La isla de Quinchao en tres tiempos
Como si fuese un menú viajero bien pensado, la isla de Quinchao -distante a quince minutos navegando desde Dalcahue- hace gala de las principales tradiciones chilotas: paz, gente amable y gastronomía local. Un pequeño enclave sureño ideal para viajar uno o más días, desconectarse de tiempos difíciles y retomar el contacto directo con la naturaleza austral.
Resulta difícil salir de Dalcahue. El poblado, distante a sólo 20 km al norte de Castro, capital del archipiélago de Chiloé y poseedor de sólo 13 mil habitantes, pareciera vivir en una plácida tranquilidad. Un ambiente apacible que es interrumpido exclusivamente los fines de semana, cuando llegan a su feria artesanal decenas de productores provenientes de otras distantes islas que se diseminan hacia el oriente sobre el océano Pacífico.
Su histórica feria artesanal está sobre una remozada costanera que le ha dado un aire nuevo al pueblo. Acá además se ubica un muy recomendable mercado gastronómico –con platos por menos de $5000-, varias cafeterías y tiendas con bellos chalecos de lana chilota. Cerrando la costanera hacia el norte operan unos inolvidables puestitos que hacen ceviches al momento de erizos, almejas o salmón por $2.000 y con vista al canal Dalcahue y a la vecina isla de Quinchao, uno de los lugares más particulares del archipiélago más famoso de la región de Los Lagos.
Esta isla, distante a menos de un kilómetro de mar calmo y cubierto por decenas de embarcaciones pesqueras de madera, es poco conocida a pesar de su relativa cercanía. Sus principales localidades -Curaco de Vélez, Achao y Quinchao- son renombradas en los folletos turísticos pero, la verdad, es que poca gente las conoce. Quinchao tiene sólo 40 km de distancia entre sus extremos, cubiertos por una buena carretera y varios puntos para meterse en el espíritu chilote más profundo e insular.
Curaco: aves y ostras
El canal de Dalcahue se cruza en barcazas que surcan en 15 minutos la geografía marina de la zona centro-este de Chiloé. El paisaje de montes verdes de escasa altura,contrasta con el azul del Pacífico en que, si hay suerte, se pueden ver toninas, pingüinos o lobos de mar. Una pequeña cafetería, un puesto de la Armada y una fila de autos-camiones-buses dan la bienvenida al desembarque en la isla, tras una de las navegaciones más económicas que se pueden efectuar, sobre todo si uno es peatón: el cruce es gratuito.
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La playa de Curaco de Vélez es un reducto ideal para la fotografía. Crédito: Jorge López Orozco[/caption]
Si se viaja en alguno de los minibuses que unen Castro-Dalcahue-Curaco-Achao, tampoco se paga el uso del ferry. Las micros interurbanas siguen siendo la forma más segura y económica de recorrer puntos remotos en Chiloé. La sonrisa y amabilidad del conductor –que conoce a gran parte de los pasajeros- es un buen preámbulo de la vida de los pueblos rurales: velocidad moderada, radio con canciones románticas en español y despedida cordial al subir o bajar. Pero esto no es un espejismo de bondad de otros tiempos.
Eso se nota de inmediato cuando aparece, tras una intensa bajada, el poblado de Curaco de Vélez, el más cercano a Dalcahue y a 11 km de distancia. Un pequeño paradero recibe a los pasajeros. Hay sonrisas y saludos a los foráneos. A una cuadra de distancia se encuentra la Plaza de Armas, flanqueada de bellas casonas de madera, de dos pisos, orladas por tejuelas. Es la marca clásica de la carpintería chilota y en la cual cada hogar detenta sus propios diseños de tejas, como si fuese una marca de identidad.
Curaco viene del mapudungún y significa "agua entre rocas", y lo de Vélez se cree que se puso en honor a una familia sevillana que se instaló en el sector a mediados del siglo XVII. El lugar ha estado poblado oficialmente por casi 400 años, según relatan los textos museográficos que están -obviamente- en el Museo, a un costado de la plaza principal. Con entrada liberada, este centro cultural enlaza piezas arqueológicas como conchales, la herencia huilliche, los utensilios de los primeros colonos y bastante historia natural relevante de Curaco.
Aunque el pueblo tiene oficialmente cuatro mil habitantes, casi ni se ven. En la misma plaza está una verde y moderna iglesia con un torreón de tejuelas -la que sería hoy patrimonio de la humanidad se incendió en 1971- y un busto homenajeando al héroe local Galvarino Riveros, que participó en la Guerra del Pacífico, y cuyos restos mortales descansan en una cripta en el corazón de la plaza.
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El busto de Galvarino Riveros que se alza en la plaza de Curaco. Crédito: Jorge López Orozco[/caption]
Las particularidades no se quedan ahí. La remodelada costanera hecha sobre palafitos (más modernos y estilizados), es un punto obligado del viaje por Curaco. Construida en la playa que colinda con la desembocadura del río Vélez, posee miradores y un gran molino de agua. La playa está deshabitada pero llena. Miles de zarapitos se congregan en este humedal costero y se alimentan con los crustáceos y moluscos que deja la bajamar. Debido a su importancia ecológica, la zona ha sido reconocida como parte de la red hemisférica de reservas de aves playeras migratorias (RHRAP).
