Los reyes de la pequeña pantalla

Hace veinte años, escribir para televisión era visto como un triunfo de mediocres. La televisión la escribían quienes no habían podido llegar al cine. Eso cambió para siempre, en parte gracias a algunos de los hombres mencionados en esta nota.




Los críticos de televisión estadounidenses llevan largo tiempo hablando de la nueva era dorada del medio. Un período de aproximadamente dieciséis años que va desde el estreno de Oz en HBO hasta el final de Breaking Bad. ¿Estamos todavía dentro de esa era dorada? Algunos dicen que no, citando series de espléndida factura para internet, como la versión americana de House of cards, que es una producción original del sitio Netflix.

Pero otros, como Brett Martin, autor del libro Hombres Difíciles: Detrás de una Revolución Creativa, argumentan que sí hubo un período dorado específico, caracterizado por la figura del creador y escritor. Este concepto (el llamado "showrunner/writer", como a veces se acredita en Estados Unidos) casi no existe en Chile, donde un programa suele originarse en la mente de un productor o en la gerencia de un canal. Pero en Norteamérica, a fines de los 90, surgió el doble cargo de quien no sólo escribía los libretos, sino que además supervisaba todos los  aspectos de la producción. A ese selecto grupo pertenecen actuales héroes de la cultura popular como Vince Gilligan (Breaking bad), David Chase (Los Soprano), David Simon (The wire) y Matthew Weiner (Mad Men).

Un dato clave: todos ellos tenían bastante experiencia en el viejo formato de la ficción televisiva. Vince Gilligan, quizás el mejor del lote, debutó a los 28 años escribiendo para Los expedientes X el episodio Luz suave . De hecho, el semillero creado en la serie de las aventuras de Mulder y Scully es digno de una mención especial: por ese equipo de guionistas pasaron "showrunners" tan respetados hoy como Chris Brancato (Hannibal), Howard Gordon (Homeland) y James Wong (American horror story). Ninguno de ellos ha alcanzado todavía el status de ídolo pop que consiguió Gilligan gracias a las últimas tres temporadas de Breaking bad, lo que quizás se explica por el impacto transversal que la odisea de Walter White produjo en toda una generación de norteamericanos golpeados por la crisis económica.

Por su parte, David Chase empezó como baterista en una banda de Nueva Jersey y debutó escribiendo para una olvidadísima serie de suspenso setentera llamada Kolchak. Nacido en 1945, es el más viejo del grupo y es probable que eso explique que su serie Los Soprano sea uno de los escasos vistazos realistas y complejos que la televisión norteamericana haya dado sobre la tercera edad.

Antes de crear Mad men, Matthew Weiner, un egresado de  Literatura,  no sólo había escrito 12 episodios de Los Soprano, sino también varios capítulos de una mediocre sitcom llamada Becker, con Ted Danson. Y David Simon, periodista del The Baltimore Sun, saltó a la televisión con un libreto para la serie Policía de Nueva York. Al igual que David Milch (Deadwood), que produjera decenas de episodios de series detectivescas en los '90, y lo mismo que Terence Winter (Boardwalk empire), que iniciara su carrera de guionista con Xena: Princesa guerrera y que luego pasara a ser escritor y productor ejecutivo en Los Soprano, todos estos hombres sabían de memoria las reglas de la televisión de las grandes cadenas.

Esas reglas eran: apuntar siempre al público masivo, producir episodios autoconclusivos, evitar narraciones que exigieran fidelidad permanente y mantener la vista fija en la meta de los cien episodios. ¿Por qué? Porque cuando una serie duraba cien episodios se podía negociar su sindicación, que -en síntesis- implicaba vender los derechos para su emisión en múltiples estaciones televisivas a lo largo del país.

Chase, Simon, Gilligan y otros como ellos entendían el anhelo de las cadenas por la sindicación. También entendían que ese set de reglas asfixiaba cualquier intento de contar historias algo más complejas. Fue ahí cuando canales de cable como HBO lanzaron sus propias series de ficción y un mercado nuevo se abrió para la aparición del "showrunner" o guionista/productor .

El 10 de enero de 1999, cuando se emitió el primer capítulo de Los Soprano, se dio la partida oficial a la serie dramática como la conocemos: con narraciones de doce a quince episodios, de alta densidad dramática, con temas adultos y centrada en antihéroes.

Es paradójico, pero mientras los guionistas/productores de las series crecían en prestigio e influencia, más despojaban a sus protagonistas de cualquier heroísmo. Tony Soprano, un gángster con crisis de pánico. Los policías de The wire, agobiados por la burocracia y la corrupción. Walter White de Breaking bad, un profesor muerto de hambre y enfermo de cáncer. Don Draper de Mad men, un publicista de apariencia impecable cuya vida se cae a pedazos.

El tema recurrente de la impotencia masculina ¿tiene algo que ver con los ecos de los años post-Torres Gemelas? El propio David Simon dijo en una entrevista reciente que estaba cansado del cliché "hombre blanco de edad mediana con crisis de identidad o un lado oscuro" que reaparecía en casi todas estas series. También podría uno preguntarse dónde están las contrapartes femeninas de Gilligan, Chase y Weiner.

Ninguna tendencia en el cine de Hollywood de la década pasada superó en alcance, novedad e impacto popular al trabajo que este puñado de escritores/creadores hicieron en televisión. Todos ellos siguen activos (Chase se pasó al cine con el drama de época Not fade away) y tal vez la era dorada de la televisión esté lejos de terminar. ¿Serán en veinte años venerados como autores de la forma que hoy se venera a gente como Scorsese o Coppola? Es improbable. Lo más verosímil es que sean vistos más bien como equivalentes audiovisuales a gente como Stephen King o Patrick O'Brian: inventores de ficción capaces de capturar la devoción que alguna vez se reservó para Charles Dickens.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.