Tan lejos, tan cerca de El Chapo
Joaquín Guzmán Loera entró sonriente a la sala, relajado, bromista, como si no enfrentara una condena de cadena perpetua en una cárcel estadounidense de máxima seguridad. Como si nunca hubiera asesinado. Como si nunca hubiera mandado a matar. Los reporteros que llevaban tiempo cubriéndolo, no se inmutaron por su llegada. Están demasiado acostumbrados a compartir el aire con él. En cambio, los morbosos que lo veíamos por primera vez no dejamos de examinarlo. Incluso hay quienes llevaban binoculares para ver sus facciones en alta definición. Traje azul, rostro tosco, pelo oscuro, sin bigote. El Chapo Guzmán toma asiento y platica con una integrante del equipo de su defensa, haciéndola reír. Al poco tiempo el juez Brian Cogan ingresa a la corte y todos nos ponemos de pie.
Dicen que la suerte se reparte temprano. Cuando a las cinco de la mañana del miércoles 13 de febrero llegué a la puerta de la Corte Federal de Brooklyn, apenas se formaba la fila de periodistas y público para entrar a la sala. La conglomeración crecía conforme terminaba la madrugaba. Había 9 grados bajo cero. El juicio comenzaría a las 9.30 de la mañana.
Ese día, El Chapo Guzmán despertó en la cárcel de máxima seguridad de Manhattan, al otro lado del río Hudson. Dado que suceden de madrugada, los traslados del capo a la Corte Federal de Brooklyn son operativos espectaculares que muy pocos insomnes han podido ver. Se trata de un convoy de camionetas negras; una furgoneta blindada, similar a las que usan para transportar joyas o equipos tácticos de fuerzas especiales; un helicóptero vigilante; el cierre temporal del puente de Brooklyn; patrullas con la sirena encendida y dos ambulancias en la retaguardia. Alguien ajeno al caso podría pensar que están trasladando al Papa, o a Hannibal Lecter. Una vez dentro de la Corte, El Chapo desayuna comida preparada en la cafetería y espera en una celda especial hasta que comience su juicio.
Una frase popular en México dice que "el miedo no anda en burro". Quiere decir que ese sentimiento no puede darse de manera lenta, impávida. Después de dos fugas espectaculares de cárceles mexicanas, después de su conocida capacidad para corromper y amenazar, el gobierno de Estados Unidos no escatima gastos ni corre riesgos para resguardar al famoso narcotraficante. Este es el juicio más caro en la historia del país: 55 millones de dólares.
Esperando la apertura de las puertas del juzgado, pensaba en las décadas en las que nada se sabía sobre El Chapo Guzmán: dónde se escondía, cómo era su rostro, qué ropa usaba, cuál era su tono de voz. Después de su primera fuga del penal de Puente Grande en 2001, desapareció por completo. Sólo sabíamos que estaba por ahí, en el monte, en la sierra, dentro de alguna cueva. Sabíamos que era el líder del cartel de Sinaloa, sabíamos que aparecía en la revista Forbes en su listado de magnates. Pero para ser el hombre más buscado del mundo, desconocíamos por completo su identidad. Se conocían más imágenes de Osama Bin Laden que de El Chapo. Sus fotografías más antiguas se remontaban a 1993, después de haber sido arrestado por primera vez en Guatemala.
En ese entonces afirmaba que su oficio era ser ganadero, que de drogas no sabía nada.
Su actuar subrepticio alimentaba su leyenda de fantasma, propiciando fantasías: "Vi pasar al Chapo por el malecón, "iba en un convoy de cincuenta camionetas, me saludó de lejos"; "me invitaron a un bautizo y El Chapo llegó en avioneta, yo nomás lo vi de lejos, güey, pero ahí estaba, rodeado de su séquito"; "El Chapo llegó al restaurante donde cenaba anoche con mi esposa, nos quitaron los celulares a todos mientras él comía tranquilo, antes de irse pagó la cuenta de todos los comensales".
