El portal y las nuevas mujeres de Compañía
Todas las crisis de Santiago conviven en el Portal Fernández Concha: la habitacional, la migratoria, la de seguridad. Incluso la de salud mental. En los siete pisos de ese edificio patrimonial, habitados por trabajadoras sexuales, comerciantes y extranjeros, lo único que une a los residentes es la sensación de que, en verdad, nadie quiere estar ahí.
Antes de entrar al Portal Fernández Concha, Ana nunca se había prostituido. Antes, cuando todavía vivía en Venezuela, Ana era una administrativa en un hospital de Valencia que vivía con sus padres y tenía un novio. El mismo con el que salió a probar suerte en Medellín en 2019 y el mismo al que acompañó hasta Trujillo, en Perú, al año siguiente. Ana estaba embarazada, entonces. Ahora, mientras come papas fritas y sorbe de una bebida en una fuente de soda del centro, muestra una foto de su hija. Nació un poco después de que sorprendiera a su novio siéndole infiel y decidiera enviar a su niña de regreso a Valencia. Pasaba que lo que ganaba trabajando en una panadería de día y haciendo manicures de noche, no rendía demasiado. Así que decidió repetir lo mismo que venía haciendo durante los últimos cuatro años: escapar un poco más al sur.
Ana anduvo en bus más de treinta horas hasta Bolivia. La dejaron en Pisiga, en la frontera con Chile, para que cruzaran hacia Colchane.
–Me acuerdo que vi el letrero que decía ‘Bienvenidos a Chile’, pero no pasamos por ahí. Con un grupo de venezolanos caminamos 25 minutos por un frío en el que pensé que me iba a morir. Sentía que me salía hielo en los pies –dice.
Un furgón del lado chileno les cobró $ 25 mil a cada uno por dejarlos en Iquique. Era el 7 de noviembre 2022. Aún le faltaba tomar un bus hacia Antofagasta y, luego, otro hacia Santiago, antes de poder reunirse con una tía que la recibiría en el departamento que arrendaba en Independencia.
En el centro, Ana partió como ambulante. Vendía detergentes que movía arriba de un carro de supermercado, en los alrededores de la Estación Mapocho. Su tía hacía lo mismo. Era de los pocos trabajos que podía tener con una situación migratoria irregular. No era malo, cuenta, aunque significara correr de las redadas de carabineros.
En una de esas, el 15 de noviembre, le quitaron toda su mercadería. Eso fue lo que mandó a Ana hacia la Plaza de Armas.
–Conocía a una chica venezolana que trabajaba en eso. La contacté. Me dijo que cobraba entre $ 20 y $ 25 mil el momento. Que podía hacerse $ 300 mil en un día y que una muchacha pasaba los sábados por la plata.
Eso, supo, era lo otro. Todas las mujeres que ejercían el comercio sexual en la plaza debían pagarles $ 100 mil semanales a los venezolanos que las controlaban. Y eso, explican en la PDI, no sucedía antes. Hasta antes del 2021, en Chile nunca una trabajadora sexual había tenido que pagar por estar en la calle. No cumplir ese acuerdo ahora, supo ella, traía consecuencias.
–Si no la pasas, te expulsan.
Ana preguntó cómo partía y le explicaron que sólo tenía que aparecerse. Que ahí le enseñarían todo.
Un día, a mediados de noviembre, Ana llegó por primera vez a la plaza.
Lo hizo con un número en mente.
***
–Mira, si tú preguntas, prostitución sí había, pero era una prostitución decente.
Mirta López, aun despertando, con los ojos semiabiertos en el séptimo piso, dice esto: que llegó aquí en 1980, cuando el Portal Fernández Concha existía hace ya 110 años, pero su estilo neoclásico francés aún guardaba algo de brillo.
–¿Por qué? Porque las muchachas arrendaban un departamento y sus clientes, que no eran cualquier persona, las llegaban a ver. Además, la mayoría eran chilenas. No había extranjeras. Tú la veías y eran unas señoritas: se veían como cualquier muchacha que venía saliendo de la oficina.
