Nanoiluminados
Desde hace cuatro años, los bioquímicos José Manuel Pérez-Donoso y Víctor Díaz usan bacterias de la Antártica para diseñar nanopartículas con diversas aplicaciones. Hoy, junto a Andrew Quest, tienen un plan ambicioso: utilizar nanopartículas fluorescentes para iluminar uno de los terrenos más oscuros del cáncer: la forma en que nos mata la metástasis.
En este lugar, lo que se ve nunca es lo que realmente importa. Esta tarde, se ve lo que se podría esperar: refrigeradores, bidones de hielo seco, tubos de plástico apilados por todos lados, delantales, pipetas, estudiantes de pregrado, de magíster y de doctorado anotando en cuadernos prolijos, abriendo tubos, mirando, volviéndolos a cerrar. Ventanas convertidas en pizarrones, botellas con desinfectante, guantes, máquinas agitando muestras y microscopios ópticos, que tampoco sirven para ver lo que realmente importa. Los experimentos, en el Laboratorio de BioNanotecnología y Microbiología de la Universidad Andrés Bello son tan pequeños que podrían caber 500 mil en un milímetro.
El estudiante de doctorado Víctor Díaz, de 32 años, abre una bolsa Ziploc, saca de ella un tubo de unos tres centímetros, y muestra, orgulloso, lo que tiene adentro, que parece jugo de mandarina.
—Aquí hay miles de millones de nanopartículas fluorescentes —dice.
El doctor en Microbiología José Manuel Pérez-Donoso, de 38 años y responsable de que ese líquido exista, asiente con la cabeza, y dice, con el tono de quien revela algo importante, que ya llevan dos años brillando. Que no tiene sentido que se sigan viendo, pero que allí están: funcionan.
Lo que funciona, las nanopartículas anaranjadas que ahora ponen sobre un aparato de rayos UV, al lado de otras idénticas pero verdes, las han diseñado químicamente mezclando cadmio y telurio, un metal y un metaloide extremadamente tóxicos, que normalmente se ocupan para hacer pilas y discos compactos, pero que en sus manos tienen fines diferentes. Hoy están reemplazando los químicos por una bacteria de la Antártica capaz de hacer lo mismo, comerse los metales. Una entre las decenas de bacterias que han buscado y encontrado durante años, y que ahora utilizan para hacer nanopartículas con objetivos tan diversos como crear lámparas solares, limpiar derrames de petróleo o producir edulcorante. Pero ninguna de ellas tiene un fin tan sofisticado como éstas, las fluorescentes, con las cuales piensan hacer algo que nadie ha hecho nunca: inyectarlas en las células cancerígenas que generan la metástasis, apenas unos cientos entre las millones de células que lleva el torrente sanguíneo, para hacerlas brillar y así poder rastrearlas en su tránsito por el organismo. Entender qué es lo que hacen. Cómo se mueven, por dónde transitan, con qué moléculas interactúan.
Básicamente, cómo nos asesinan.
Lo fundamental, al introducir metales en un organismo vivo para que alumbren y persigan a células cancerígenas, como Díaz y Pérez-Donoso lo hacen ya en ratones, es ser un buen mentiroso. Generar las condiciones químicas para la gestación de los nanoespías de la forma más natural posible, o bien crearlos, como lo están haciendo ahora, de forma natural: con bacterias. Ser exactos con la temperatura o el oxígeno, todo lo que ayude a que el cuerpo se dé cuenta lo menos posible que adentro tiene algo extraño. Un proceso que tienen patentado y que llaman biomímesis, y que fueron uno de los primeros grupos en el mundo en comenzar a desarrollar. Aunque entonces aún no tenían muy claro de qué podía servirles.