De la discreción absoluta pasamos a una fuga espectacular que involucraba túneles, motocicletas y funcionarios corruptos, un encuentro con los actores Kate del Castillo y Sean Penn en un lugar recóndito de la selva para conversar sobre una película sobre su vida, mensajes de texto con la actriz cargados de una inusual ternura, una entrevista para la revista Rolling Stone. Allí El Chapo dijo que se encontraba bien, ya que la libertad es muy bonita.
Meses después vino la balacera en Los Mochis. Un comando de élite de la Marina Armada de México irrumpió en una de las casas de seguridad de Joaquín Guzmán durante la madrugada. Tardaron largos minutos en derribar las puertas blindadas. Al hacerlo, los sicarios los recibieron con disparos. Después del intercambio de gritos, balas y granadas, todo se había llenado de polvo. El Chapo Guzmán no aparecía por ningún lado. El maestro de los túneles y su lugarteniente habían huido por un enorme hueco que conectaba con el drenaje de la ciudad. Cuando comenzaba a amanecer, levantaron una de las alcantarillas buscando oxígeno. Pistola en mano robaron un vehículo. El chofer despojado llamó a la policía denunciando el robo. Una patrulla de la Policía Federal identificó el vehículo robado en la carretera. Les marcaron el alto sin saber quiénes eran los tripulantes. Así, una vez más, capturaron al declarado enemigo número uno de México.
Aquel día, 8 de enero del 2016, yo me encontraba desayunando con una amiga. Costaba creer las noticias. Algunos decían que todo era un truco para desviar la atención de la mala economía. Otros iban más lejos en sus ficciones: "ése no es El Chapo, mírale bien la cara, el bigote, es un doble". Yo, con una imaginación más limitada, lo trazaba triste, frustrado, pensando en el siguiente escape, disfrutando sus últimos momentos de aire fresco. Ni siquiera imaginaba que tres años después vería al mismo capo en persona.
Pocos meses después, un día antes de la toma de posesión de Donald Trump, llegó la extradición a Estados Unidos. México no quiso arriesgarse a otra humillación por una tercera (y probable) fuga y lo enviaron como si fuera un regalo.
En todo eso pensaba yo mientras esperaba el ingreso a la Corte Federal de Brooklyn. Al pasar el primer filtro de seguridad hay que desprenderse de los celulares. En el octavo piso, sede del juicio contra El Chapo, hay que formarse de nuevo y pasar otro filtro. Esta vez hay que quitarse los zapatos. Por un enorme ventanal veo tiendas de campaña verdes instaladas en las azoteas cercanas. Dentro de esas carpas aguardan, pacientes y cautelosos, francotiradores.
Joaquín Guzmán conversa con una mujer de menor estatura que él. Su mesa está en el lado derecho de la sala. La Fiscalía opera en la mesa del centro, entre el área del jurado y la zona de los defensores del capo.
Volteo hacia un rincón: allí está Emma Coronel, esposa de Guzmán Loera, completamente de negro, como un luto adelantado. Reservada, algo ausente, cabizbaja, juguetea con sus uñas mientras sigue la traducción del juicio a través de unos audífonos. Como dice la canción de Luis Eduardo Aute, sentí en ella dos o tres segundos de ternura. Durante los recesos, algunos periodistas se acercaban a hablarle. Ella les sonreía, asintiendo, probablemente dando falsas esperanzas de futuras entrevistas. Su mente después regresaba a ese mundo lejano del cual no quería salir.
Emma Coronel se crió en una cuna de narcotraficantes. Sus padres decidieron que ella debería nacer en California y no en Sinaloa. La misma decisión se tomó para sus hijas gemelas. Antes de que comenzara la sesión, una periodista le preguntó si por fin podría entrevistarla a la salida del juicio. "Lo siento", dice Emma desde su asiento. "¿Pero por qué, Emma?", insiste la periodista. La persona más cercana al acusado sonríe. "Es que no tengo nada que decir". Hace nueve años su tío Nacho Coronel fue abatido por soldados en Zapopan, Jalisco. Le dispararon con las escopetas que usan para derribar puertas. Su padre y su hermano mayor están presos en Estados Unidos por narcotráfico. Su esposo, a punto de ser condenado a cadena perpetua. No tengo nada que decir, se repite a sí misma. Lejos quedaron los días cuando fue coronada la reina más bella de la Feria del Café y la Guayaba.
