Al que da y quita…
Por Pablo Allard, decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad del Desarrollo
Entre las controvertidas propuestas de la Convención Constitucional, la Comisión de Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico propuso que “toda persona tiene derecho a la libre circulación por los caminos nacionales de uso público. La administración de estos bienes estará a cargo del Estado de manera directa, sin permitir la concesión de estos bienes nacionales a privados, sean personas naturales o jurídicas; también se prohíbe el cobro por circular en carreteras y caminos nacionales o por entrar o salir de una ciudad o pueblo.”
La libertad de circulación es un principio que nadie discute cuando no afecte otros derechos fundamentales. Pero ello no significa circular gratis en nuestros vehículos, cuando el costo social de ello sea mayor que el personal.
Antes de la entrada en vigencia de la Ley de Concesiones en los 90, la infraestructura vial era provista por el Estado; que pese a cobrar peaje, lo hacía con estándares de conectividad, seguridad y servicio tan malos que comprometía las expectativas de crecimiento del país. Por ello el Presidente Aylwin aplicó la Ley de Concesiones, invitando a empresas privadas a participar en la provisión de aquellas infraestructuras públicas que podían ser rentables en su operación. Así, cerca de 30 mil millones de dólares fueron invertidos en autopistas interurbanas y urbanas, a las que se suman puertos, embalses, aeropuertos y más. Estos recursos y el riesgo financiero lo pusieron los privados y el Estado pudo orientar sus fondos a políticas socialmente más rentables.
Esta virtuosa alianza público-privada mejoró en forma significativa la calidad de servicio, seguridad, tiempos de viaje y movilidad. Como estas infraestructuras son monopolios naturales, los privados no competían “en la cancha”, sino “por la cancha”, lo que incentivó mejoras a los proyectos más allá de la vialidad, como colectores de aguas lluvias, áreas verdes y otros. Y algo que los convencionales ignoran: el Estado sigue siendo el propietario, ya que lo que se licita es el derecho a construir, operar y, luego de recuperada la inversión, transferir la obra al Estado, quien además fija los plazos, reglas, tarifas y condiciones.
La Comisión de Medio Ambiente contradictoriamente propone que se elimine el cobro de peaje, beneficiando a quienes usan el automóvil. Medida regresiva, injusta y antiecológica. Una de las ventajas del sistema es que el que usa paga, y permite desincentivar el uso del automóvil con tarificación vial, que podría invertirse en mejor transporte público.
Las concesiones no han estado ajenas a escándalos, como el caso MOP-Gate o proyectos que resolvieron muy mal su inserción urbana, pero eliminarlas es un sinsentido. Hoy, más que ladrillos y cemento, las concesionarias son empresas de servicios, que deben estar más cerca de la gente y sus necesidades, crear valor compartido con las comunidades, abriéndose a proyectos más innovadores que autopistas, como los teleféricos de Huechuraba, Alto Hospicio, el Tren Santiago-Valparaíso, plantas desalinizadoras y muchos más gracias a esta alianza público-privada. Y, por último, ¿de dónde saldrían los 30 mil millones de dólares para estatizar el sistema? Como decía el refrán: al que da y quita… le sale una jorobita. Esperemos no sea otro lomo de toro para nuestro desarrollo.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.