Susan Fowler

Las historias de Uber y The Weinstein Company son ejemplos de la fragilidad de las empresas frente a la catarsis global que clama por mejoras en el trato a las mujeres.


Susan Fowler. Criada en un pueblito de 600 habitantes al interior de Estados Unidos, entre siete hermanos y en la pobreza. A punta de ñeque, sin terminar el colegio, preparó su postulación a la universidad en la pequeña biblioteca local. Se graduó con honores de física e ingeniería en computación. A los 24 años comenzó su trabajo soñado: ingeniera en Uber.

Al año renunció.

A los pocos días publicó en su blog "Reflexiones de un año muy, muy extraño en Uber". Un relato de cómo su jefe le ofreció sexo el primer día que se integraba al equipo; cómo el departamento de recursos humanos lo encubrió diciendo que era la primera vez que escuchaban algo así de un ejecutivo "high-performer"; cómo fue amedrentada en su evaluación profesional, y cómo finalmente descubrió múltiples episodios similares de varios "high-performers" y colegas silenciadas.

El testimonio de Fowler se viralizó.

Uber, en crisis, reunió a sus empleados en una teleconferencia global, instauró una línea para abusos, inició investigaciones, algunos fueron despedidos.

En las redes sociales #deleteUber fue trending topic y dio paso para que competidores ganaran terreno. En el intertanto, la empresa se rindió frente a sus competidores en China, Rusia y el Sudeste Asiático, vendiendo sus activos. Su valorización cayó más de 20%.

El caso Fowler fue la gota que rebasó el vaso para que el directorio cuestionara al controversial fundador y CEO, Travis Kalanick. El mismo que hablaba de Boo-ber, en alusión a cómo con Uber le ayudaba a conseguir sexo, y que se jactaba de la agresividad de su empresa.

Kalanick terminó fuera.

El impacto de Fowler incendió el movimiento #MeToo. Bajo ese hashtag, millones de mujeres y algunos hombres han compartido historias de acoso sexual y abuso. Más de 220 celebridades, políticos y CEO han sido denunciados.

El epítome, Harvey Weinstein. La revelación de múltiples acusaciones de acoso y violación del exitoso ejecutivo hollywoodense no solo terminó con su carrera (y eventualmente su libertad), sino también con su empresa. La productora de películas como Bastardos sin Gloria y Silver Lining quebró como arpa vieja. Ni los esfuerzos de un fondo carroñero por adquirirla en US$ 500 millones lograron salvarla de la quiebra.

Las historias de Uber y The Weinstein Company son ejemplos de la fragilidad de las empresas frente a la catarsis global que clama por mejoras en el trato a las mujeres.

Las compañías están revisando sus políticas, prácticas y culturas no solo por el temor a una próxima Susan Fowler, sino también por la falta de competitividad que conlleva una cultura hostil del desarrollo profesional femenino. Cuando Fowler dejó Uber, las mujeres eran menos del 3% de su grupo de 150 ingenieros.

Hoy, ellas son mayoría en las graduaciones universitarias y su presencia laboral se ha acelerado. En un mundo de acceso expedito al capital, los mercados y la información, la atracción y retención de talento son fundamentales para lograr la excelencia operacional que otorga sustento a la empresa. Difícil no quedarse atrás alienando a la mitad del talento que egresa de las universidades. Bien sabemos que las compañías que quedan a la cola son adquiridas por competidores o simplemente pierden terreno hasta ser insignificantes o quebrar.

Por el contrario, instituciones como universidades, Tribunales de Justicia, Fuerzas Armadas, el gobierno, incluso la Iglesia, si bien han perdido adhesión, han porfiado en sus vicios sin grandes consecuencias. Un escándalo puede resultar en el despido de uno o más individuos, pero la institución, y muchas veces también su cultura, rara vez desaparece.

Tal inercia justifica las manifestaciones y marchas. Son las pocas alternativas que quedan para dar señales de alerta cuando las cosas no están bien. Sin embargo, cuando pasan los gritos, hay pocos mecanismos para contener malas prácticas que germinan como la maleza.

En el mundo de la empresa es distinto. Hay una alarma consistente, clara y temprana: la última línea. Cuando hay faltas al respeto y la decencia, los clientes, proveedores y empleados se comienzan a alejar. Las ventas se debilitan, los costos se inflan y la productividad se aletarga. Juntos derriban las utilidades que debiesen aparecer en la última línea, y ese es un gran incentivo para imponer cambios.

La dinámica virtuosa del Estado de Resultados es ajena, por ejemplo, a profesores universitarios apernados en sus cátedras o empleados del aparato estatal. Cuando existen, los costos implícitos de faltas en el trato a las mujeres casi no tienen efecto en el cheque que reciben a fin de mes. Cuando aparecen conductas y agentes viciosos en tales instituciones, su naturaleza casi perenne contiene pocos mecanismos para sacudirlas. Y las manifestaciones tampoco aseguran un cambio.

En este contexto, las directivas empresariales deben revisar el trato de sus compañías a la mujer profesional. No solo por la amenaza de un escándalo o la falta de competitividad, sino porque al instaurar cánones de comportamiento profesional establecen estándares de respeto y dignidad que poco a poco van permeando a modelos ciudadanos.

Hace unos pocos meses, Susan Fowler dio a luz una niña. Su valiente liderazgo, sin duda, ha contribuido a brindarle un mejor futuro. Los que tenemos hijas, de seguro sabremos encontrar oportunidades, cualquiera sea el rol que tengamos en nuestras empresas, familias o instituciones, para aportar en construirles un futuro en que no tengan que vivir lo mismo que le tocó a Fowler.

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