Al comienzo de cada sesión, El Chapo busca a Emma Coronel entre la audiencia. Se pone nervioso si no la encuentra. Cuando lo hace, inclina la cabeza en señal de reverencia. Quien fuera el criminal más buscado del mundo se sonroja cuando saluda a su esposa con la mirada.
Joaquín Guzmán Loera, desencadenado y vestido de civil, sonriente cuando uno de los candidatos a integrar el jurado admitió ser su admirador. Joaquín, rogándole al juez, a través de una carta, que le permita abrazar a su esposa. El Chapo en el banquillo de los acusados extrañando el aire de La Tuna, el canto de los gallos, el sabor del tequila y la carne asada. Más arrepentido de ofrecerle un sol y un cielo entero a Kate del Castillo que de sus muertos, la violencia y su responsabilidad en el reguero de sangre que hay en México. El Chapo Guzmán escuchando la lista de sus crímenes de la boca de su traductora. Los ojos fijos cuando el juez lee el veredicto. Liderar una organización criminal: culpable. Producción, distribución e importación de narcóticos: culpable. Lavado de dinero: culpable. Uso de armas de fuego: culpable. Joaquín intentando despedirse de su esposa mientras los alguaciles lo sacan de la sala.
Ahí estaba, a unos 10 metros de mí, el hombre que corrompió a militares y políticos; el hombre que metió más toneladas de cocaína a Estados Unidos que ningún otro; el que ordenaba quién vivía y hasta cuándo. Era la primera vez que miraba a un asesino. Y lo vi tan vulnerable y desorientado, que por un momento casi caigo en una empatía culposa. ¿Es empatía humana con el sufrimiento de alguien más? ¿Sus abogados fueron tan convincentes? ¿No es otro truco del diablo sentir empatía por él? Aún en las calles de su natal Sinaloa hay manifestaciones que piden la libertad de Joaquín Guzmán Loera. No es nuevo que el vacío de poder que deja el Estado en ciertas partes del país sea ocupado por el narcotráfico. El Chapo mandó a construir iglesias, a pavimentar caminos, a alumbrar calles. Durante los días de juicio nunca faltó la asistencia al tribunal de una evangélica dominicana que rezaba por la absolución de Joaquín Guzmán. Es un hombre bueno, solía decirnos: un hombre que trata tan lindo a su esposa e hijas no puede ser malo. El Chapo debería ser el presidente de México, me dijo un amigo cuando nos enteramos de su segunda fuga de una prisión en julio del 2015. Me consta que no era el único con ese pensamiento.
Su imagen aún aparece en ropa, llaveros, discos, piñatas. Todavía suele ser el protagonista de diversos corridos mexicanos. Sin caer en la apología, verlo fue un suceso inolvidable. El mito impone, pero no es un ningún héroe. No es Robin Hood, ni William Wallace, ni Juana de Arco, ni Emiliano Zapata. Ver a El Chapo Guzmán no fue como encontrarse a una estrella de cine o un escritor favorito. No hubo admiración, pero tampoco desprecio. Fue ver la caída final de un hombre célebre que dañó a un país en su afán de conseguir dinero y poder.
Otra frase que suele sonar en México, y que pocos cumplen, dice que "no hay que hacer leña del árbol caído". El Chapo, madera podrida, será sentenciado a cadena perpetua en una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos. Difícilmente podrá volver a abrazar a su esposa e hijas, tendrá que conformarse con verlas a través de un cristal. Aquí no podrá corromper a nadie, sus amenazas sólo serán escuchadas por las paredes, no habrá túneles bajo su celda. La libertad es muy bonita, dijo El Chapo Guzmán estando fugitivo. Esa frase suya, posible epitafio, será recordada por él en cada minuto de su encierro. Y sí, la libertad es muy bonita. Y sí, mientras el diablo yace tras las rejas, más toneladas de droga siguen atravesando la frontera. Nada cambia en el funcionamiento del infierno.
Vi al Chapo Guzmán, y estoy seguro de que hubo un momento en que él me vio a mí.
*Mariano Moreno es periodista mexicano. Cursó la maestría en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York. Reside en esa ciudad.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.