La mujer, al borde de cumplir 68 años, tiene su teoría para explicar cuándo este lugar, que es monumento nacional e inmueble de conservación histórica, empezó a pudrirse al punto de necesitar de un interventor judicial. Lo primero fue cuando los ascensores dejaron de funcionar y, por eso, a partir de 2016 varios dueños tuvieron que irse.
–Los hijos, con tal de arrendar, le arrendaron a cualquiera. Porque, dime tú, ¿quién va a querer vivir aquí? Partieron llegando los ambulantes y después vinieron las muchachas.
De los 30 departamentos que asegura administrar, ocho están desocupados y tres los alquila a trabajadoras de calle Compañía.
–Tengo una bien bonita, que es ecuatoriana. La otra también es una ecuatoriana y la última, es una peruana.
Según los cálculos de algunos de los nueve funcionarios del portal, al menos 28 de los 296 departamentos están dedicados al comercio sexual. Durante la semana entran unos 280 clientes diarios. Aunque los fines de semana y las últimas quincenas del mes, sube a 1.240 por jornada. Ese era el flujo de gente que vio una mujer de 38 años cuando arrendó el hostal del sexto piso. Lo hizo porque, luego del estallido, el dueño le ofreció facilidades de pago y porque entonces, en marzo de 2020, ella pensaba que lo peor había pasado.
Solo que luego vino la pandemia. El suyo, dice la mujer, fue el único hostal de la comuna que nunca cerró. Llegaban parejas de novios por unas horas, gente que venía a hacerse exámenes a Santiago, trabajadoras que intentaban tomar sus dormitorios privados como motel y familias de migrantes sin un techo.
–Golpeaban la puerta a las 23:00 diciendo venimos de Venezuela, no tenemos dónde dormir y te mostraban tres, cuatro cabros chicos y tú decías, pucha, cómo los voy a dejar en la calle. Pero después costaba un mundo que te pagaran. Me decían no, señora, si hoy le tengo plata, en un rato me la hago. Y era verdad: se hacían 60 lucas pidiendo con los niños. Por eso quise sacarlos, porque en el fondo los utilizaban.
La relajación de las medidas sanitarias trajo más turistas. Aunque también otros problemas.
–Yo tenía unos departamentos en arriendo en el tercero piso. Pero tuve que irme porque a mis clientes les tocaban la puerta todas las noches, obligándolos a que compraran droga.
Ese tipo de problemas afectó su negocio. Hoy la arrendataria del hostal cobra unos diez mil pesos por cama, la mitad que su competencia. Parte de la explicación la ve en los extranjeros de los otros pisos. Sólo pensarlo, dice, la incomoda.
–No sé cómo decirlo para que no suene mal, pero ha llegado lo peor.
Uno de los funcionarios del portal lo frasea de otra forma. Ahí, a Compañía 960, están llegando los que no tienen a dónde más ir. Sólo que eso no fue siempre así. Entre 2016 y 2018 pueden encontrarse publicaciones de revistas que hablaban del rejuvenecimiento del portal. De arquitectos y artistas e intelectuales que “valoraban los espacios” del edificio, con sus techos de tres a cinco metros, sus bajos precios, “su sello patrimonial” y que, por lo mismo, habían apostado por vivir ahí. Yasna Contreras, académica de Geografía de la Universidad de Chile, los estudió entonces y los bautizó como “gentries”.
De esos, cree Contreras, ya no quedan muchos.
–La fuga de los mejores pagadores del suelo, los “gentries”, que históricamente han vivido en el centro, se explica por la crisis sanitaria y un municipio que dejó de darle valor a la vida urbana. En ese contexto, el Portal Fernández Concha es el espacio de confluencia de todas las crisis que se ven hoy en Chile: habitacional, pandémica, seguridad, migratoria y de política interna.
