Así se vivió la final del mundial del polo en la gradería

Suplentes e hinchas vivieron un torbellino de emociones. En cuestión de minutos, pasaron del silencio de la derrota al éxtasis delirante de la conquista mundial.




Ver desde las gradas el primer título mundial de Chile como local en la historia fue un privilegio para las diez mil personas. Pero verlo desde el palanque del equipo, el círculo íntimo de la selección, fue una experiencia que sólo los suplentes, entrenadores, amigos y petiseros pudieron presenciar. Durante la final, ese espacio probó ser el corazón mismo del equipo por la sincronía de uno con el otro.

Cuando Chile perdía 3-0 en el segundo chukker, Martín Zegers se sentaba y paraba al borde de la cancha, apoyando la cabeza en sus manos y gritando "¡Vamos, Chile!" algunas pocas veces. El repertorio de apoyo de los suplentes repetía esa frase una y otra vez, como si todo lo demás ya estuviera conversado. Parecía que sólo faltaba más garra en la cancha, similar al aliento tímido de unos cuantos suplentes sentados a lo lejos.

Las primeras risas del grupo surgieron apenas en el cuarto período, cuando los chilenos equilibraban el partido estando 5-4 abajo, y un hincha demasiado entusiasmado gritó "¡Vamos Chile, conchetumadre!".

Los tres parciales siguientes aumentaron la intensidad del partido y, a partir del quinto chukker, ya nadie se sentaba. Un hincha se arrodillaba en la cancha, con una bandera amarrada a su cuello, y Max Silva -hermano mayor del atacante Mario- se paseaba de un lado a otro, apoyando el mentón en un taco. Las uñas del suplente José Ignacio Martínez sufrían horrores.

Hasta el final del quinto período, se escucharon cuatro ceacheís cada vez más poblados y fuertes. Los petiseros, que se acercaban cada vez más a la cancha para ver la acción, esbozaron los primeros gritos, acompañados hasta de los entrenadores. Ahora, en vez de agacharse y llevarse la mano a la cabeza en silenciosa preocupación, a cada gol los coaches Zegers y Alejandro Vial saltaban con los puños en alto y seguían la corriente de los vítores.

Al décimo gol estadounidense y el 10-8 parcial en contra de los locales, un hincha tira su botella de agua al suelo y otro grita furioso "¡conchetumadre!". Sólo uno de la multitud exclama esperanza: "¡Vamos, Chile. Todavía queda partido!". Minutos después, llegaban los empates, a 10, a 11… Ahora, todos se paraban en la línea de fondo de la cancha y cambiaban de roles con la hinchada, levantando sus brazos para incentivar las gradas. En ese momento, el entusiasmo de la banca era el ímpetu de todos.

"Lo estoy pasando caballo", dice un petisero, riéndose. Segundos después, lo pasaría aún mejor. Silva recibe lanzamiento de Vercellino en el parcial definitorio, y los cuellos de jugadores e hinchas se estiran, para ver la bocha dar en el mimbre y entrar. Segundos después, el petisero desapareció.

Si antes se escuchaba el grito de gol de cada uno, ahora toda voz se perdía en el ruido, y todo ser humano se sumía en la masa. Porque si antes la seguridad no dejaba pasar a nadie, ahora la multitud se tragaba a los heroicos jugadores locales, sin siquiera distinguirlos. Junto a ellos, todos los hinchas formaban una sola voz y una sola masa cargando a los nuevos adalides del deporte nacional. Ahora, todos los presentes eran una sola alma en fiesta, purificada de la agonía del partido.

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