El futuro es de los creyentes
Creer a pie juntillas, creer con una fe dura como una piedra que se lleva a todos lados bien sostenida bajo el puño, porque se la necesita cerca para seguir creyendo y, de vez en cuando, para arrojársela a quienes dudan. Creer como los padres de Francesco, un chico italiano de siete años que un día tuvo molestias en un oído y tanta fiebre que sus padres -un matrimonio italiano de la ciudad de Ancona- lo llevó hasta donde su médico, no uno cualquiera, sino el médico homeópata que les decía en qué tenían que creer. El chico no necesitaba antibióticos, ni tratamiento convencional, porque esas cosas hacen daño, les dijo. Los padres creyeron; hicieron exactamente lo que su doctor les recomendó: un poco más que nada. La fiebre continuaba, el dolor no desaparecía.
En el plazo de dos semanas, Francesco se agravó tanto, que los padres debieron desafiar su propia fe y llevarlo a un hospital, donde descubrieron que el chico tenía un daño tan severo, que debían operarlo. Eso hicieron, pero el daño era irreversible. Francesco murió, sus padres se ocultaron. El abuelo habló con la prensa y dijo que todo era culpa del médico, que él -antiguo miembro de una secta religiosa- les infundía miedo. ¿Temor a qué? ¿A los antibióticos? ¿A la ciencia? ¿A que sus creencias fueran contrastadas con la realidad?
Para creer no hace falta más que la voluntad de entregarse y dejarse llevar. La misma voluntad que han tenido los padres de los niños muertos de enfermedades que parecían erradicadas hasta que alguien les dijo que todo eso -las vacunas, los antibióticos- eran patrañas peligrosas de las que debían mantenerse a salvo. Hombres y mujeres que nunca vieron a nadie sufrir por difteria o agonizar por los efectos del sarampión, decidieron que todo eso era un cuento de las farmacéuticas que compraban a los políticos. En esto no había matices. Aunque la historia les gritara que hasta hace 100 años la infancia era un campo minado para la gran mayoría de la población del planeta y que los obstáculos para llegar a la adolescencia vivo se despejaron gracias a todo eso que ellos rechazaban. Pero no. Ni vacunas ni antibióticos ni tratamientos que desafiaran su idea de lo considerado "natural" y, por lo tanto, bueno, adecuado y armónico.
Para el matrimonio canadiense que forman David y Collet Stephan la meningitis de su hijo debía tratarse con un remedio casero. Nada de especialistas ni hospitales. Así lo hicieron. El niño de poco más de un año murió. Sus padres acabaron declarando en tribunales acusados de matar a su propio hijo. Tal vez esa sea una prueba de fe: poner en riesgo a quienes deben cuidar y proteger es una manera de templar sus creencias. Si son capaces de hacerlo con ellos, ¿por qué no con el resto? ¿Qué les importarán entonces los niños ajenos que exponen rompiendo la inmunidad grupal de la vacunación masiva? Las creencias, a diferencia de la ciencia, sólo aceptan los hechos que las refuerzan. La evidencia que las contradice es una herejía que debe ser ignorada o sofocada.
Esta semana, Donald Trump anunció que Estados Unidos se retiraba del Acuerdo de París sobre el cambio climático. La razón que el Presidente Trump dio fue la misma que dan los activistas antivacunas: él no creía que tal cosa existiera. Todos los estudios, todas las publicaciones científicas eran borradas de un plumazo con una frase dicha ante un pequeño auditorio de personas -educadas y poderosas- que adherían a la misma fe. De una manera brutal, el presidente de Estados Unidos, que ha hecho de la expresión fake news una especie de mantra internacional, nos estaba avisando que la antigua idea de futuro que alguna vez tuvimos -la de la globalización, la cooperación y el progreso sustentado en la protección del medioambiente- estaba en retirada. El horizonte en adelante lo dibujarían aquellos que lo votaron a él: los creacionistas, los que desconfiaban del conocimiento, los que repudiaban a quienes les parecían extraños, los que añoraban un pasado ideal que nunca existió y los que preferían refugiarse en una mentira cómoda que alimentara sus creencias, antes que enfrentarse a una verdad desagradable que los perturbara.
Esta semana, Donald Trump apeló a sus propias convicciones como argumento y con ello logró que el futuro se transformara en una cuenta regresiva.
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