—Tratamos de aprender de la naturaleza, y usar esa sabiduría para nuestro beneficio —dice Pérez-Donoso—. En Chile tenemos ambientes únicos para observar, lugares muy contaminados: Ventanas, Chuquicamata, Quintero. Y mientras más entendemos, tratamos de hacer cosas más atrevidas. Ahora vamos a ir al desierto a buscar bacterias en el litio, para hacer baterías biológicas. Miramos para todos lados. Lo del cáncer, la peor locura de todas, podría ser una contribución tremenda.
Al doctor Pérez-Donoso le gusta la palabra locura. La ocupa cada vez que explica alguno de los proyectos que están haciendo con nanopartículas, pero en especial cuando habla del cáncer, del que reconoce no entender más que lo necesario. Para eso tiene en el equipo al doctor en Bioquímica Andrew Quest, un referente mundial en el estudio de la metástasis y director del grupo NEMESIS, que reúne a investigadores de enfermedades no transmisibles de la U. de Chile, la U. Católica y la U. Andrés Bello. Y a Víctor Díaz, que es el nexo entre ambos, y que ahora apaga las luces de la habitación para que la máquina de rayos UV muestre cómo se supone que iluminarán a las células cancerígenas.
Cuando lo hace, los dos tubos, el naranja y el verde, parecen dos pequeñas lámparas de lava. Los dos científicos, que usan barba candado, camisas coloridas y no tienen cara de científicos, observan satisfechos sus miles de millones de creaciones brillar.
—Ya no estamos ciegos —dice el bioquímico.
LA NANOFÁBRICA
La historia que termina con José Manuel Pérez-Donoso mostrando en su computador estas resonancias de ratones, con puntos verdes, amarillos y rojos fosforesciendo adentro de sus cuerpos, empezó hace seis años, poco antes de que Víctor Díaz tocara la puerta de su laboratorio, entonces en la U. de Santiago, y se ofreciera a trabajar gratis a cambio de aprender sobre nanopartículas. Como estudiante, unos años antes Pérez-Donoso había estado cerca de ser expulsado de Bioquímica por su desinterés, pero se había motivado al final de la carrera, en la etapa de laboratorios, y había demostrado una intuición especial para inventar cosas.
Cuando conoció a Díaz, venía llegando de un posdoctorado en Canadá, donde se había especializado en bacterias. Díaz, que había crecido en una familia de allegados en San Bernardo, desarmando juguetes y armándolos de nuevo para que funcionaran distinto, había entrado a Bioquímica porque le habían dicho que era la rama más difícil de la ciencia. Ambos eran los primeros de sus familias en ir a la universidad y soñaban con crear cosas que solucionaran grandes problemas.
Entre los dos hubo química, o bioquímica, inmediata. Pérez-Donoso, un científico anómalo, totalmente práctico, se había entusiasmado con las nanopartículas —que en esa época, 2009, recién comenzaban a explotar como línea científica en Chile— luego de hacer estudios en telurio, un metal excedente del cobre, principalmente porque le parecía un campo de estudio barato y con salida comercial. Había empezado a hacerlas mezclando telurio y cadmio para lograr fluorescencia, pensando en hacer lámparas solares, y había dado el paso de los procesos químicos tradicionales a los biológicos luego de entender que era mucho más barato utilizar bacterias. Éstas no requerían trabajar a 200° de temperatura ni otras condiciones especiales para hacer lo que hacían por sí solas: comerse los metales y transformarlos en nanopartículas.
Con Díaz a bordo de su barco, al poco tiempo ya estaban haciendo cada gramo de nanopartículas, que en el mercado pueden valer cinco mil dólares, a menos de cien. El alumno lanzaba ideas y el científico las aterrizaba. Ambos solían soñar con nanopartículas, y Díaz tenía una intuición rara: su mejor amigo y su abuela habían enfermado de cáncer, y muchas veces conversaban sobre la posibilidad de hacer alguna aplicación que ayudara, de alguna forma, a combatir la enfermedad. En 2011 comenzaron a viajar a la Antártica a buscar, en sus zonas más extremas, bacterias que tuvieran condiciones especiales para hacer nanopartículas, por el gran nivel de estrés en el que vivían. Desde entonces, han viajado cinco veces y la cantidad de creaciones se ha disparado en el laboratorio.
