Un puente hacia el poder
La cercanía del Nobel con el poder siempre desató controversia, pero nada como su simpatía con la Revolución Cubana y con Fidel Castro.
Gerald Martin, el biógrafo de Gabriel García Márquez, recuerda que en España jamás se involucró en las actividades de resistencia a Franco. La pulsión por la política, en su caso, fue más tardía. Y mucho contribuyó la caída de Salvador Allende y la dictadura chilena.
Sin embargo, no fue hasta después de la publicación de El otoño del patriarca, en 1975, cuando García Márquez incorporó a su radar la necesidad de tender puentes hacia los poderosos. En esos años de boom latinoamericano, la pieza mayor en su mira era Fidel Castro, y vaya que le costó capturarlo.
En 1958, García Márquez había entrevistado en Caracas a la hermana de Castro, cuando los "barbudos" aún daban la pelea en la Sierra Maestra. Ese reportaje desprendería rasgos de la personalidad del líder cubano o elementos desconocidos, como que su plato preferido, que él mismo preparaba con mano experta, eran los espaguetis.
En Una vida, la biografía de Gerald Martin, García Márquez explica que Castro era capaz de escuchar con el mismo interés, durante horas, cualquier clase de conversación: "Esa preocupación por los problemas de sus semejantes, unida a una voluntad inquebrantable, parecen construir la esencia de su personalidad".
El 31 de diciembre de 1958, el escritor y su esposa habían asistido a una fiesta en Caracas. Cuando volvieron a casa, ya de madrugada, oyeron propagarse por la ciudad un auténtico pandemonio, entre los vítores de la gente y bocinazos. Las campanas repicaban en las iglesias y aullaban las sirenas de las fábricas. "¿Otra revolución en Venezuela?", pensaron. "¡Batista ha caído en Cuba!", les dijo la portera.
La década del 70, cuando el poeta cubano Heberto Padilla fue obligado a representar públicamente un triste libreto de autoinculpación, tras haber sido encarcelado durante 38 días, García Márquez fue cuidadoso de no derribar ninguno de sus puentes de contacto con La Habana.
Lo de Padilla fue un espectáculo obsceno, ampliamente reprochado por intelectuales de la estatura de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Octavio Paz, Susan Sontag, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa: el poeta cubano había sido acusado de actividades subversivas a raíz de la lectura de un poema "ideológicamente contrario a la Revolución" en un recital.
García Márquez fue uno de los pocos que se sustrajo de la polémica: era difícil tolerar el desprecio de Fidel Castro.
Así y todo, al escritor colombiano le costó llegar a Fidel. En 1976, junto con haber publicado contra el golpe militar chileno, García Márquez rindió numerosas pruebas de incondicionalidad a la Revolución. Aquello le valió que, ese mismo año, Vargas Llosa lo llamara "lacayo" de Castro.
Fue cuando la Revolución se estaba radicalizando que el encuentro con Castro se produjo. Sin embargo, García Márquez pasó un mes en el Hotel Nacional de La Habana esperando la ansiada llamada del "Comandante". El día que se conocieron, Castro apareció en un jeep a las tres de la tarde y lo invitó a dar un paseo. El escritor contó después que hablaron de gastronomía y de la industria alimentaria.
Después de todas esas pruebas, el Nobel se convirtió en una de las pocas amistades masculinas que tuvo Fidel. "La nuestra es una amistad intelectual, cuando estamos juntos hablamos de literatura", confesó el colombiano en 1981. Una larga amistad que sirvió a ambos.
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