Columna de Oscar Contardo: La fe de los conversos
Siempre me ha parecido fascinante lo que puede hacer una religión con una persona. La forma en que un conjunto de ideas y creencias que lo explica todo sobre la vida y que se aventura más allá de la muerte logra instalarse en la mente y el cuerpo de alguien y conducir su día a día, determinar sus jornadas, darles forma a sus miedos y dibujarle un perfil claro a su esperanza. Como un enamoramiento perpetuo que siempre está exigiendo pruebas de lealtad a la inteligencia. El modo en que esa religión cobra movimiento, expandiéndose hasta alcanzar el rango de lo que existe más allá de toda duda, creando sus propios custodios, educando centinelas de una fe que acaba fundiéndose con el poder, como el músculo se adhiere al hueso. Una vez que alcanza cierto rango, que elabora una cosmogonía cerrada en sí misma, que se refleja en una voluntad de dominio concreto –territorial, económico, burocrático-, creer en algo, en ese conjunto de ideas, ya no será solo una cuestión personal y privada, sino un contrato de obediencia o sumisión implícito; significa ceder parcelas de libertad íntima, mantener bajo vigilancia las zonas rebeldes de la conciencia. Quien cuestione el mapa original al que se le ha prometido fidelidad no solo será un contradictor, sino algo amenazante y oscuro que debe mantenerse a raya. Una presencia ominosa que hay que cercar con alarmas y restricciones o, en casos más extremos, sencillamente armarse de valor y eliminarla.
La religión puede ser un refugio frente al pánico que provoca el desamparo. También brinda cobijo y satisface la necesidad de pertenencia y reconocimiento. ¿Quién no ha sentido esa urgencia? La tranquilidad de compartir un mismo plan y participar de un entusiasmo común en torno a ciertas convicciones que se van reforzando escrupulosamente en la medida en que las dudas se acallan, los matices desaparecen y se elaboran castigos para quienes sugieren salidas alternativas a la oficialmente establecida. En algún momento la disidencia alcanza la consistencia de la herejía. Nuestra cultura corona este paisaje con la figura del salvador, el predilecto, el varón (muy rara vez la mujer) capaz de guiar al grupo a través del desierto y de sus propias fallas, mostrar el camino y vencer a los enemigos. No se puede aspirar a ser santo ni héroe si no hay una causa, una batalla que pelear y un grupo de semejantes a los que liberar de algún tipo de opresión.
A veces el lenguaje de la política usa el alfabeto de la religión. Alegorías similares, íconos semejantes. La democracia mantiene a raya la confusión total entre ambos idiomas, distinguiendo argumentos y hechos de dogmas y actos de fe. Las tinieblas se imponen cuando esos contrapesos desaparecen, cuando el Estado queda reducido a la voluntad de un grupo y al culto a la mano dura como única forma de gobierno.
Recuerdo las antiguas monedas acuñadas en 1976 que tenían como sello la figura de una mujer alada rompiendo las cadenas que atrapaban sus muñecas. Bajo el dibujo aparecía la palabra "libertad". En esos años había quienes celebraban el 11 de septiembre como el día de la liberación nacional y veían a quien encabezó el Golpe de Estado como un "salvador de la patria". Recuerdo que cuando yo era niño ese día era feriado. La televisión transmitía en cadena nacional el discurso del general Pinochet que solía dividir el mundo entre un "nosotros" y un "ellos", advirtiendo sobre los peligros de pensar distinto y las consecuencias que eso acarreaba. Para algunos, en eso consistía ser libres. Había un detalle que siempre llamó mi atención: Pinochet explicaba que él había salvado la democracia. ¿Dónde la tenía? Tal vez en un galpón de Tejas Verdes o en un camastro electrificado de calle Simón Bolívar. En sus discursos indicaba que la única esperanza posible descansaba en la eficiencia del gobierno para exterminar toda amenaza, para lograrlo contaba con todos los recursos del Estado.
En esos años hubo gente cuyo trabajo remunerado consistía en torturar, una burocracia administrativa y profesional consagrada a la muerte, militares y funcionarios encargados de desaparecer personas, policías que esparcían terror a jornada completa.
Todos ellos creían en algo, eran parte de una misión y compartían una misma causa en común: desterrar cualquier disenso de manera sistemática. Ellos no cometían "excesos", ellos cometían crímenes amparados por el régimen de facto que les aseguraba impunidad. No hay dos verdades frente a esos hechos. Cada uno de los miles de torturados, ejecutados y desaparecidos durante 17 años de dictadura lo demuestra; los años transcurridos para su reconocimiento lo constatan; el duro camino de sus familias para lograr un asomo de justicia lo refrendan. Recordar lo que un grupo fanático puede llegar a hacer cuando tiene en sus manos todo el poder del Estado nos salva de caer nuevamente en la confusión entre dos idiomas que de vez en cuando se cruzan y confunden, estallando en una ráfaga de convicciones despiadadas. Eso sí que era intolerancia, no la crítica indignada de quien exige respeto.
La democracia futura debe construirse mirando de frente la memoria del horror que surge cuando es capturada y sometida, no sobre el empate artificioso que frivoliza los acontecimientos, ni sobre la frialdad hiriente que suele revestir la fe de los conversos.
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