—Tenemos una bacteria antártica que usamos para hacer una molécula que se ocupa en la comida de chanchos y de salmones, y que hoy Chile importa —dice Pérez-Donoso—. Otras que comen petróleo o que limpian el agua contaminada con selenio. Ahora encontramos una que produce maltodextrina, un excipiente del edulcorante que se produce con maíz en todo el mundo, y que tiene un mercado gigante. También una con la que queremos hacer nanopartículas de cobre, y otra que mata los bichos de la boca, con la cual pensamos hacer pasta de dientes. Como ves, somos absolutamente dispersos. Y nos encanta.
Pero a los estudios de metástasis le han dado una consideración especial. De todos sus disparos, es el que más querrían que diera en el blanco. El acercamiento con el doctor Andrew Quest, suizo radicado en Chile y uno de los mayores expertos mundiales en metástasis, se dio cuando trataban de buscar enfoques nuevos para sus creaciones fluorescentes. Entonces ya sabían que uno de los principales problemas en estudios de metástasis tiene que ver con que, por tratarse de pocas células en un torrente sanguíneo repleto, los modelos de estudio en animales son muy limitados. Normalmente, consisten en inyectarles células cancerígenas por la cola a ratones, esperar veinte días a que viajen y desarrollen tumores, extirparles los órganos y estudiarlos. Qué sucede entre un punto y otro es aún un proceso desconocido para la ciencia.
Andrew Quest tiene su Laboratorio de Comunicaciones Celulares en la U. de Chile. Ha pasado años estudiando el rol de la caveolina, una proteína organizadora presente en la mayor parte de las células de los vertebrados, en el desarrollo de metástasis, y varios de sus trabajos más relevantes han demostrado el doble rol de ésta en la formación del cáncer. Al comienzo, tratando de impedir la formación de tumores, y luego de un periodo de desaparición, regresando para impulsar fuertemente la metástasis. Aunque sabe lo que pocos saben de ella, dice que entre el principio y el final de ésta hay una zona oscura, que tal vez las nanopartículas podrían iluminar.
—Hoy podemos inyectar una célula cancerígena y ver después de veinte días que hubo metástasis, pero eso no me dice en qué parte del proceso influye la caveolina. Y la única manera de saberlo es seguir a las células individualmente, entender cómo se van repartiendo, en qué momento interactúan. Nuestra meta es lograr marcar la célula con fluorescencia, sin que cambie su migración ni muera por los metales, y ver, en tiempo real, célula por célula, qué es lo que está pasando.
Para eso, los bioquímicos han tenido que ir mejorando los protocolos de sus nanopartículas, haciéndolas cada vez más naturales, para que estresen menos a las células en que las implantan. Pero ahora quieren dar el siguiente paso: mientras prueban las de cadmio-telurio en ratones, están comenzando a sintetizar con una bacteria antártica una nueva nanopartícula, igualmente fluorescente, pero hecha en base a cobre, mucho menos tóxico para las células. Creen que ese nuevo invento, si funciona como debería, podría ser la puerta de entrada para todo lo demás.
—Creo que puede ser una contribución muy importante para estudiar el proceso. Mi sueño es que a partir de esto puedan desarrollarse inhibidores o estrategias terapéuticas que podrían tener un impacto tremendo —dice José Manuel Pérez-Donoso—. Pero nosotros no vamos a estar en ese punto, no es lo nuestro. Seguro vamos a estar haciendo otras cosas.
En la pantalla de su computador tiene una foto de una nanopartícula que ninguna máquina sería capaz de tomar en Chile. Es una estructura hexagonal, igual a las suyas, que parece un dibujo.
—Tal vez digamos que pusimos la primera piedra o la primera nanopartícula. La que iluminó el camino.
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