estoy entre aquellos que no pueden vivir sin escribir, por eso confío en que me perdonaría”.

Gabo y Mercedes: una despedida.

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