Columna de Rafael Bielsa: Embajadores de carrera y políticos

El exsecretario de Estado norteamericano, Henry A. Kissinger, asiste a la ceremonia de entrega de premios de la Academia Estadounidense en el Palacio de Charlottenburg en Berlín, Alemania, el 21 de enero de 2020. Foto: Reuters

Por Rafael Bielsa, embajador de Argentina en Chile

“Papá cumple 100 años”. Henry Kissinger cumplió recientemente sus primeros 100 años de vida, y de allí la cita perifrástica de la película de Carlos Saura, donde se lucen Fernando Fernán Gómez y una primorosa Geraldine Chaplin (cuyo marido es el director de fotografía chileno Patricio Castilla).

Vital y ubicuo, Kissinger da lecciones sobre cómo evitar guerras, y tal vez en estos mismos momentos esté en Fürth, Alemania, su ciudad natal.

Acaso ese aniversario, como el de La Gran Madre del filme, que obliga a recordar el pasado y sus ambiciones, obsesiones, riñas y delirios, haya renovado debates que a veces se asordinan para mejor gritar en su oportunidad: ¿embajadores de carrera o políticos? Al fin y al cabo, la vastedad, elogios y críticas propios de la carrera del cumpleañero por fuerza generan en quienes lo evocan en muchos temas.

Desde mi punto de vista, que desempeñé el cargo de ministro de Relaciones Exteriores de mi país y represento a mi gobierno como embajador en Chile, la oposición dogmática entre el diplomático profesional respecto del político es un mito urbano. La experiencia me dice que ni el origen escolástico asegura competencia, ni la procedencia política condena al analfabetismo.

Es útil problematizar estos conceptos, a veces magullados por la opinión pública. Ya en el siglo pasado el científico social Max Weber sistematizó el binomio administración técnica en contraste con política.

Al modo de Estados Unidos, en Argentina existen los llamados “embajadores políticos”. El ordenamiento legal fija en 25 los cargos para embajadores no profesionales, mientras que en Estados Unidos hay un porcentaje, que hoy es del 31% −durante Lyndon Johnson llegó al 40%−. Aunque un sector de los profesionales reniega de esa potestad ejecutiva, no parece irrazonable que exista un cupo para que el Presidente proponga una persona de su confianza o conveniencia a cargo de determinadas relaciones bi o multilaterales. Cuando se está en el país, la misión del servicio es la de ejecutar la política exterior. Cuando se está en el exterior, la de informar y materializar instrucciones, adaptándolas a los accidentes del terreno.

El Presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, y Martin Luther King, en la Casa Blanca, en marzo de 1966.

En mi país, las visiones de política exterior de los gobiernos triunfantes en las elecciones suelen ser muy diferentes, y la polarización estimula la politización en su sentido menos inspirador. Por ello, para los funcionarios de la carrera existe el desafío permanente de ejecutar políticas diversas y hasta adversas: la política de plegarse unilateralmente a una potencia no equivale a sostener el multilateralismo. Minimizar la integración difiere de tratar de tener autonomía relativa frente al poder mundial por vía de los bloques regionales. Así y todo, el diplomático profesional debe hacer su trabajo y mantener sus creencias personales en ambientes cambiantes. No es un arte menor.

Dije al comienzo que la creencia consiste en decretar apto y diestro al embajador de carrera, e inepto y turístico al político. En el proceso de elaboración de una directiva pública, cualquier decisión relevante que se quiera materializar supone la resolución de complejas cuestiones técnicas.

Se atribuye a los embajadores de carrera una competencia ausente en los políticos, y –eventualmente– se reconoce en los políticos la disponibilidad de redes de relaciones de poder que facilitan el indispensable vínculo entre el lugar de destino y la sede nacional. Sin embargo, he conocido embajadores de profesión con una lúcida mirada, como la del mejor profesional de la política, y embajadores de circunstancias con una gran facilidad para trabajar en cuestiones específicas de la diplomacia. La casuística desborda a los estereotipos.

Desde ya que hay embajadores deslumbrados por los brillos brujos del escenario social, pero pueden ser políticos como profesionales, y esto he podido comprobarlo personalmente. Aunque tampoco hay que ser terminante en la condena al “copetín”: además de ser una escena social para comparar ropa nueva, puede ser la oportunidad de trabajo perfecta en la que encontrar al ministro que no atiende el teléfono. La cascabelera palabra, en Argentina es sinónimo de «cóctel» y, a la vez, una tradición culinaria de refrigerio vespertino con bebidas alcohólicas incluidas, derivada del genovés cuppetin, a pesar de la Real Academia que le asigna otro origen.

Para los profesionales, el “hacer política” va de la mano de las precauciones. La transitoriedad del embajador político otorga mayor amplitud para la personalidad. Cada uno tiene su propia concepción sobre cuál es el mejor modo de defender los intereses permanentes de su país, sin olvidar que la distancia entre la prudencia y la molicie puede ser escasa. De los tiempos muertos, la importancia del ceremonial. Y de allí, la tendencia a parecer más embajador del país de destino en el propio, que al revés. El embajador (profesional o político) es como Ulises: un hombre polytropos, de muchos lugares, y polymetis, de muchas tramas.

Cabe concluir afirmando que, para representar jurídicamente a un país hay que ser diplomático −profesional o transitorio−, pero para enaltecer los rasgos dominantes de una nación, no. Durante una entrevista, recuerdo, un periodista le preguntó a Chavela Vargas sobre su nacionalidad. “Sí, soy mexicana”, respondió. “Pero Chavela, usted nació en Costa Rica”. Y la intérprete contestó con orgullo azteca: “¡Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana!”. Ningún embajador, político o de carrera, podría haber honrado de manera más memorable a su país de elección.

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