Abrazar a los fantasmas

El Samoiedo, lugar de encuentro y punto de referencia en Viña del Mar para niñas, poetas y familias, ha vivido en el corazón de la ciudad durante más de 50 años. Una vitrina para ver y ser visto. Hoy, el clásico café cierra sus puertas. Con ello, se pone fin al último ícono de una ciudad que ya sólo existe en postales antiguas.




Hace unos años, cuando me mudé a Santiago, conservé un par de cursos en una universidad en Viña. Viajaba por el día y, a las dos de la tarde, me escapaba para almorzar con mi madre. A veces, íbamos al café Samoiedo. No sé si la comida era muy buena , pero me gustaba el lugar, sobre todo el segundo piso. Mi madre se sentaba cerca de unos ventanales para fumar. Abajo, la calle Valparaíso seguía en marcha. Pero esa velocidad no nos afectaba. A veces, veíamos a políticos de la zona. A veces, el salón completo estaba vacío. A veces, una pareja tomaba un café. Creo que los dos descansábamos ese rato. Ella, de sus clases en el liceo del que se jubiló hace poco; yo, de los cursos que debía retomar después del almuerzo.

Había algo seguro ahí, pero también falso. En cierto modo, el Samoiedo aislaba la ciudad, la congelaba para sus clientes. Tenía eso que a ratos tienen los cafés antiguos, lo que tenía el Riquet en la Plaza Aníbal Pinto de Valparaíso, o que aún le queda al Colonia, a metros del Santa Lucía: la ficción de un lugar que sobrevive en los pequeños detalles del mobiliario, en la ropa de los garzones, en el humo y los espejos de los salones. Me imagino que eso volvía clásico al lugar, porque condensaba una ilusión, un modo de leer el tiempo, de habitar el espacio. Mal que mal, el Samoiedo estaba ahí desde siempre. Mal que mal, era parte del paisaje, porque su decorado reproducía el mapa mental de la Viña del Mar histórica, aquel balneario que se había pintado a sí mismo con los brochazos de esa costa mediterránea que nunca tuvimos; un Mónaco atrapado al lado de Valparaíso, que era su gemelo horrible, y cuyas luces titilaban con esa elegancia chic que contenían los ojazos de flapper de María Luisa Bombal, pero también las sombras brujas de las mansiones de la Quinta Vergara, los palacios de la calle Quillota, en esos caserones tristes y monstruosos que ya casi no quedan en la calle Arlegui.

Viña siempre explotó eso y el Samoiedo fue uno de sus principales símbolos. Así, ahora que se cierra, ahora que se despiden a 40 personas y el espacio va a ser ocupado por una empresa de telefonía, es mejor pensar en ese final como el cierre de una etapa: la despedida de una Viña del Mar que hace rato que no existe.

Acá no hay una épica, sino una historia secreta de Viña. El Samoiedo fue fundado en 1957 y desde casi siempre ha sido manejado por la familia Aste. Ellos conservaron el nombre. Su ubicación siempre fue estratégica: la cuadra de la calle Valparaíso que estaba al lado de la plaza de Viña, en el centro exacto de la ciudad. La calle Valparaíso, no era un boulevard, pero pretendía serlo: unas cuantas cuadras que comenzaban en la plaza de Viña y terminaban en Von Schroeder, en el cerro Castillo.

El Samoiedo está ubicado al comienzo de ese camino, en la manzana que queda entre la plaza y calle Quinta, un espacio que alguna vez fue el sitio ideal para ver y ser visto; para sumar, a las bondades de la diversión veraniega, el exhibicionismo de una socialité que aún no se había arrancado a La Serena o a Cachagua. El Samoiedo se ofrecía como el corazón de ese lugar, sintetizando en sus salones -que al principio no tenía mesitas afuera ni segundo piso- y en ese mostrador gigante donde se exhibían los pasteles, lo que la calle les hacía a sus paseantes.

Lo que sabemos del lugar en su época dorada -los años 60 y 70- es azaroso y contradictorio: las hallullas de la panadería eran increíbles, al punto que se podían separar la panadería del café, al punto que la gente mandaba a comprar el pan al Samoiedo desde los cerros. Que esa panadería la atendían dos hermanas, una bella y maciza, y otra, menos agraciada y más flaca. Que un muchacho del liceo Guillermo Rivera se escapaba en los recreos para comprar ese pan y venderlo en los patios. Que uno de los Aste, que era medio pelado, supervisaba todo. Que el lugar era, como la calle, una vitrina: la gente se exhibía ahí. Que el Samoiedo no estaba solo. En la misma cuadra estaban La Triestina y La Virreyma. Que era un punto de referencia: la gente se juntaba ahí, aunque no entrara jamás, porque era el punto de partida para lanzarse hacia otro lugar. Que se juntaban poetas, niñas bonitas, familias completas. Que a metros de ahí quedaba un local de taca-tacas. Que más allá, llegando a la calle Quinta, una disquería sacaba los parlantes a la calle, era la banda sonora de la cuadra, donde se escuchaban los nuevos singles de Los Beatles. Que en las mesas del café se sentaba el "Loco" Martínez, que en realidad se llamaba Juan Luis y que luego fue poeta y se hizo famoso tanto por sus silencios como por la rareza de su textos.

