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Alejandra Jorquera
Periodista e hija de Carlos Jorquera, secretario de prensa de Salvador Allende. Luego de un largo exilio, él regresó a Chile en 1988. Años después desarrolló una demencia senil. Falleció el 4 de mayo pasado.
A mi padre
Mi papá era un tango bien cantado, de esos que no necesitan teatros de gala ni ensayos. El tango que se acomoda entre el vino y la penumbra y que sólo exige el respeto de los oyentes y el desgarro del que lo canta.
El Negro Jorquera, al que muchos conocieron en sus últimos años como ese viejo desaliñado que caminaba por la plaza Ñuñoa rumbo a Las Lanzas, tuvo una vida antes de que se rompiera en fragmentos que no pudo volver a unir. Intuyo que fue una manera extraña de perpetuar a sus muertos, sus hermanos José Tohá y Augusto Olivares, entre tantos.
Perteneció a esa generación de jóvenes hijos de la Guerra Fría para quienes tomar partido era una manera de vivir la vida; que se montaban en barcos a Europa a participar en los Festivales de la Juventud, que recorrían los países del Este inventando himnos. Eran irreverentes por definición y de izquierda sin dudarlo.
Mi padre estudió Leyes, pero no se recibió: el vértigo del periodismo y la noticia fueron más fuertes. Hijo de la bohemia de El Bosco y las curvas del Bim bam bum. Se rió mucho. Fue un devoto de sus amigos. Creía que el honor era el único patrimonio que valía la pena heredar.
Fue allendista. Por eso lo acompañó en La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Lo que vino después es historia conocida: presidio en la isla Dawson, meses incomunicado en Telecomunicaciones, arresto en el hospital Militar y expulsión de Chile en 1975. Vivió el exilio 13 años en Venezuela. Cuando la dictadura le levantó la prohibición de ingreso se demoró cuatro días en estar de vuelta.
Incapaz de hablar de intimidades, tampoco tenía habilidad para hacerlo con nosotras, sus hijas; se portaba mal en los lugares en que el protocolo obligaba a portarse bien y era machista, amigo del vino, el cigarrillo y el whisky, fanático de la U.
Todo esto y más fue mi padre antes de convertirse en un viejo que envejeció feo y triste. En su última etapa, ya envuelto en el extravío, intercambiamos roles y yo pasé a ser la madre y él el hijo. Uno comete errores, se enoja y se desgasta con estos niños con poder. Hasta que se empieza a asumir que necesita pañales, que se olvida de tu nombre pero jamás de tu cara, que se niega a comer. En este nuevo trato no existen alegrías ni triunfos, no lo tomas de los brazos para que aprenda a dar un paso sino para moverlo lentamente y evitar que le salgan escaras.
Mi padre era un tango bien cantado. Al final, cuando apenas hablaba, le poníamos a Gardel y con los ojos cerrados sonreía. "Tinta Roja" y "Sur" fueron grandes aliados en momentos en que no sabíamos cómo tranquilizarlo.
Una noche, mientras mi hermana y yo lo acompañábamos tratando de hacerlo dormir, habló con su voz de antes: "Qué maravilloso es esto, mis dos hijas a mi lado y la Luna llena. No necesito nada más".
Mi padre murió el 4 de mayo pasado. Tenía 94 años. Me traje sus cenizas y le inventé un altar con fotos de sus nietos, sus hijas, Allende, su madre y de Las Lanzas. Le debo sus tangos, pero todavía no soy capaz de escucharlos sin convertirme en uno.
Alejandra
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