Josefina Pedraza intentó ser una “gentrie”. Tenía 39 años, era diseñadora y en 2011 se fue a un departamento del segundo piso del portal, con un balcón hacia la Plaza de Armas.
“Yo viví en Nueva York muchos años, soy muy urbana, el aislamiento de los suburbios no me acomoda”, dijo en una entrevista de 2016 en La Segunda.
Luego de eso vino la prostitución en su mismo piso, los gritos de los predicadores, el olor a orina seca, los vecinos que tiraban la basura por la ventana y las heces de perro en los pasillos.
–Yo salí arrancando del centro porque era una pesadilla –dice hoy–. No me iba a exponer a que me asaltaran por vivir en el centro poéticamente.
En agosto de 2018, Pedraza dejó el portal y puso su departamento en arriendo.
Hoy vive en El Golf.
***
Ana aprendió rápido los números. Los chilenos, y la mayoría de los clientes, pagaban $ 20 mil. La excepción eran los haitianos. Esos sólo ofrecían $ 10 mil. Por eso, dice, nunca le gustó atenderlos.
Le pasaron una llave de un departamento del segundo piso del portal. Un espacio de unos 40m2, con cuatro camas separadas por murallas enclenques y un baño. Cada vez que Ana sube con un cliente, tiene que pagar $ 3 mil por el derecho a usar una de esas camas.
La primera atención no la recuerda mucho. Sólo dice que fue algo normal y rápido y que duró como diez minutos. No retuvo nada de la cara del tipo y quizás era para mejor.
Lo otro que aprendió muy pronto fue que varias de las mujeres de ahí compartían ciertos sueños rotos con ella. Muchas habían entrado por Colchane y Chacalluta, sin papeles, y terminaron paradas ahí porque no vieron más opciones.
Los ingresos que le prometieron tampoco eran ciertos. Ana nunca se hizo $ 300 mil diarios. Ni cuando era la nueva, ni cuando fue a comprarse ropa más llamativa para captar la atención de los hombres que rondan la plaza. Su promedio diario era de $ 75 mil, porque trataba de no trabajar en la noche. Y eso la alejaba, no sólo del impuesto semanal de $ 100 mil, sino que del número que se había propuesto. Ana quería ahorrar 4 mil dólares para regresar a Venezuela con suficiente dinero para montar un negocio. En su cabeza podía hacer el cálculo: eran unas 165 atenciones.
Sabía que había ciertos atajos. Algunas chicas se drogaban para llevarse a más clientes, más rápido. Los conserjes del edificio las veían a diario, muchas veces con dificultad para subir las escaleras. Otras, sobre todo las mayores, vendían. Pero el solo hecho de imaginarse haciendo eso la avergonzaba.
–En mi familia nadie sabe. Mi tía, sí. Me dijo que me cuidara mucho, porque esta no es vida.
La mañana del 29 de noviembre la PDI la detuvo durante un operativo de la Brigada Investigadora de Trata de personas. La llevaron a un cuartel y le preguntaron cómo había llegado, quién manejaba la plaza y si la estaban extorsionando. Ana respondió todo pensando que el final del día la deportarían. En el mismo grupo que ella, dice, había una venezolana delgada de 17 años.
–A mí me soltaron a las 21.00 y a ella le dijeron que la tendrían detenida hasta que cumpliera la mayoría de edad.
Algunos días después, Ana volvió a verla en la plaza.
–Me dijo ‘me voy para San Borja’. Yo le pregunté si se iba a trabajar allá, pero me dijo que no. Que se iba de Santiago. Nunca más supe de ella, pero todas en la plaza dicen que la hicieron desaparecer.
***
Adentro, todos saben que el quinto piso es el peligroso. Saben también que no hay que tener problemas con Martín, un venezolano que se pasea con un perro negro, o con los dos hermanos, Churri y Oriente, que trabajan para él. Todos en el edificio saben que los microtraficantes mueven la droga, llevándola en sobres dentro de sus calzoncillos. Y que su pedazo es el que va desde Compañía con San Antonio hacia el centro de la plaza.