Más de nueve mil zarapitos, que vuelan anualmente desde Alaska y parecen una compacta nube ocre, llegan a las playas de Curaco para comer. Práctica que, afortunadamente, también pueden hacer los humanos sin moverse lejos de dichas arenas. Los Troncos es la ostrería más famosa de la zona. Nacida en la década de los 90, la pareja compuesta por Adelmo Vásquez y Francisca Alarcón inauguraron este sencillo restaurante al aire libre –en el patio de su casa, de hecho- con mesones y bancas de troncos. Por $5.000 se pueden degustar media docena de enormes ostras japonesas y una caña de buen vino blanco.
Achao, joya barroca
El principal pueblo de la isla es Achao, distante a seis kilómetros al este de Curaco. Con una fama bien ganada por sus "fiestas costumbristas" de febrero, sus 3.500 pobladores son garantes de un tesoro de proporciones: la iglesia de Santa María de Loreto.
Su exterior de color más bien opaco y sus paredes recubiertas con miles de tejuelas de alerce hablan de una sobriedad que se desvanece en su interior. Su "alma", puertas adentro, destella trazos de una belleza pocas veces vista y que, de paso, la transformaron en una de las 16 iglesias chilotas que la Unesco nominó hace 19 años como Patrimonio Mundial de la Humanidad.
Maderas nobles como el mismo alerce, cipreses o mañíos han servido para crear una obra iniciada por la orden de los jesuitas que llegaron al archipiélago en la primera parte del 1700. Santa María de Loreto es una de las iglesias de madera más antiguas del país. Su interior cuenta con bóvedas en la nave central y las dos naves laterales, pilares romanos, rústicas tablas del piso labradas a mano e imágenes sacras que sincretizan lo huilliche y lo español, estilo que se puede ver en el caso de las figuras de la patrona que bautiza el lugar o del Cristo de Caguash. Todos, factores que generan una admiración genuina por el genio carpinteril chilote. Aún más cuando se revela el dato de que la iglesia fue construida prácticamente sin clavos y que sus paredes fueron unidas en base a tarugos y ensambles.
La estructura es el edificio más alto de Achao, con su torre de 22 metros. Su exterior se torna una fiesta cada 10 de diciembre cuando se venera a la Virgen de Loreto, cuya religiosidad se une en la misma fecha con la Fiesta del Cordero, que dura dos días, y en que los visitantes degustan asados y cazuelas de cordero –con luche o cochayuyo- y empanadas de carne o mariscos.
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Las ostras de "Los Troncos" con vista al mar, en Curaco de Vélez. Crédito: Jorge López Orozco[/caption]
Las casas de tejas, pintadas de vistosos colores, transforman en un arcoíris arquitectónico las calles de Achao. Una larga playa, en la que existen varios restaurantes con especialidades en frutos de mar e interesantes islotes incrustados en el mar, es también la zona portuaria. Desde este punto zarpan todos los días, cerca de las 3 p.m., decenas de botes con rumbo a las islas más aisladas como Caguash, Huilque o Meulín. Los barcos salen todos al unísono, cargados de mercaderías y pasajeros. Presenciar esto es, de por sí, un espectáculo.
La soledad de Quinchao
El serpenteante camino isleño se torna cada vez más despoblado al recorrer los 11 km hacia el sureste, que separan a Achao de la villa de Quinchao. Este lugar es, sin dudas, el sitio indicado para desconectarse del mundo y su caótico devenir.
Una cuesta en descenso llega hasta el edificio mayor de un lugar declarado como zona típica por el Consejo de Monumentos Nacionales. Se trata de la iglesia de Nuestra Señora de la Gracia, que se yergue como la construcción más grande de todo el archipiélago y que está por cumplir 140 años. Considerada también como parte del Patrimonio de la Humanidad, su sencillez sobrecoge. No tiene grandes acabados como su vecina de Achao, pero cuenta con una humildad pueblerina que está en extinción. Destacan, por sobre todo, una veintena de reclinatorios en los que los pocos vecinos de la villa oran arrodillados.
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Una romería en las afueras de la iglesia de Quinchao. Crédito: Jorge López Orozco[/caption]
Su gran tamaño se debe a que, cada 8 de diciembre, se celebra a la virgen patrona de la localidad. Es de las pocas veces que se llena de feligreses y devotos, que se enfundan en misas, asados de cordero al palo, curantos, cuecas chilotas y chicha de manzana. Es el Chiloé más real y de una esencia que pareciera que ni el tiempo, la distancia ni la modernidad puediesen apagar.
La guinda del viaje está un poquito más al sur aún, en la localidad de Matao, en donde un larguísimo muelle pareciera internarse en el mar tranquilo y sureño en los confines de la isla de Quinchao.
* El viaje fue generado por invitación de la ACHET, con motivo de su 41 Congreso Anual, realizado en Chiloé.
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