Pero en los 60, el loco tenía otra fama. Andaba en moto y a veces entraba en ella al Samoiedo. En ocasiones, lo perseguía la policía. La leyenda dice que el Loco estrellaba las motos contra los roqueríos. Era fácil identificarlo: flaco y desgarbado, estaba en él el vértigo y el riesgo de la juventud de los 60. Que Godofredo Iommi y los arquitectos de la Universidad Católica de Valparaíso pasaban las tardes ahí. Iommi se había casado con la mujer de Huidobro. El y sus amigos se lanzarían a armar la Ciudad Abierta, esas casas que aún sobreviven entre las dunas de Ritoque. Que tomar el té ahí era algo más que tomar el té. Que luego, al lado, se instalaría el Cine Arte. Que el Samoiedo daba la ilusión de que Viña quedaba lejos de cualquier parte: de Valparaíso, de Chile, de la Reforma Universitaria, de la Unidad Popular.

El Samoiedo sobrevivió así por años. Agregó un segundo piso, colocó mesas en la calle, instaló metros más allá, una heladería. Se había convertido en lo que se convierten ciertos lugares cuando son capaces de salir de lo real para habitar en el imaginario: una marca clásica y viñamarina que sobrevivía en la confianza ciega en su panadería, en la ilusión de un balneario de una ciudad que carecía de cerros, en el eco de los gritos del público de un Festival que se ponía cada vez más trash con los años, en las sombras felices de sus clientes que envejecieron ahí, como el Loco Martínez, los poetas, los arquitectos de la PUCV, como todos los que se pasaron esperando que llegara la noche tomando pisco sour o café mirando el transcurso del tiempo.

El Loco Martínez murió el año 1993; Iommi, el 2001. Aun así, parecía que el Samoiedo iba a durar para siempre. Hace unos 10 años, cuando el mall Marina Arauco se llevó todas las tiendas de la calle Valparaíso a 15 norte, el Samoiedo se quedó. No explotó la marca. Se confió. Poco a poco, la calle Valparaíso fue cambiando. Los locales históricos desaparecieron, fueron rodeados por farmacias o importadoras de productos chinos, por locales de todo a mil. El centro se volvió más centro. Cualquier pretensión de boulevard desapareció. La calle Valparaíso se volvió más fría o más inhóspita. O más real. Las noches se volvieron más peligrosas: la esquina de Von Schroeder con la calle Valparaíso apareció en Chilevisión muchas veces como uno de los lugares más peligrosos de la región.

Por lo mismo, en estos últimos 10 años, locales como el Samoiedo, el Cine Arte, la pastelería Alster se convirtieron en fragmentos del sueño de una ciudad que había mutado irremediablemente. Como tales, siempre están en riesgo de desaparecer. Son, como el Samoiedo, la conexión con otra época, acaso más feliz o inocente. Más extraña, más literaria. Así, mientras Valparaíso explotaba el turismo patrimonial con un éxito inusitado, Viña se aferraba a esa imagen de sí misma que los años 70 habían congelado. No había vuelta: el Samoiedo cristalizaba esa identidad, los mozos impecables vestidos de chaqueta color concho de vino, la barra larga, el aroma a café que se colaba entre los lamparones, los fantasmas de una bohemia adulta.

Pero había algo falso ahí. El país del que provenía el Samoiedo había cambiado, al punto de volverlo un anacronismo. Ya no parecía lleno  como en las fotos de la década del 60. Desde hace un rato, Viña se pensaba a sí misma de otra manera: había crecido hacia arriba a las poblaciones; el Festival había perdido su glamour, los viejos comensales del café habían muerto. El Puerto no era otro planeta: quedaba a escasos 10 minutos en colectivo. Así, la ciudad empezó a lucir como una ciudad hecha de cerros, un lugar que podía ser cualquier cosa, menos un balneario, un mundo alejado de la postal bucólica de un mediterráneo en el Pacífico.

Ahora que el Samoiedo cierra, es imposible no pensar en ese cambio. El lamento de la alcaldesa en las notas de prensa es sólo un puñado de palabras de buena crianza. Ella lo entendió hace años: Viña es una ciudad hecha de cerros. Por lo mismo, en la nostalgia del café que se cierra está condensada la velocidad del presente y las luces de una ciudad nueva. O el gesto de los vivos a la hora de recordar a los muertos. O el pasado que se borra a pesar de todo. En cierto modo, el fin del Samoiedo nos recuerda cuánto hemos cambiado y cómo nos queda una cosa: aprender a abrazar a nuestros fantasmas.

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