La PDI también lo sabía. En agosto del año pasado reventaron dos departamentos de ese piso, además de otros ocho en el segundo, tercero y sexto. Al inspector Enzo Santi, del Equipo Microtráfico Cero de la Bicrim, le llamó la atención que, de los siete niveles, ese fuese el único donde no hubiese cámaras de seguridad:
–Los mismos extranjeros –explica– las rompen y las deshabilitan.
Encontraron marihuana, cocaína, tussi y ketamina, que vendían a través de Grindr. En diciembre entraron de nuevo. Esa vez en el segundo y sexto piso: dieron con marihuana, hongos y éxtasis. También con dos personas que tenían órdenes de detención pendientes por tráfico de pequeñas cantidades. Una de ellas era una trabajadora sexual ecuatoriana, igual que la banda, que vivía en calle Rozas, pero operaba en el segundo piso.
–Durante un tiempo lo que hacían era que una se escondía debajo de la cama, mientras la otra estaba teniendo relaciones sexuales, para aprovechar de robarle al cliente –explica una vecina del sexto piso.
Algo así habría ocurrido en junio de 2021, cuando un tipo de Cerro Navia le disparó en la cabeza al proxeneta, y hermano de una de esas ecuatorianas, acusando que le habían sacado plata de su mochila en el departamento 233. Luego de eso, la administración exigió que cada cliente que entrara al edificio debía registrarse.
Es como si hubiese algo en el edificio que enfermara. Que empujara a sus habitantes hacia un vacío. El 25 de marzo pasado una mujer que había enviudado hace poco saltó desde el balcón del sexto piso. Cuando su cuerpo golpeó el pavimento de Compañía, las trabajadoras, recuerdan los vecinos, alegaron porque alejaba a los hombres. El 17 de septiembre sucedió de nuevo: un hombre, hijo de una vendedora ambulante del Paseo Ahumada, se bañó, se vistió y salió del departamento de sus padres en el tercer piso a las 21.00. Subió un nivel y luego se lanzó hacia el primero.
Tenía 32 años y una discapacidad mental. Su madre dice que estaba enamorado de una prostituta colombiana del edificio.
–Ella le vendía droga, le quitaba la plata –cuenta la vendedora.
El funeral fue en el Cementerio General, en uno de los patios traseros de tierra. La trabajadora colombiana no estuvo, la madre sí. Ella sigue caminando todos los días al Paseo Ahumada, masticando esa idea, de que quizás el portal es el que está maldito:
–Si mi hijo hubiese vivido en otra parte, esto no le habría pasado.
***
La venezolana delgada y de 17 años, no desapareció: la rescataron.
Fue una de las seis víctimas de trata de personas que la PDI pudo recuperar en un operativo de cuatro días, entre fines de noviembre y principios de diciembre, coordinado por Interpol. A las mujeres las sacaron de Chile. No están aquí, tampoco en Venezuela.
–Lo que opera ahí son casas de seguridad, que son habitadas principalmente para víctimas y de las que no se puede revelar ningún antecedente respecto de aquello, porque lo que hay detrás de esto, de fondo, son amenazas, coacción y secuestro –explica el subprefecto de la Britrap, José Contreras.
A Ana no la rescataron. Porque tiene 25 años, porque nadie la obligó y porque la prostitución no es en sí un delito. Eso no le quita el miedo.
–No quiero seguir en esto, es feo. Aquí hasta que te pueden matar.
El problema es el número, los cuatro mil dólares que debe juntar. Había conseguido ahorrar algo, pero claro: después vino la Navidad y las ganas de enviarles cosas a sus padres y a su hija allá en Venezuela. Así que la cuenta volvió a cero.
Hoy, Ana sigue necesitando atender a 165 hombres.
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