Viejitos
En septiembre de 2013 estuve en Villa Baviera. Fui hasta allí a reportear, porque preparaba un perfil sobre Paul Schäfer, una nota que luego nunca escribí. Pasé unos días en el lugar y entrevisté a un puñado de hijos de los colonos que llegaron a Chile desde Alemania y se instalaron a los pies de la cordillera, en el límite sur de la Región del Maule. Hablé con varios hombres y una mujer cuyos parientes mayores habían sido estrechos colaboradores de Schäfer. Me contaron episodios de su vida bajo el imperio del pastor evangélico –ese era el oficio de Schäfer-, las rutinas cotidianas y lo mucho que le gustaba la música popular. Tanto le gustaba, que quiso levantar un estudio de grabación que permanecía a medio construir en medio del campo. Uno de mis entrevistados me mostró videos en los que el líder aparecía fugazmente en medio de celebraciones: un hombre calvo, de escasa estatura y apariencia inofensiva.
En esa ocasión hablé con Friedhelm Zeitner, uno de los colonos que acompañaron a Schäfer cuando se fugó a Argentina. Nos reunimos en el taller mecánico de Villa Baviera en el que trabajaba manteniendo y reparando maquinaria agrícola. Zeitner tenía poco más de 40 años, siempre había vivido en Chile, pero hablaba castellano con un fuerte acento. Recuerdo que cuando le pregunté sobre cuántos de los chicos de su generación habían sido abusados por el líder de la colonia, me respondió con una sonrisa sarcástica y una frase afilada: la pregunta debería ser quiénes no fueron abusados por él, me dijo. Algo parecido me contestó cuando le pregunté si los mayores -padres y familiares de los muchachos- sabían lo que sucedía en Villa Baviera.
Mientras conversaba con Zeitner y miraba el garaje apareció otro hombre algo más joven, vestido con overol, pero de apariencia física muy distinta a la de Zeitner; era un mestizo maulino que intercambió un par de frases en alemán con él. Concluí que ese hombre era parte de la generación de chilenos adoptados, hijos de campesinos pobres de la zona, que crecieron en los 90 en la colonia, justo en la época en que la justicia trató de intervenir el feudo, pero un tupido grupo de poder se interpuso para salvar a Schäfer. Lo lograron. Finalmente, el líder escapó a Argentina escoltado por un grupo de fieles, entre ellos Zeitner, que recordaba aquella huida con un rictus de amargura. Sólo en 2005 la policía argentina logró atrapar a Schäfer en una zona rural de la provincia de Buenos Aires. Recuerdo una escena fugaz transmitida por televisión, en donde se veía a Schäfer en una silla de ruedas, o tal vez una camilla, en un aeropuerto. Era un anciano enfermo en medio de un operativo que parecía desproporcionado para una persona de su edad.
La imagen de fragilidad de Schäfer capturado, sin embargo, escondía una vida de vigorosa impunidad facilitada por una espesa red de clientelismo político que trepó desde los caciques de la provincia hasta las esferas más poderosas del Estado. Si lo que la televisión estaba mostrando era un viejito débil a merced de la policía y no un sujeto jovial, era porque ese hombre estuvo demasiado tiempo respaldado por un poder formidable que lo protegía de toda denuncia, un blindaje que sus víctimas desafiaron durante décadas con perseverancia y a costa de recibir ataques y amenazas. El tiempo y la fortuna habían jugado a favor del criminal que logró esconderse gracias a la colaboración de mucha gente respetable que prefirió basurear las acusaciones, desviar la atención, porque esas denuncias desafiaban sus ideologías y creencias. Lo que presenciábamos el día que arrestaron a Schäfer era el final de un extenso relato de atropellos. Lo mismo había ocurrido con muchos de los criminales de guerra nazi y ocurriría con los represores que habitarían Punta Peuco. La justicia había tardado tanto, que sólo vivirían sus últimos días de vida purgando sus crímenes, la mayoría sin reconocerlos siquiera o, peor que eso, justificándolos y negándose a colaborar con aclarar el paradero de sus víctimas.
Esta semana, cuando vi a Alberto Fujimori en una cama de hospital recibiendo la noticia de su indulto, recordé al anciano Paul Schäfer, a los internos de Punta Peuco y a un sonriente Augusto Pinochet levantándose de su silla de ruedas para recibir el abrazo de sus seguidores. La prisión de Fujimori era un símbolo de que en América Latina, un continente en donde los más poderosos suelen gozar de una cultura de la impunidad y el abuso, la historia podía ser distinta. Desde esta semana ya no es así.
Un nuevo discurso está trepando a la sombra de la corrupción y el populismo. Ese discurso transforma a los criminales en víctimas, borrando los hechos con una retórica envenenada y cruel que llama "venganza" a una justicia tardía y muchas veces apenas suficiente. Aparecen nuevos líderes emparentados con los viejos círculos de protección de los criminales, que les exigen a las víctimas olvidarse de cualquier reparación, acusándolas de estar cegadas por el odio, transformando a los condenados en mártires de un sistema desalmado que los hace pagar por sus delitos, sin atender a sus arrugas.
Una nueva forma de impunidad ha surgido, esta vez disfrazada de misericordia y maquillada de compasión.
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