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Esperando a Felipe Avello


En la fiesta, como en el humor, se suspenden de manera acotada las inhibiciones, por lo tanto se permiten excesos de los que después deben rendirse cuenta. La pregunta respecto de qué chiste se puede o no hacer es como caminar por una cornisa. Los límites del humor es un problema que ha estado muy presente en la nueva generación de comediantes. En un segundo se puede pasar del triunfo al barro, como Edo Caroe, en el Festival de Viña 2016, cuando al mismo tiempo que se convertía en un héroe de la crítica política era considerado un "sexista, ordinario y facho" por un chiste sobre la diputada Vallejo.

Una salida ha sido usarse a sí mismo como objeto, el humor en primera persona. Reírse de las propias miserias podría evitar el riesgo de ofender a otros o abusar de los propios privilegios. Nadie cuestionaría hasta dónde se llega consigo mismo. Eso, hasta que en 2018 la comediante australiana Hannah Gadsby, en su show Nanette, anunció que dejaba el humor autocrítico, porque había entendido que en el fondo sus historias divertidas ocultaban su tragedia y silenciaban la violencia hacia las personas LGTB: "La autocrítica cuando ya eres marginada, no es humildad, es humillación". Se sumaba así un nuevo ingrediente al problema de los límites del humor.

Felipe Avello, quien hasta hace poco era el invitado más improbable al Festival de Viña, es este año uno de los comediantes más esperados. ¿Será verdad que su rutina es apta para toda la familia, como anda diciendo hace un tiempo?

Dice que se reinventó. Que su humor es blanco, masivo, que su referente actual es el payaso "Pastelito" y no el stand up que está de moda en Netflix. Cuenta que ha descubierto algunas fórmulas, que, aunque el Bombo Fica se ha burlado por encontrarlas anticuadas, lo tienen encantado. Así es el nuevo humor de Avello, viejo. Por eso en sus últimas entrevistas -quizás en todas las que ha dado-, el entrevistador insiste en la misma pregunta: ¿Felipe, estás hablando en serio? No me gusta la ironía, responde.

La genialidad es cambiar un contenido por otro y seguir provocando exactamente lo mismo: tener a todos colgando de su broma infinita. Poner en tensión nuestra relación a la verdad y el juego. ¿En serio o en broma? preguntaba en los programas donde lo alentaban a hacer sus rutinas más salvajes, sólo para que supiéramos de quién, en serio, provenía el morbo.

Poco importa de lo que Avello hable, si ahora se le ocurre que quiere hacer humor infantil, da igual. Porque su juego no ocurre en el eje moral de los límites del humor (de qué se puede hacer chiste), sino que en el problema de los límites de la ficción: cuánto dura un chiste para seguir siéndolo, ¿hay acaso más verdad que la broma?

Extender la broma se vuelve macabro. Es un recurso clásico en el cine de terror, provocando que lo familiar se haga ominoso. En el humor ocurre algo similar, cuando el límite de lo serio y el chiste se desdibuja, el refugio de la convención al que se vuelve después del juego -el "ya poh, ahora hablemos de verdad"- tambalea, llevando a que lo razonable no brille más que en la verdad de su contingencia y su ridículo.

Ahí donde se asume que el humor es usar una máscara para hacer reír, Avello se ríe también de ésta, para decir que no hay más verdad que el disfraz. Por eso su humor nunca será blanco, lo suyo es la filosofía de la nada. Va en contra de la mayor de las instituciones del siglo XXI: creer en el Yo. "No me doy color", dice. Se corre de todo lo que se cristaliza -es un pececillo-, habita lo paradojal, lo viejo/nuevo, el cuico/marginal, el machito/gay. De ahí la obsesión por saber cuándo habla en serio, como si hacerlo implicara decir alguna certeza sobre uno mismo. Avello habla tan en serio y en broma como se puede.

¡Están matando a un hueón!, se escucha. Seguramente alguien se puso serio, creyó mucho en su moral, en sus razones, se debe haber dado mucho color.

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