Morrison Hotel: hay sangre en las calles
El 9 de febrero de 1970, los Doors editaron su quinto disco de estudio: un atado de hard-blues con personajes metafísicos girando como vagabundos en las calles de Los Ángeles.
Benditos sean los embotellamientos. El 4 de noviembre de 1969, los Doors se encerraron en los estudios Elektra Sound con dos incorporaciones: Ray Neapolitan en bajo y John B. Sebastian en armónica. Tenían una buena canción entre manos, pero no hubo forma de hacerla funcionar. Frustrado y ligeramente ansioso (estaba en el alba de una larga relación con la cocaína), el productor Paul A. Rothchild mandó a todos a dormir. Es posible que Jim Morrison no hiciera caso. Como es fama, había cambiado una desordenada vida psicodélica por una disciplinada afición por la bebida. Como sea. Al día siguiente, Neapolitan no aparecía por ningún lado de manera que uno de los guitarristas residentes tuvo que ocupar el puesto vacante: Lonnie Mack. El enroque liberó al personal. Manzarek se pasó del Wurlitzer a un piano vertical, Mack asistió a Krygier con un par de yeites y Morrison no solo se aprendió la letra sino que se animó con un scat entre la jerigonza nepalí y los arcanos del vudú: "each ya bop a luba/ each yall bump a kechonk/ ease sum konk/ ya, ride". El bajista seguía atrapado en el tráfico y las cosas empezaban a funcionar. En cinco minutos, esa paradoja había empujado a la canción como a un vehículo encajado. Es regla de oro: para que funcione, el "Roadhouse blues" tiene que rodar.
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Cada canción era una buena noticia. Para entonces, los Doors estaban cerrando el peor año de su carrera. La jodita de Morrison en el Dinner Key Auditorium de Miami les había costado una fianza, un juicio, varias listas negras y la cancelación de veinticinco shows a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Todo era muy extraño. Después de todo, ¿quién habría sospechado que mostrar el pito podía costar un millón de dólares? The Soft Parade, la respuesta artística, fue malinterpretada. La crítica tachó el uso de cuerdas o bronces ("pretencioso" fue la palabra clave) y Alec Dubro, en su reseña para la influyente Rolling Stone, encontró que buena parte del material era solo "un pálido reflejo de sus primeros trabajos". Aunque era evidente que Rothchild había utilizado la orquestación para compensar algunas debilidades, se trataba de sanciones propias de la época. La mera idea del pop orquestal, en el marco de los grandes alzamientos contraculturales, era una mala palabra. Al lado del Mayo Francés o de los MC5, The Soft Parade lucía como una concesión.
La derrota no calmó a Morrison. En todo caso, lo lanzó en otra dirección y abrió una brecha casi insalvable con sus compañeros de banda. Poco antes de meterse a grabar su nuevo disco, tomó un vuelo a Phoenix para asistir a un concierto de los Rolling Stones y armó semejante alboroto que fue separado de la tripulación. El bourbon y los aviones no eran una buena combinación para Jim. Su relación con Pamela Courson, en ese sentido, había llegado a un punto crítico. Atrapados en un espiral de borracheras y reproches, llevaron sus peleas hasta la puerta del estudio. Originalmente titulado como la novela de Anaïs Nin (A spy in the house of love, 1954), "The spy" era un blues amenazante donde Morrison llevaba los celos hasta el abismo: "Soy el espía/ en la casa del amor/ conozco el sueño/ que estuviste soñando/ conozco la palabra/ que esperás escuchar/ conozco tu más secreto y profundo miedo/ Conozco todo/ todo lo que hacés/ todos los lugares a donde vas/ cada cosa que sabés".
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Combinado con el signo fatal de los tiempos (la escalada de Vietnam, el Clan Manson, los visos del infierno en Altamont), la banda metió todo ese combustible espiritual adentro de su Caballo de Troya: un álbum de hard-blues con personajes metafísicos dando vueltas como vagabundos en las calles de Los Ángeles. Ahí están. La dama de las cenizas; el tigre ciego; Maggie McGill; el monstruo arropado en cuero negro; la reina de la autopista; la pandilla que, con el primer vistazo del Edén, corre hacia la orilla del mar para esperar el sol. El lugar común indica que Morrison Hotel, como sus contemporáneos Beggars banquet y Let it be, son discos de "regreso a las raíces". Los Doors, sin embargo, nunca habían clavado su bandera en este sitio. Al menos, no de esta manera. Canciones como "Peace frog" no eran una vuelta a ningún lado. Eran un viaje al corazón de la américa profunda con el corazón atiborrado de Napalm, la sangre vertida en las calles y las botellas de Miller sobre los amplificadores. ¿Qué cuánto tarda una cerveza en calentarse sobre un Marshall? Exactamente tres minutos: como un rock & roll.
Detrás de un sonido más orgánico, el cuarteto expandió su formación con un bajista (Lonnie Mack en algunos tracks, Ray Neapolitan en otros) y Ray Manzarek usó un arsenal de teclados analógicos: un Gibson G-101, un Wurlitzer 140B, un Fender Rhodes, un Hammond, un Moog, un RMI Electra Piano, el piano de "Good vibrations", su célebre Vox Continental. Krygier sacó una andanada de riffs de la galera y Densmore relegó su rol percusivo en pos del baterista. Así, entre noviembre de 1969 y enero de 1970, grabaron ocho canciones y cosieron dos viejos descartes en el repertorio. Dicho así, suena mal. Pero conste en actas que los rescates eran "Indian summer" (tomada de las sesiones de su álbum debut) y "Waiting for the sun": el glorioso agujero negro de su tercer disco. Además de esbozar una línea de continuidad, la convivencia de esos registros terminó por subrayar un cambio inocultable: la voz de Morrison. En un lapso de meses, el aterciopelado crooner del pop noir había devenido en un bluesmen hecho y derecho. Como si toda la bronca, la decepción y los litros de bourbon se hubieran atrincherado en su garganta a la espera de aquella oportunidad.
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El 9 de febrero de 1970, Elektra Records comenzó a distribuir Morrison Hotel en buena parte de las disquerías del país. Algunas cadenas del sur profundo, por su parte, se abstuvieron de venderlo. La subdivisión de los lados ("Hard Rock Cafe" para el Lado A; "Morrison Hotel" para el Lado B) y las fotografías de Henry Diltz reforzaban la idea del título: el disco era un lugar. Un lugar de paso, sí, pero que acaba teniendo tu propio nombre. Que acaba convirtiéndose en alguna clase de hogar. Ah, claro: el blues de la casa rodante.
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